Ahora la mayoría solo existe en los archivos. Las fotos muestran a una hermosa joven inclinada sobre una mesa de operaciones que mira hacia la cámara con una mezcla de desafío y agotamiento. Un hombre con un jersey con el León de Judá estampado sostiene con garbo su casco de piloto en una mano. Un comandante militar señala en la distancia un rocoso valle español. Salaria Kea, John Robinson, Oliver Law: son tres de las decenas de miles de afroamericanos que, un año antes de que surgiera la Brigada Abraham Lincoln en defensa de la España republicana, protestaron, recaudaron fondos y lucharon para librar a Etiopía del fascismo en un episodio que incluso la izquierda ha olvidado.
En 1934 Etiopía era uno de los dos únicos países africanos que nunca habían sido colonizados por Europa, aunque no fue por falta de intentos. El emperador etíope Menelik II había derrotado de forma aplastante a los invasores italianos en 1896 y, casi cuatro décadas después, el líder fascista Benito Mussolini anhelaba vengar la “humillación” de su patria imperial. Aquel mes de diciembre, las fuerzas de Mussolini provocaron un enfrentamiento en Walwal, en la frontera entre Etiopía y Somalilandia, esta última controlada por los italianos.
A pesar de que Etiopía pertenecía a la Liga de las Naciones, Francia y Gran Bretaña demostraron poca voluntad de proteger a su Estado miembro –especialmente cuando todavía esperaban persuadir a Mussolini para que se uniera a una alianza contra la Alemania nazi–. ¿Por qué emplear su ventaja política continental en una nación africana pobre? Estados Unidos seguía pensando que el fascismo podía ser un baluarte aceptable contra la Amenaza Roja, de modo que guardaba celosamente su neutralidad. El New York Times demostró que incluso la Unión Soviética, que se llenaba la boca con la independencia de Etiopía, había amasado una fortuna con la exportación de suministros a los campamentos de aspirantes a formar parte de las fuerzas de ocupación italianas en África.
A pesar de que solo tenía cinco años en la época de la guerra, la dramaturga Lorraine Hansberry escribió más tarde: “Recuerdo los noticiarios de la guerra de Etiopía y el sentimiento de indignación… Combatientes con lanzas y nuestra gente apasionada con ello, mi madre criticaba a un Papa que bendecía a las tropas italianas que iban a asesinar a los etíopes”. Los estadounidenses negros como Hansberry fueron de los pocos grupos que desde Estados Unidos reconocieron los peligros del fascismo. Incluso antes que Hannah Arendt, vieron la clara línea que llevaba de los horrores del imperialismo europeo a la violencia inflada de un Mussolini. No permitirían que Il Duce engullera el país culto, desafiante e histórico que admiraban. Langston Hughes expresó ese sentir en Balada de Etiopía: “Gentes de color / Sed un hombre al fin / Decidle a Mussolini / ¡No! No pasarás”.
“¡Muerte al fascismo!”
Aquella primavera [de 1935], cuando Mussolini se preparaba para la guerra con su típico estilo dado a la autodramatización, los panafricanistas negros, los comunistas, los feligreses y los sindicalistas entraron en acción con protestas que se extendieron por todo Estados Unidos. En mayo, después de que un manifestante negro lanzara un ladrillo a la ventana de una tienda de propiedad italiana en Harlem, la policía disparó contra una multitud de cuatrocientos manifestantes –“alborotadores” en palabras del New York Times – e hirió a un hombre en la pierna. Durante una manifestación en junio en Chicago, dos mujeres jóvenes, una negra y una judía, se encadenaron frente al consulado italiano; carteles que decían “Dejad en paz a Etiopía” colgaban de su pecho. Un periódico local señaló que Chicago había negado la autorización a los organizadores con el pretexto de que “los negros en Chicago no tenían que preocuparse por lo que estaba sucediendo en Europa”. Para el gobierno de la ciudad, el internacionalismo negro era una amenaza más directa que la Italia fascista.
