El estallido Caracazo, el sacudón del “día en que el pueblo bajó de los cerros”, la primera rebelión popular contra el neoliberalismo que acontece en el mundo, es la reacción de pueblo históricamente virtuoso, rebelde y libertario: ante un paquete de políticas económicas antipopulares por orden del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Los niveles de descomposición a los cuales había llegado, para ese entonces, el capitalismo dependiente venezolano eran escandalosos, el modelo rentista petrolero que lo pudo sostener por casi 90 años daba muestras de franco agotamiento; presentaba un cuadro convulsivo muy agravado por la aplicación, a troche y moche, del dogma neoliberal ordenado desde los centros mundiales del capitalismo globalizado imperialista.
Debemos destacar que el gobierno de Carlos Andrés Pérez sí era en verdad un gobierno neoliberal, que se conformó solo para ser controlado por agentes al servicio del Consenso de Washington, basta con recordar al Miguel “Paquetico” Rodríguez, jefe de su equipo económico. Como se sabe, el Consenso de Washington hace referencia a los temas relacionados con los llamados ajustes estructurales que se imponían desde el Banco Mundial, el FMI y el Banco Interamericano de desarrollo (BID), bajo el supuesto de resolver la crisis de la deuda de América Latina.
El mencionado Consenso elaboró hasta un decálogo (algo así como un credo) para su documento doctrinario titulado What Washington Means by Policy Reform, el cual era seguido a pies juntillas por los gobiernos que se prosternaron, sin dignidad alguna, ante los dictámenes de la Casa Blanca. Ese decálogo neoliberal ordenaba desmantelar lo que los ideólogos neoliberales llamaron el Estado benefactor, en otras palabras, la orden era acabar con todas las políticas sociales y los derechos laborales conquistados con tantas luchas por los pueblos, privatizar etc., y sobre los escombros construir un estado mínimo que solo le sirviera a los intereses del capital privado, que permitiera actuar, sin trabas, a la venerada “mano invisible del mercado” que supuestamente todo lo regula en economía.
Las élites dominantes del continente previamente habían desarrollado una intensa campaña ideologizante, usando todo el poder de sus medios, con la intención de condicionar a los pueblos para que aceptaran, pasivamente, la nueva forma de dominación global del imperio estadounidense.
A finales década de los años 80 del siglo XX, en un país donde Estados Unidos no aplicaba sanciones ni bloqueo, se configuró el siguiente cuadro: En 1983 el precio del barril de petróleo llegó a 26 dólares -en 1979 estaba en 40- eso ocasionó el Viernes Negro, 18 de febrero de 1983, cuando se suspendió la libre compra y venta de divisas desatando la especulación y la gigantesca fuga de capitales al exterior. Entre 1983 y 1989 el bolívar se devaluó 13.000% con respecto al dólar. La deuda externa era más de 30 mil millones de dólares.
En 1989, según Cordiplan, el 65,5% de los hogares venezolanos estaban en condiciones de pobreza, aunque organizaciones con estudios muy serios, como Fundacredesa, estimaban 80%, pero con el agravante del 47.5% de la población sumergida en la pobreza crítica o atroz; es decir, por debajo de los niveles de subsistencia.
Con El Caracazo el país pudo ver dentro de las “vitrinas rotas” (Caldera dixit), por la furia popular, la verdadera naturaleza del modelo liberal burgués -democracia representativa- instaurado por el pacto corrupto de élites llamado Puntofijo. Aquel Gobierno adeco no dudó en utilizar a las Fuerzas Armadas de entonces y a los cuerpos policiales para masacrar al pueblo, fueron miles las víctimas fatales sepultadas en fosas comunes, como la terriblemente recordada “La Peste”.
El Caracazo marcó un antes y un después, el pueblo pudo recuperarse y elevar su moral combativa, se planteó objetivos superiores como desde entonces lo viene haciendo en Revolución Bolivariana y Chavista.