Lo que hay que explicar en España no es el auge de la extrema derecha de Vox, sino lo que impidió que se activara antes. Es decir, el crecimiento de la extrema derecha en épocas de crisis es casi una obviedad, una especie de automatismo que no requiere un gran esfuerzo de pensamiento. Es exactamente lo que está pasando desde la crisis de 2008 en toda Europa: Francia, Alemania, Inglaterra, Grecia, Hungría, Italia, Suecia, Dinamarca… Se impone lo normal, lo evidente. Sin embargo, en España la extrema derecha no hizo su aparición hasta 2018. Lo que hay que pensar es el cortafuegos. Lo que hay que pensar es el milagro. Lo que hay que pensar es la excepción. En España se llamó 15M.
El 15M fue, más que un movimiento social, un nuevo clima social que desbordaba por todos lados los límites típicos de la movilización clásica. Recogió todo el malestar que dejaba a su paso la gestión neoliberal de la crisis económica que empezó en 2008 -los “sacrificios” exigidos a los de abajo como receta de recuperación- y lo convirtió en energía de transformación. Ese fue su mejor gesto, casi alquímico: acoger la energía del malestar social, que se vivía hasta el momento en soledad e impotencia, y convertirla en la energía alegre y desafiante de la potencia colectiva, de la cooperación, del vínculo social. A través de las plazas como lugar de encuentro, del estar-juntos, del acompañamiento mutuo, de la “complicidad afectuosa entre los cuerpos” que dice Franco Berardi, Bifo.
La irrupción de Vox como tercera fuerza política en las elecciones de noviebre 2019 evidencia que la crisis sigue siendo, aunque en otra modalidad e intensidad distinta a 2008, la descripción que mejor describe la situación política y la vida social. Crisis no sólo económica, sino también de referencias y fidelidades, de creencias y valores. Una crisis cultural, en el sentido antropológico de “formas de vida”, muy profunda. La novedad sería que, mientras que el malestar de la crisis se activó primero en el 15M y en el voto a Podemos o las confluencias municipalistas (Ada Colau, Manuela Carmena), ahora se estaría desplazando muy hacia la derecha. El malestar de la crisis es una energía ambivalente y ahora es la extrema derecha la que parece llevar la iniciativa de su elaboración.
Tras la aparición de Vox, se han podido leer por aquí y por allá comentarios que consideraban refutada la idea de que el 15M había supuesto en España un “cortafuegos” del ascenso general de la extrema derecha que vemos en toda Europa. Es un error gravísimo. El 15M supuso verdaderamente un antídoto de la derechización -canalizando el malestar hacia arriba (políticos y banqueros) y no hacia abajo (migrantes, pobres)-, pero no se puede pensar como una vacuna milagrosa, eterna y que funcionase de una vez por todas. Había que renovarla, actualizarla, para mantener vivos sus efectos. Y eso es lo que no ha ocurrido.
El 15M ya fue, es agua pasada. Lo que venga como nueva politización se llamará de otro modo y tendrá otra forma. Pero es muy importante entender bien qué fue. Es decir, qué fue lo que durante los peores años de la crisis neutralizó el virus fascistizante.
Resumiendo mucho, podríamos decir que el 15M fue 1) una dinámica de autoorganización popular. Es decir, no un movimiento referido a un sujeto preconstituido (la clase obrera, etc.), sino un proceso de “creación de pueblo”. Porque es la acción colectiva la crea un pueblo y no al revés. Un pueblo es un proceso que se hace, como en el tejido de un patchwork se van añadiendo nuevos fragmentos a la tela. Por ejemplo, en las plazas del 15M no había prácticamente inmigrantes, pero estos se unieron más tarde al movimiento a través de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y la politización del problema de los desahucios. Un “pueblo” no es un efecto discursivo o semiótico, como le gusta pensar a los teóricos de la hegemonía vía Laclau, sino un tejido de vínculos, de encuentros, de afectos. Un común sensible, no un significante vacío.
