Lo que tenemos que preguntarnos si queremos defender la democracia es qué hacemos con los periodistas y jueces corruptos que nos han traído hasta aquí. Necesitamos medios y partidos que se atrevan a mirar a este problema a la cara o, más pronto que tarde, el golpe definitivo tendrá éxito
España vive estos días un terremoto político. Después de que los sectores reaccionarios del poder político, mediático y judicial hayan pasado prácticamente una década ensayando la operativa golpista del lawfare contra Podemos, contra los independentistas y también contra el activismo social, habiendo comprobado a lo largo de estos años que pueden hacerlo con total impunidad, han decidido conquistar nuevos territorios poniendo en su punto de mira nada menos que a la familia del presidente del Gobierno.
Aunque, de momento, Pedro Sánchez y su mujer apenas han vivido una pequeña fracción de todo lo que tuvieron que experimentar en su propia piel Pablo Iglesias, Irene Montero, Mónica Oltra y otros muchos dirigentes de la izquierda, aunque ningún dirigente del PSOE y tampoco ningún familiar del presidente hayan sido todavía encarcelados o se hayan tenido que exiliar, acusados de gravísimos delitos que llegan hasta el terrorismo, aunque Sánchez esté comprobando —en primera persona y durante los últimos meses— apenas los primeros pasos de la tremenda violencia que es capaz de ejercer el bloque reaccionario cuando activa de forma sincronizada a sus brazos parlamentario, judicial y mediático, el hecho de que se haya cruzado claramente la línea roja de la familia —algo que el bipartidismo tradicionalmente había mantenido mutuamente a resguardo— ha motivado, aparentemente, la publicación de una carta abierta a la ciudadanía y firmada por el presidente en la que se toma cinco días de reflexión hasta el lunes 29 para valorar si «todo esto vale la pena», es decir, para valorar si continúa en la Moncloa o ejecuta algún tipo de trayectoria de salida todavía por definir.
Como es normal, semejante bomba política y comunicativa ha ocupado la práctica totalidad del debate público desde que Sánchez publicó la carta en la red social X y se han publicado infinidad de análisis, de opiniones y de predicciones respecto de cuál de todos los posibles escenarios futuros será el que el presidente decida activar el lunes: si la moción de confianza, si la repetición electoral, si la dimisión. Y, atravesando a todos ellos, la pregunta de si Pedro Sánchez seguirá adelante o abandonará su actual carrera política para surcar otros mares.
Es natural que la posible salida del que ha sido el líder del PSOE y uno de los principales protagonistas de la política española en la última década se constituya en una de las incógnitas más importantes en estos días. Pero sería enormemente irresponsable que el debate empiece y se acabe ahí.
Es obvio que, en el siglo XXI, los liderazgos personales son uno de los ingredientes fundamentales de la política. Pero, si aceptamos que la causa de que el presidente de la cuarta economía de la Zona Euro pueda poner fin a su carrera política es una cacería con forma de lawfare contra su persona y sus seres queridos, entonces cualquier demócrata está obligado a preguntarse también qué se debe hacer para desterrar de una vez por todas y de forma definitiva este tipo de violencia golpista de nuestro sistema democrático. Y no solo preguntarse qué se debe hacer sino también comprometerse a hacerlo.
Es natural que la posible salida del que ha sido el líder del PSOE y uno de los principales protagonistas de la política española en la última década se constituya en una de las incógnitas más importantes en estos días
Si aceptamos, como afirma Pedro Sánchez, que la operativa del lawfare es la que ha puesto en jaque la continuidad misma de su persona al frente del gobierno de España, entonces, no tendría justificación ninguna que no hiciéramos nada para acabar con el lawfare, tanto si Sánchez se queda como si se va.
En cualquiera de los dos casos, el no cambiar la ley para arrebatar al PP su mayoría de bloqueo en la renovación del CGPJ, el no llevar a cabo reformas profundas en el sistema de justicia para que los magistrados que bordean la prevaricación no gocen de impunidad, el no aprobar una ley de medios que impida el control de la información —y de la desinformación— por parte de los grandes poderes económicos que quieren que ganen todas las elecciones la derecha y la extrema derecha cueste lo que cueste, el no tomar medidas contundentes contra los bulos, las noticias falsas y la propagación de odio en los grandes medios de comunicación, el no hacer todo esto —independientemente de cuál sea el desenlace de estos días vertiginosos— es tanto como aceptar que lo que ha llevado a Pedro Sánchez al borde del precipicio puede perfectamente volver a pasar al día siguiente, a la semana siguiente, al mes siguiente, con cualquier otro líder político que no esté al frente del PP o de VOX.
Es entendible que la ciudadanía y los periodistas se pregunten estos días si Sánchez se queda o se va. Pero esa no es la pregunta más importante. Lo que en realidad tenemos que preguntarnos si queremos defender la democracia es qué hacemos con los periodistas corruptos y con los jueces corruptos que nos han traído hasta esta situación. Necesitamos medios de comunicación y partidos políticos que se atrevan a mirar a este gravísimo problema a la cara o, más pronto que tarde, el golpe definitivo tendrá éxito.
Abril, 2024