En agosto, veinte mil manifestantes blancos y negros desfilaron por Harlem cantando “¡Muerte al fascismo!” y “¡pueblos italiano y negro, uníos en un frente común contra la guerra!”. Los líderes sindicales, los comunistas, los panafricanistas, los sacerdotes y el rabino Michael Alpert pronunciaron sendos discursos ante la concentración de Harlem –días después de que un centenar de residentes negros e italianos y profascistas lucharan entre sí con armas caseras en las calles de Jersey City–. Miembros del Partido Comunista Negro de Harlem y el South Side de Chicago organizaron el Comité Conjunto para la Defensa de Etiopía, y el 31 de agosto de 1935, el coordinador comunista Harry Haywood desafió la violencia policial desenfrenada al liderar una serie de manifestaciones espontáneas que bloquearon el tráfico y quemaron la efigie de Mussolini. En sus memorias, Haywood escribió que “la defensa de Etiopía se había convertido en una lucha por las calles de Chicago”. Los trabajadores portuarios organizados por los comunistas se negaron a cargar barcos italianos. En la famosa y acertadamente llamada Iglesia Bautista Abisinia, Adam Clayton Powell recaudaba fondos para Etiopía mientras pronunciaba discursos apasionados en defensa de la resistencia del país al fascismo.
A pesar de estas conmovedoras muestras de solidaridad nacional, tan solo un estadounidense negro llegó a Etiopía. El 2 de mayo de 1935, el piloto John Robinson subió a un tren en Chicago: el primer tramo de un viaje de un mes con destino a Addis Abeba. A los veintinueve años Robinson ya era un pionero. Como le prohibieron asistir a la Escuela de Aviación Curtiss-Wright debido a su raza, trabajó como conserje de la escuela para poder asistir a las clases y después utilizó sus conocimientos para dirigir un grupo que construyó su propio avión. Gracias a esta hazaña se convirtió en el primer estudiante negro de la escuela. Robinson creó la Asociación de Pilotos Aéreos Challenger, que era un club de vuelo para negros, y después un campo de aviación para pilotos negros. Como se describe en la biografía que escribió Phillip Thomas Tucker, Father of the Tuskegee Airmen, John C. Robinson (Padre de los aviadores de Tuskegee, John C. Robinson), posteriormente convenció al Instituto Tuskegee para que abriera una escuela de aviación, donde planeaba trabajar de instructor.
Sin embargo, la rápida escalada de las guerras coloniales en África trastocó dichos planes. Comprometido con el panafricanismo, obsesionado con volar y disgustado con el abandono de un miembro de la Liga de las Naciones por parte de Europa, Robinson renunció a su carrera para presentarse a la convocatoria de técnicos cualificados que hizo el emperador Haile Selassie. “La Liga de las Naciones es, sencillamente, el engaño de otro hombre blanco”, escribió Robinson más tarde. “Los blancos siempre se mantendrán unidos cuando se trata de la cuestión del color”. En agosto, Selassie nombró a Robinson jefe de la Fuerza Aérea Imperial Etíope. Su flota constaba de once aviones y solo ocho de ellos podían volar.
“La habilidad [de Robinson] para pilotar ha electrizado a la población”, informó el New York Times después de que lo designaran para el puesto, pero el aviador se vio envuelto en una batalla contra el tiempo. Mientras entrenaba frenéticamente a un diminuto grupo de pilotos etíopes, Mussolini acumulaba trescientos mil soldados a lo largo de la frontera. Mientras Etiopía sufría un embargo de armas por parte de Gran Bretaña, Robinson reparaba, mendigaba e introducía de contrabando en el país una docena de aviones más durante el transcurso de la guerra. Irónicamente, la Alemania nazi suministró algunos armamentos a la monarquía de Selassie; querían distraer a Mussolini mientras se preparaban para el Anschluss (anexión) de Austria.
El 28 de septiembre, el día en que Haile Selassie movilizó al país, Etiopía tenía 13 aviones frente a los 595 de Italia, cuatro tanques frente a los 795 de Italia y rifles únicamente para armar a la mitad de sus combatientes. Etiopía no tenía fábricas de armas, nadie que le concediera préstamos y formaba parte de una Sociedad de Naciones comprometida de un modo retórico con su seguridad colectiva y que, en realidad, se encogió de hombros con desprecio ante la perspectiva del propio Anschluss de Etiopía. Desesperado, Selassie dio la orden: so pena de muerte, toda mujer sin un bebé y todo hombre o niño lo suficientemente mayor como para sostener una lanza debía dirigirse a Addis Abeba.