Y el 15M fue 2) un efecto de re-sensibilización social. Donde la crisis ponía en el centro la victimización, el resentimiento, la competencia y el sálvese quien pueda, el 15M puso la activación social, el empoderamiento, la empatía y la solidaridad. El otro, lejos de convertirse en obstáculo o enemigo, se volvía un cómplice para la acción transformadora. Más que un común ideológico, un común sensible en el cual se sentía como algo propio y cercano lo que les sucedía a otros desconocidos. Una nueva manera de decir “nosotros”, abierta e incluyente a cualquiera que estuviese indignado con la situación presente de precariedad generalizada y ausencia de democracia.
El asalto institucional
El “asalto institucional” de Podemos y las confluencias municipales quería trasladar al poder político -blindado y sordo a los movimientos de la calle- algunas de las demandas y de las nuevas claves nacidas durante el 15M. Sin duda fue una muy buena idea. Sin embargo, durante el proceso se rompió la tensión productiva entre intervención política e intervención social. La disputa en el campo social –que es precisamente donde se “crea pueblo” y donde se modulan los afectos colectivos- se abandona en favor de la conquista del Estado, dejando así el terreno libre a las estrategias derechistas mediáticas y de intervención sobre los territorios de vida.
La desactivación del “cortafuegos” 15M -los lazos de acción colectiva, apoyo mutuo, empatía y solidaridad- deja el paso libre a los virus que siempre están ahí durante una crisis económica y social: el miedo, el aislamiento, la amargura, la victimización, el resentimiento, la agresividad, la búsqueda de chivos expiatorios. De esa “pasionalidad oscura” -como llama Diego Sztulwark al clasismo, el racismo y el rechazo de la diferencia- se alimenta actualmente el desplazamiento hacia la derecha extrema y la extrema derecha. La derechización es antes un fenómeno libidinal y afectivo que político o ideológico. Un endurecimiento de la percepción y de la sensibilidad.
Se habla del efecto multiplicador que han tenido los medios de comunicación en la aparición de Vox, sirviéndole de agente de transmisión, de resonador. Con toda seguridad es cierto. Pero los medios de comunicación no pueden imponer a la sociedad lo que quieren siempre que quieren. Por ejemplo, era imposible que en un clima social como el creado por el 15M prendiese la idea de que la salida de la crisis pasaba por el rechazo de los migrantes o el endurecimiento del orden. Es en el debilitamiento del clima social generado por el 15M donde calan esas ideas.
Ese clima afectivo del 15M se ha retirado o adormecido, debilitada en buena medida por una “verticalización” de la atención y el deseo, depositados y delegados durante el “asalto institucional” en la promesa electoral de la nueva política. Cautivados por los estímulos que venían de arriba (tele, dirigentes, partidos), descuidando mientras lo que sucedía a nuestro alrededor, el clima cambió.
Nueva Política
En estos últimos tiempos no sólo hemos visto cómo sube Vox, sino cómo baja Unidas Podemos. Ha perdido la mitad de sus apoyos y de sus escaños. ¿De qué nos habla esto? De la decepción y el desencanto que ha generado en un cortísimo lapso de tiempo la Nueva Política.
El asalto institucional se hizo cargo en determinado momento de una cantidad enorme de energía que venía del 15M: ilusión, esperanza, deseo. Pero hemos visto cómo ha disminuido conforme la nueva política se iba asimilando a la vieja en sus formas de hacer: personalismo extremo, opacidad en la toma de decisiones, lógica de bandos y camarillas, voluntad de poder por encima de todo, relaciones instrumentales, un canibalismo interno pocas veces visto en un partido…
La Nueva Política ha generado en ese sentido una despolitización -desafección, desestímulo, decepción y desencanto- y en el vacío de esa despolitización crece la derechización social.
Catalunya
Según muchos observadores y analistas, ha sido el conflicto en Catalunya lo que ha “despertado el fascismo” en el resto de España. Me parece más bien que ha sido la forma que ha tomado finalmente ese conflicto. ¿Qué quiero decir?
Hay que pensar distinto el desafío independentista. Allí donde todo el mundo ve un asunto identitario o nacional, podemos ver también otra expresión más -ambigüa, difusa, impura- de rechazo al sistema político español y su gestión, autoritaria y neoliberal, de la crisis. Pero la lógica de la representación ha conseguido codificarlo enteramente como una pelea entre dos nacionalismos, excitando así el anticatalanismo histórico latente en toda España. Ha habido una incapacidad (dentro y fuera de Catalunya) por encontrar los modos de hacer ver la complejidad del procés y plantear un conflicto distinto e invitador para las gentes (muchas, muchísimas) que comparten el mismo rechazo fuera de Catalunya. Lo que era “común” -el malestar de las vidas en crisis y el rechazo del neoliberalismo- se rompe y se pierde al articularse en clave nacionalista.
