La zoonosis es el proceso mediante el cual los virus animales se transmiten a humanos. ¿Podría estar relacionada la actual pandemia de coronavirus con dicho fenómeno? No lo sabemos, pero tampoco es prudente descartar esta hipótesis. La pérdida de biodiversidad está detrás, sin duda, de la zoonosis y no es la primera vez que ha causado estragos en la historia de la humanidad. Según el arqueólogo neozelandés Lesley Montague Groube, después de hace unos 20.000 años se habría producido en el mundo una crisis de salud como consecuencia de dos factores coincidentes: el calentamiento del planeta y la cacería hasta la extinción de la megafauna. Esa extinción habría afectado, sobre todo, a los mamíferos cuyos predadores microbianos tuvieron que recurrir al hombre. Por primera vez nuestra existencia habría quedado amenazada.
En nuestros días parece repetirse lo mismo, pero a una escala desorbitada. La famosa primatóloga Jane Goodall ha sostenido en un reciente documental que el coronavirus es una “enfermedad zoonótica, en la que el virus ha saltado de un animal a un humano”, y que la causa de ello no es otra que la destrucción del medio ambiente provocada por la “idea loca” de un crecimiento ilimitado en un planeta con recursos limitados. Si algo puede seguirse de aquí, pues, es la necesidad de repensar nuestra relación con la naturaleza. En efecto, durante algún tiempo parece haberse creído que el mundo humano, la llamada antroposfera, constituye una región separada de la biosfera. Arrogante ilusión humana de la que sólo recién estamos despertando.
Pero el problema de la destrucción de la biodiversidad es sólo secundariamente un problema ecológico o sanitario. Se trata, ante todo, de un problema ontológico y teológico. ¿En qué sentido? La desaparición de cualquier especie supone siempre la pérdida de un ser que no fue creado por nosotros. Desde que el hombre es hombre ha medido siempre su humanidad frente a los dioses y los animales. Muerto Dios, la humanidad se queda dramáticamente sola al asesinar a las criaturas a las que ella misma tuvo que nombrar cuando aún caminaba por los senderos del Edén. ¿Qué prueba el desastre ecológico? Nuestra relación intrínsecamente violenta con el ser, por un lado, y la pérdida del misterio de la creación, por otro. Que el Papa Francisco se haya visto obligado a escribir sobre este tema en su encíclica Laudato si’, publicada el 18 de junio de 2015, más allá de una concesión al espíritu ecologista de nuestro tiempo, debería poder interpretarse como una toma de conciencia por parte de la Iglesia de la relevancia teológica de un problema que amenaza con acabar con toda forma de vida sobre la tierra.
No es la vida, sin embargo, sino el espíritu humano lo que está seriamente amenazado. Para Howard Gardner, el creador de la teoría de las inteligencias múltiples, la inteligencia naturalista es nada menos que una de las inteligencias esenciales para la supervivencia del ser humano. En virtud de ésta nuestra especie habría conseguido identificar los aspectos vinculados al entorno, como por ejemplo las especies animales y vegetales o fenómenos relacionados con el clima y la geografía. La desaparición de la biodiversidad debe traer aparejada necesariamente la merma de la inteligencia naturalista, con independencia de que ésta también pueda prosperar en entornos donde no hay más que construcciones humanas. Nadie acaso como el novelista Miguel Delibes para describir los efectos de la pérdida de nuestra ancestral sabiduría del campo: “Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo -pensaba el Mochuelo- y, a fin de cuentas, habrá quién, al cabo de catorce años de estudio no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón”.
Que la naturaleza es necesaria, por lo demás, para la vida lo sabía bien el neurólogo estadounidense Oliver Sacks, fallecido en 2015, para quien sus efectos “sobre la salud no son solo espirituales y emocionales, sino también físicos y neurológicos”. Y lo sabía también el autor del libro Los últimos niños del bosque, Richard Louv, quien ha acuñado el término “trastorno por déficit de naturaleza”. Una catástrofe neurológica a escala mundial se cierne sobre la humanidad. Estoy seguro de que la misma no sólo tiene que ver con los efectos, aún por pensar, de la vida digital, sino con la aniquilación de los seres vivos. Y es que la pasión por la vida sólo puede nacer de la contemplación de sora nostra matre Terra, como canta Francisco de Asís en su Cantico delle creature. La misma pasión que sentía el biólogo Ernst Mayr a sus 93 años y que él consideraba la clave de la vitalidad: “El ingrediente más importante es la fascinación ejercida por las maravillas de los seres vivos”.