Por Kirill Kallinikov
Durante siglos, el gran sueño de las potencias occidentales ha sido encontrar la forma de debilitar y desmembrar el territorio ruso.
Esta constante geopolítica parte de la idea de que los recursos, el territorio y el poder acumulados por Rusia a lo largo de su historia constituyen una amenaza directa para los proyectos de dominación mundial de Occidente.
Desde mediados del siglo XIX, estos proyectos han estado encabezados por potencias europeas como el Reino Unido, Francia, Alemania y, a partir del siglo XX, EEUU. En realidad, siempre ha existido cierto malestar por el hecho de que Rusia (ya sea en forma de Imperio ruso o como núcleo decisorio dentro de la Unión Soviética) constituya una «potencia fundamental» en el sistema internacional. Ahora, al menos desde principios del siglo XVIII, tras la victoria en la gran guerra del Norte (1700-1721) contra Suecia, los rusos adquirieron una importancia innegable en la resolución y conducción de los asuntos europeos.
A su vez, en el siglo XIX, con la victoria sobre las fuerzas napoleónicas, Rusia fue apodada el «gendarme de Europa», lo que representó la principal potencia terrestre del continente. En efecto, los países europeos vieron desde entonces con aprensión las capacidades acumuladas por el Imperio ruso, cuyo territorio y fuerzas militares parecían superiores a los recursos combinados de todas las demás potencias europeas.
Con ello, la valoración (sobre todo por parte de los británicos) fue que Moscú representaba una amenaza que había que detener, y que la expansión de su influencia regional y continental tendría que ser combatida a toda costa. A partir de ese momento, empezaron a formularse ideas sobre la necesidad de debilitar a Rusia y, en el mejor de los casos, lograr el deseado desmantelamiento de su gigantesco territorio.
Fuente Sputnik Mundo
Kremlin de Moscú, 1920. Reproducido el 28 de mayo, 2023
Este tipo de pensamiento geopolítico, que tomó forma sobre todo en la Cancillería británica del siglo XIX, fue heredado posteriormente por importantes responsables políticos de EEUU que, con el final de la Guerra Fría, anhelaba un eventual desmoronamiento de Rusia, como le había ocurrido a la Unión Soviética en 1991.
No es de extrañar, por tanto, que el exconsejero de Seguridad Nacional estadounidense Zbigniew Brzezinski, un auténtico arquitecto del caos, opinara en un artículo escrito en 1997 para Foreign Affairs que Rusia debería descentralizarse políticamente, transformándose en una confederación laxa compuesta por tres grandes repúblicas: Europea, Siberiana y del Extremo Oriente. Brzezinski indicaba entre líneas que, con esta división, podría lograrse finalmente el deseado desmembramiento futuro de Rusia.
Para él, uno de los escenarios más peligrosos para el dominio global estadounidense era precisamente la (re)aparición de potencias importantes en el sistema, con un talante verdaderamente «antihegemónico» y capaces de influir en otros Estados en la misma dirección. Ciertamente, para Brzezinski, una Rusia segura de sí misma e integrada territorialmente podría representar exactamente este tipo de amenaza.
En particular, más allá de las especulaciones de Brzezinski, las predicciones sobre la inminente desintegración de Rusia eran bastante populares en algunos círculos académicos occidentales a principios de la década de 2000. A principios de esa década, por ejemplo, un informe de la CIA predijo que, si se mantenían las tendencias observadas durante la década de 1990, en 2015 la Federación Rusa estaría dividida en ocho Estados independientes.
El Club Bilderberg (que reúne a especialistas en industria, finanzas, educación y medios de comunicación de las élites europeas y norteamericanas) llegó a debatir un proyecto para dividir Rusia en diferentes zonas de control, en las que el centro y Siberia estarían bajo control estadounidense; el noroeste del país, bajo control alemán; el sur, bajo control turco, y las regiones del Volga y el Extremo Oriente, bajo la tutela japonesa.
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Si volvemos la mirada por un momento al siglo XX, también encontramos a menudo interpretaciones según las cuales cuanto mayor es el territorio de un Estado, mayor es su seguridad frente a ataques extranjeros. El propio Adolf Hitler, que invadió la Unión Soviética en 1941 causando su propia desgracia, creía que el tamaño de un Estado era un factor disuasorio frente a los ataques extranjeros. Esto se debía, según él, a que cuanto más grande era un Estado, más difícil sería subyugarlo, ya que derrotarlo solo sería posible a costa de duros combates.
Sea como fuere, a finales de la década de 1990 y principios de la de 2000, parte de las élites occidentales vieron otra oportunidad de ver cumplido su sueño de desmembrar a Rusia, como consecuencia del recrudecimiento de las actividades de los grupos separatistas en Chechenia. Con el apoyo tácito de las potencias occidentales, estos grupos (que no representaban a las poblaciones locales) empezaron a perpetrar una serie de atentados terroristas por todo el país, con el objetivo de formar una república independiente en el sur de Rusia.
En este contexto, Vladímir Putin —como nuevo presidente ruso— desempeñó un papel activo en la aprobación y puesta en marcha de la Segunda Guerra de Chechenia, que, con un gran coste, acabó derrotando a los terroristas en el Cáucaso y recuperando finalmente el control central sobre la región. Fue el fin de las tendencias centrífugas que experimentó Moscú sobre todo durante la década de 1990. Putin comprendió el papel de Occidente y su actuación «entre bastidores» a la hora de azuzar las aspiraciones separatistas de aquellos grupos chechenos, ya que la intención era utilizarlos precisamente para lograr el tan soñado desmembramiento y debilitamiento de Rusia.
En resumen, ya sea mediante las invasiones teutónicas en el siglo XIII, las invasiones francesas y alemanas en los siglos XIX y XX o mediante el terrorismo internacional en el siglo XXI, se mantiene una constante: el deseo de Occidente de desmembrar el territorio ruso. Pero, por desgracia para las potencias occidentales, los rusos siempre han estado dispuestos a defender su independencia política, su soberanía y su integridad territorial. Por lo tanto, el sueño occidental de destruir a Rusia seguirá siendo solo un sueño. Mientras tanto, la afirmación del país euroasiático en el mundo sigue siendo la peor de sus pesadillas.