¿Puede prescindir la socialdemocracia de los trabajadores? Esta pregunta habría sido impensable hace unas décadas. En la actualidad, refleja el principal reto al que se enfrentan los partidos de centroizquierda en todo el mundo.
En Estados Unidos, aunque el Partido Demócrata ha virado hacia posturas progresistas en política nacional, cuenta con menos apoyo de la clase trabajadora que nunca. Tanto las encuestas del Center for Working-Class Politics que utilizan datos ocupacionales como las encuestas a pie de urna de la CNN que utilizan la educación como indicador de clase (un marcador impreciso pero útil) muestran una distancia cada vez mayor entre los demócratas y los trabajadores. En 2020, Biden perdió entre los votantes sin estudios universitarios por 4 puntos. En las elecciones de 2024, Harris los perdió por 14.
El cambio en el atractivo del partido es evidente incluso entre los trabajadores sindicalizados. En 1992 favorecieron a Bill Clinton por 30 puntos. Donald Trump se acercó a 19 puntos en 2020 y redujo la diferencia a tan solo 8 puntos este año.
Dinámicas similares están en juego en todo el mundo capitalista avanzado, como en Alemania, donde el partido de izquierdas Die Linke pasó de recibir casi un tercio de los votos en los estados industriales del este del país en 2019 a apenas alcanzar a registrarse como fuerza electoral este año. Del mismo modo, aunque continúa en el poder, la tendencia del Partido Socialdemócrata es perder apoyo entre los trabajadores, que se sienten cada vez más atraídos por los llamamientos de extrema derecha de Alternativa para Alemania: la AfD se convirtió recientemente en el grupo más grande en el parlamento estatal de Turingia.
Durante décadas, quienes siguen comprometidos con un programa socialdemócrata tradicional han respondido a esta crisis de apoyo con una combinación de minimización del problema, búsqueda de sustitutos para los votantes de clase trabajadora perdidos e intentos de volver a captar a su antigua base moviéndose hacia la derecha en cuestiones sociales. Hasta ahora, ninguna de esas respuestas ha resultado satisfactoria.
Los primeros días
Para entender el alejamiento de los partidos socialdemócratas de los trabajadores, debemos remontarnos a los orígenes de estas organizaciones. Con la aparición de una clase obrera masiva en el siglo XIX, los trabajadores empezaron a buscar representación política y económica. Dado que los capitalistas detentaban el poder político y económico, los trabajadores necesitaban organizaciones que persiguieran sus intereses colectivos. Los partidos socialdemócratas se convirtieron en la expresión política de los intereses de la clase obrera en la sociedad en general, y los sindicatos persiguieron esos intereses en el terreno de la producción. No importaba si esos órganos eran representantes efectivos o si también estaban poblados por campesinos, artesanos y otros sectores que difícilmente podían considerarse parte de la clase obrera industrial; eran inseparables de su base social básica.
Una política de izquierda arraigada en torno a estos partidos y sindicatos obreros y un conjunto de reivindicaciones igualitarias fueron la norma durante siglo y medio. Esta política no representaba en absoluto un movimiento unificado; las fracturas y escisiones —entre la socialdemocracia de preguerra y el anarquismo, entre la socialdemocracia de posguerra y el comunismo— fueron habituales. Pero cualquier competencia dentro de la izquierda era siempre por la lealtad de la misma gente.
En ciudades como Manchester o Turín, la gente vivía apiñada en barrios y trabajaba en fábricas densamente pobladas, en cierta manera obligada por el propio capitalismo a establecer, si no siempre lazos de solidaridad, al menos de comunidad. Como era de esperarse, votaban mayoritariamente a partidos de izquierda. El trabajo de los militantes revolucionarios consistía en convencer a los trabajadores ya comprometidos con una vía lenta hacia el socialismo para que la reemplazaran por una vía urgente.
Es un punto de partida irrisoriamente fácil comparado con la situación en la que nos encontramos en la actualidad, cuando la clase obrera parece más fragmentada que nunca y menos atraída por la política igualitaria. En 1885, William Morris escribió que, aunque los trabajadores sabían que eran una clase, los socialistas tenían que convencerlos de que «debían ser sociedad», una fuerza capaz no solo de existir dentro de una economía, sino también de controlar el futuro de esa economía. Ahora, los socialistas debemos esforzarnos por defender también la parte de la clase.
La socialdemocracia en guerra contra sí misma
¿Cómo hemos llegado a este punto? Hace casi medio siglo, el historiador británico Eric Hobsbawm se preguntaba si «la marcha hacia adelante del trabajo y del movimiento obrero» se había detenido, y el teórico francés André Gorz declaraba que la clase obrera había muerto como agente social. Teniendo en cuenta la profundidad de la división de clases en la actualidad, esas declaraciones previas parecen tan clarividentes como prematuras.