Despolitizarse para repolitizarse
Ni canalización institucional del malestar, ni canalización identitaria del malestar. La repolitización que viene -mejor dicho: que ya está viniendo, con los movimientos de pensionistas, ecologistas o de mujeres- tiene que pasar primero por una despolitización. Una despolitización positiva, un proceso activo en el que hacernos una “limpia” de una cantidad de creencias y hábitos que hemos adquirido durante la etapa del asalto institucional. Por ejemplo:
- la idea de que la sociedad se cambia desde arriba, tomando los lugares del Estado. Cuando ni siquiera las mejoras sociales, si son algo meramente otorgado y no van acompañadas de procesos de subjetivación colectivos (debate, politización, comprensión crítica, otros valores…), contribuyen necesariamente al cambio social.
- la idea de que se puede y se debe subordinar todo a la “victoria” y la “eficacia electoral”: la discusión colectiva, las relaciones de igualdad, la democracia de los procesos, la pluralidad, el valor de la pregunta y la crítica, etc. Hemos podido verificar en muy poco tiempo que se puede perfectamente “ganar pero perder”: ganar poder y elecciones, pero perder todos los ingredientes del cambio social por el camino al disociar los medios y los fines.
Se trata de hacer de la desafección y la decepción con respecto a la Nueva Política y al nacionalismo catalán un aprendizaje y un nuevo punto de partida. La ocasión para un cambio y un viraje.
Disputar el campo social de fuerzas
El filósofo Michel Foucault nos propuso cambiar radicalmente nuestra concepción del poder: en lugar de verlo como algo que “baja” desde algunos lugares privilegiados (Estado, instituciones), nos invitó a pensarlo como un “campo social de fuerzas”. El poder viene de todos lados y se juega cotidianamente en millares de relaciones que configuran nuestra manera de entender la educación, la salud, la sexualidad o el trabajo.
Las leyes o el poder político no vienen primero, no son los resortes del cambio social, no son su causa, sino justamente los efectos de la disputa en ese campo social de fuerzas. Pensemos en los movimientos obreros, de mujeres, de homosexuales o de minorías étnicas: primero se dieron procesos profundos de transformación de la percepción, los afectos y los comportamientos sociales, que más tarde se registrarían a nivel legislativo o institucional.
Lejos de ser una mirada pesimista (“el poder está en todos lados”), la mirada de Foucault tiene implicaciones muy positivas: el cambio social está al alcance de todos, se juega en la vida cotidiana de cualquiera, nuestros gestos, decisiones y relaciones cotidianas cuentan y mucho.
Es la disputa en ese “campo social de fuerzas” lo que hemos abandonado en buena medida, dejando vía libre al miedo, el aislamiento, la victimización y todas las pasiones tristes de la que se alimentan las viejas y nuevas derechas.
En este “periodo oscuro” que se abre, en el cual el malestar social antisistema es canalizado por derecha, no se trata simplemente de encontrar otra “política comunicativa” (guiños, gestos, signos) mediante la cual hablar a los votantes potenciales de la derecha y la extrema derecha y convencerlos de votar a los partidos de izquierda o progresistas. Así seguimos reduciendo la política a “comunicación electoral”. La derecha y la extrema derecha crecen, no porque tengan una política comunicativa mejor, sino porque son capaces de producir un tipo de subjetividad (creencia, valores, afectos) con las cuales sintoniza luego su mensaje electoral.
La pelea por la hegemonía social se disputa en los territorios de vida, en todos los entornos laborales, locales y familiares en los que hacemos experiencia, en los lugares cotidianos donde se configura nuestra manera de ver y sentir el mundo.
No se trata necesariamente de abandonar la intervención en la esfera de la representación, pero sí de complejizarla y repensar-rehacer su engarce con la intervención en la vida social. Porque es ahí se juega donde se decide de qué lado va a caer el malestar ambivalente de la crisis, donde se crea pueblo, se modulan los afectos colectivos y se cambian las cosas.