Un ensayo de la guerra total
El 3 de octubre, aviones de combate italianos comenzaron a bombardear la pequeña ciudad comercial etíope de Adua.
En dicha ciudad, en 1896, el emperador etíope Menelik II había diezmado en una ocasión al ejército invasor italiano; sin embargo, esta vez, Mussolini no hizo ninguna declaración formal de guerra. Los fascistas anunciaron su presencia con una matanza. Aviones italianos arrasaron un hospital y bombardearon a civiles mientras los combatientes etíopes disparaban inútilmente sus rifles hacia el cielo. “Vi a un escuadrón de soldados atónitos en la calle mirando a los aviones. Levantaban las espadas que asían con las manos”, le dijo Robinson a un corresponsal de guerra después de que lograra escapar por los pelos de Adua. Los fascistas estaban encantados con su matanza. “Esperaba grandes explosiones como las que se ven en las películas estadounidenses”, se quejó Vittorio Mussolini, uno de los hijos del líder fascista que participó en la batalla. “Las casitas de los abisinios no brindaban ninguna satisfacción a un bombardero”.
Dos años antes de que la Luftwaffe y la Aviazione Legionaria masacraran a mil seiscientos habitantes del pueblo español de Guernica, Italia inició un bombardeo aéreo rotundo contra civiles. En un lapso de treinta minutos, los aviones italianos lanzaron mil bombas sobre Dessie, la ciudad del norte a donde Selassie había trasladado su cuartel general. La Regia Aeronautica de Italia atacó a Etiopía sin pausa, en lo que Selassie llamó un intento de “exterminar al hombre y a la bestia”. Bombas incendiarias arrasaron pueblos y ganado de pastoreo. El gas mostaza cayó del cielo como una lluvia ardiente. El gas mostaza, que abrasa la piel humana causando insoportables ampollas químicas, está prohibido por los Convenios de Ginebra, pero España ya lo había empleado contra civiles marroquíes durante la rebelión del Rif en la década de 1920, y en Etiopía, Italia lo utilizó incluso contra hospitales de campaña de la Cruz Roja. Ataques con bombas incendiarias, blitzkrieg (guerra relámpago), agresiones con gas letal a civiles: las herramientas que los fascistas probaron contra los africanos pronto se emplearían, a una escala igualmente sangrienta, en Europa.
En Nueva York y Chicago se desataron nuevas protestas antifascistas. La policía dispersó a cien estudiantes universitarios de un piquete frente al consulado italiano de Nueva York. “¡Abajo el fascismo italiano!”, gritaban. En Harlem la policía disolvió una manifestación de cuatrocientas personas que calificaron de disturbios, en la que hirieron y arrestaron a un manifestante que ondeaba una bandera etíope. Organizaciones como la Asociación Panafricana de Reconstrucción y la Alianza Negra Mundial reclutaron a miles de hombres negros dispuestos a luchar. Las imágenes de la época muestran una enorme fila de residentes de Harlem, elegantemente vestidos con trajes y sombreros, inscribiéndose como voluntarios para Etiopía.
Sin embargo, debido a la injerencia diplomática de Washington, sus esfuerzos fueron en vano. Desesperado por alcanzar la postura de neutralidad de mediados de los años treinta ante la creciente amenaza fascista, el gobierno de Estados Unidos presionó a Selassie para que rechazara a posibles voluntarios, a quienes luego amenazó con la cárcel, multas y la pérdida de la ciudadanía. Además, debido a la macabra lógica del racismo institucional, muchos afroamericanos simplemente carecían de los medios financieros o documentos burocráticos para viajar a Etiopía; en Mississippi, por ejemplo, a algunos bebés negros ni siquiera se les otorgaba el certificado de nacimiento.
Aunque carecían de aviones, bombas y balas suficientes (muchos soldados recibieron solo sesenta que les debían durar toda la guerra), el ejército etíope mantuvo a raya a los italianos durante siete meses brutales. En aviones aptos solo para transportar suministros, Robinson evadió y a veces luchó contra elegantes aviones de combate italianos mientras transportaba provisiones y personal esencial. Sin embargo, en última instancia, la valentía no es rival para el gas y las bombas. El 30 de abril de 1936, con toda la Fuerza Aérea de Etiopía destruida y días después de la rendición, Robinson tomó uno de los últimos trenes que salían de Addis Abeba. Debajo de sus botas crujían panfletos que exigían que los líderes del gobierno de Addis Abeba se rindieran o verían su capital bombardeada.
