“Diré, pues, que no estoy, ni nunca he estado, a favor de equiparar social y políticamente a las razas blanca y negra… que no estoy, ni nunca he estado, a favor de dejar votar ni formar parte de los jurados a los negros, ni de permitirles ocupar puestos en la administración, ni de casarse con blancos… mientras permanezcan juntos debe haber la posición superior e inferior y yo, tanto como cualquier otro, deseo que la posición superior la ocupe la raza blanca.”
Abraham Lincoln
Trump significa la destrucción sistemática aliñada con un compuesto de racismo puro, en los bordes de una guerra civil. ¡Ay de él, si avanza por ese atajo! He allí el trance y los apuros del administrador de la Casa Blanca; en tanto una derivado del espejismo que Francis Fukuyama presentó como la última verdad de la política y la gobernanza, “ya no hacen faltan grandes estadistas”. Delirio puntual que el credo neoliberal exprime, apelando al ultraje de los empresarios presidentes y/o de los presidentes empresarios; al agravio de las sociedades y los Estados definidas como un botín gestionado por los que saben ganar dinero: de tales fantasías que el corona-shock ha demolido sin piedad alguna.
Ese ideal del “yo presidente”, catapulta la barbarie de Mauricio Macri y Sebastián Piñera; modela al conjurado de Lenin Moreno que cede su puesto al vicepresidente empresario y el odio a la democracia de Bolsonaro e Iván Duque; y tiene perforado al prófugo de la justicia, que de vez en cuando abandona sus ratoneras a destajo, para dar paseos conspirativos. El ideal del Trump presidente y de su mafia, urgió y urge el radical reposicionamiento de la dignidad que es la política; el decoro y el sesgo democrático de la igualdad de cualquiera con cualquiera.
Esa precisa política de igualdad arrasa, en las calles de EEUU y del mundo con Trump y el racismo; en el verbo de Tamika Mallory, “No nos hables de saquear. Vosotros sois los saqueadores”. El asunto no es que el administrador supremacista y criminal está recibiendo sopa de su propio chocolate, aino que ha sido horneado y superado por una alta dosis de igualdad del pueblo estadounidense, que incluye la infaltable VIOLENCIA DIVINA. Las protestas del pueblo y los jóvenes estadounidenses para la igualdad y la justicia, ha fracturado el soporte ideológico y los significados de una determinada política de clases; a la eficacia de la cultura y la religiosidad dominante en EEUU. A la plataforma del dominio racista republicano-demócrata.
Trump supuso que el control cultural y el marketing de los supremacistas blancos era incuestionable e inexpugnable; que los nacidos negras y negros en Estados Unidos son una masa informe Y entonces, avanza metiendo bala, represión y asesinatos en serie; sus crímenes, en cierto sentido, son un eco del presidente negro que en todos los casos es un blanco; la expresión del propio Obamagate que hizo muy suyo el peyorativo “niggers” para etiquetar a los negros y negras estadounidenses.
Enraizada como está la huella lacerante de ese conflicto, la continuada y combativa oleadas de protestas del mayo y el junio caliente de Trump, es de suyo. El establishment del racismo y de su contenido íntimo, la desigualdad social, se desentendió del rostro y los modos de vida del pueblo estadounidense: la guerra racista contra “las clases peligrosas” y una elite extremadamente desafiliada de la “Otra historia de EEUU” significan un rasgos típicos de los nuevos fascismos, de ese movimiento de odio y terror carente de una idea de nación. Trump es más que una aberración nacionalista; es un parasito de la lucha de clases.
Contra la fantasía de los niggers y el desolvido racista, ahora otra vez o una vez más, el partido del establishment republicano-demócrata y el pueblo estadunidense deciden, qué es una nación. Ese crucial desacuerdo ha sido replanteado. Los nombres exactos de las coordenadas que se derrumban, democráticamente y en pie de igualdad, son: barrera racial; exclusión social; y ausencia sistémica de justicia y de libertad. En el cruce de espadas, a finales del siglo XIX, el “abolicionista” blanco Abraham Lincoln recula con cierto sentido de clase, ante las presiones de los esclavistas. En esa encrucijada:
“Los amos de los esclavos desarrollaron un sistema complejo y poderoso de control para mantener el abastecimiento de mano de obra y su estilo de vida, un sistema tan sutil como rudo. Empleaban todas las artimañas que usan las clases poderosas para mantener el poder y la riqueza en su sitio….Para lograr esto se contaba con la disciplina del duro trabajo, la ruptura de la familia esclava, los efectos anestesiantes de la religión…, el fomento de la desunión entre esclavos…y finalmente, la fuerza de la ley y el poder inmediato del capataz para recurrir a los latigazos, quema, mutilación o muerte de los esclavos” (1) Desde entonces y desde aún más lejos:
No es una novedad, que las revueltas y rebeliones contra el racismo atemorizan a los supremacistas y al campo político del odio racial. Trump no puede disimular y menos ignorar que transpira ese histórico pánico oculto y depositado en los túneles de la Casa Blanca y luego caminando con una biblia en mano y con la tan criticada cobertura del alto mando militar estadounidense, de la Casa Blanca hacia una iglesia a cortísima distancia. En su trance, picotean la percepción de un complot demoniaco, del reclutado por los chinos y los rusos, esto es de George Floyd sin respiración: y el lacerante mensaje de una conspiración con cierto aire de familia chavista. Efectivamente:
“Cuando el poder estadunidense blande el garrote es porque ha caído en una trampa”.