Los pulmones de Robinson quedaron dañados por tres ataques de gas mostaza; su brazo mostraba las cicatrices de las balas italianas. Fue el único estadounidense que sirvió durante toda la Guerra italo-etíope. Cuando el barco de Robinson atracó en Nueva York, dos mil admiradores lo recibieron como a un héroe.
El fascismo en casa
El 30 de junio de 1936, el emperador Haile Selassie se presentó ante la Liga de las Naciones y les rogó a los países miembros que pusieran fin a su apaciguamiento ante el fascismo. “Hoy somos nosotros”, dicen que declaró mientras abandonaba el estrado, “mañana serás tú”. Dieciocho días después, los generales fascistas iniciaron una revuelta contra el gobierno electo de España.
Aquí no hay necesidad de describir los detalles de la guerra más mitificada de la historia moderna de las izquierdas, excepto señalar que, de los noventa negros estadounidenses que se ofrecieron como voluntarios para defender la asediada República española, muchos eran activistas veteranos defensores de Etiopía (una dinámica investigada por Robin DG Kelley en Race Rebels: Culture, Politics, and the Black Working Class).
En sus memorias From Mississippi to Madrid, James Yates, chófer de la Brigada Abraham Lincoln, describía cómo se distribuían folletos en contra de la guerra y se recogían donativos para los supervivientes de la guerra etíope. “Estaba más que preparado para ir a Etiopía”, escribió. Un personaje de un relato corto de Oscar Hunter, veterano de la Brigada de Lincoln, dio esta explicación a su decisión de luchar en España: “Esto no es Etiopía, pero servirá”. Junto con otras enfermeras de Harlem, Salaria Kea recaudó fondos para un hospital de campaña de setenta y cinco camas en Etiopía, y luego solicitó, sin éxito, unirse al ejército etíope. Al año siguiente, se embarcó rumbo a España como la única mujer negra de la Brigada Abraham Lincoln. Oliver Law, quizás el miembro más famoso de la Brigada, dirigió la campaña “Dejad en paz a Etiopía” que llevó a cabo el Partido Comunista de Chicago. Como organizador comunista negro, Law había sido un blanco frecuente de la notoria brutalidad de la policía de Chicago; en 1930 los policías lo enviaron al hospital después de detenerlo durante una protesta que había organizado en contra del desempleo. La policía arrestó a Law nuevamente semanas antes de que se fuera a España, esta vez porque habló en una manifestación en apoyo a Etiopía. En España, Law alcanzó el rango de capitán de la Brigada Abraham Lincoln: era la primera vez que un estadounidense negro comandaba una unidad mixta desde el punto de vista racial. Días después murió desangrado en el cerro del Mosquito (en Villaviciosa de Odón), fue herido de muerte mientras dirigía una carga contra los ejércitos de Franco.
La razón de que los estadounidenses negros reconocieran los peligros del fascismo en el extranjero anticipadamente fue que lo conocían demasiado bien en su formato estadounidense. Vieron a los camisas negras de Mussolini reflejados en las capuchas blancas del Klan y el hostigamiento de Hitler a los judíos reflejados en la violencia sistemática de Jim Crow. Mientras gran parte del mundo dormía, lucharon contra los fascistas en las calles de Jersey City, en el cielo etíope y en el barro del valle de Jarama.
Crawford Morgan, un veterano de la Brigada Abraham Lincoln, lo expresó de este modo: “Consciente de lo que el gobierno fascista italiano hizo a los etíopes, así como de la forma en que yo y el resto de los negros en este país hemos sido tratados desde que se implantara la esclavitud, pensé que tenía una idea bastante precisa de lo que era el fascismo… Tuve la oportunidad de combatirlo con balas y fui a combatirlo con balas. Si vuelvo a tener la oportunidad de combatirlo con balas nuevamente, volveré a combatirlo con balas”.
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Este artículo se publicó originalmente en The Baffler.
Traducción de Paloma Farré.