Los cambios incipientes que Hobsbawm y Gorz detectaron tenían raíces tanto económicas como sociológicas. Los logros de la socialdemocracia de posguerra (y los de su contrapartida estadounidense, el New Deal) se basaron en una expansión económica que favoreció tanto a los trabajadores como al capital. Cuando el crecimiento se ralentizó en la década de 1970, las demandas de los trabajadores que los capitalistas habían soportado anteriormente con el objetivo de mantener la paz les parecieron económicamente insostenibles. En este nuevo entorno, los sindicatos y los partidos políticos en retirada tenían menos que ofrecer a los trabajadores por su participación.
Al mismo tiempo, los propios trabajadores estaban cambiando rápidamente. La automatización y la competencia mundial provocaron un desplazamiento del empleo fordista en los sectores industriales al trabajo en las industrias productoras de servicios. Mientras tanto, la inmigración masiva diversificó aún más la clase trabajadora desde el punto de vista étnico.
La clase trabajadora nunca había sido una entidad estática, sino más bien un grupo de personas que dependían de los salarios de los empleos creados por un sistema capitalista en perpetuo estado de cambio y recomposición. Pero las décadas de 1970 y 1980 fueron un periodo de transformación especialmente rápida, y lo que realmente lo distinguió fue la sorprendente respuesta de los partidos apoyados por los trabajadores.
Las formaciones socialdemócratas se enfrentaron a las crisis económicas capitalistas de aquellos días buscando una solución en su propia base. Su rumbo definitivo estaba condicionado por la realidad básica y universalmente comprendida de que el crecimiento económico bajo el capitalismo se basaba en la creencia de los capitalistas de que podían invertir de forma rentable. La clase obrera solo existía gracias a las empresas privadas, y los trabajadores estaban atrapados tanto en un inexorable conflicto de clase con sus empleadores como en un estado de dependencia respecto de ellos. Del mismo modo, los Estados redistributivos que habían votado dependían de los impuestos para mantenerse. ¿Qué se podía hacer cuando los capitalistas exigían cambios estructurales antes de reanudar la inversión?
Al principio, la crisis de estanflación tomó por sorpresa a la centroizquierda. Pensando que habían abolido el ciclo económico mediante la intervención estatal, los viejos partidos de la Segunda Internacional marxista olvidaron un principio marxista básico: que las contradicciones del capitalismo y su tendencia a la crisis no podían resolverse dentro del sistema. Cuando las dificultades económicas demostraron ser algo más que un efecto transitorio de la crisis del petróleo de 1973, los socialdemócratas quedaron desamparados. Sin la voluntad de buscar alternativas en la izquierda —como permitir que los trabajadores obtuvieran más poder sobre la inversión a través de fondos laborales—, aceptaron una resolución neoliberal.
Los neoliberales habían argumentado que el capitalismo keynesiano funcionaba hasta cierto punto, pero tenía límites fijos. El estímulo monetario más allá de esos límites produciría inflación sin crecimiento, como a mediados de los años setenta. Desatar de nuevo el crecimiento no significaba gastar más dinero para estimular la demanda, sino reducir el Estado de bienestar regulador y restringir el poder de negociación de los sindicatos, que entonces buscaban aumentos salariales inflacionistas para compensar la inflación existente. En resumen, para reactivar la economía, la clase trabajadora tendría que aceptar menos. Después de intentar salir de la crisis mediante préstamos —sin éxito—, la socialdemocracia acabó aceptando sin reservas la acusación de que la propia socialdemocracia era la causa de la crisis económica.
En Europa Occidental, este giro de 180 grados adoptó sus formas más dramáticas en Francia. El gobierno socialista de François Mitterrand de los años ochenta había llegado al poder con el respaldo comunista y planes radicales. «Se puede ser gestor de una sociedad capitalista o fundador de una sociedad socialista», dijo Mitterrand en una rueda de prensa en 1971. «En lo que a nosotros respecta, queremos ser lo segundo». Sin embargo, cuando el primer gobierno de izquierda que había tenido Francia en décadas entró en funciones en 1981, el país ya se enfrentaba al desempleo, al estancamiento económico y a vientos en contra en el plano internacional.
Se intentó una solución sobre bases keynesianas: Las «110 propuestas para Francia» de Mitterrand incluían un programa masivo de obras públicas, mayores derechos sindicales y medidas de coparticipación, aumento de los salarios mínimos y las pensiones y una reducción de las horas semanales de trabajo. En 1982, el gobierno puso algunos grupos industriales clave y casi cuarenta bancos bajo control estatal para ayudar a mantener el empleo y acelerar la reestructuración económica.
El resultado fue una fuga masiva de capitales y el agravamiento de las dificultades económicas. En vano, Mitterrand alegó ante la clase empresarial que él no era un «marxista-leninista revolucionario» y que su camino era el único para «poner fin a la lucha de clases». Al final, ganarse el apoyo de los empresarios no demandó solo un freno a su programa, sino un retroceso dramático hacia una política de austeridad. Para socialdemócratas como el alemán Gerhard Schröder y el Nuevo Laborismo de Tony Blair, la lección fue contundente: cuando llegó su momento, a lo sumo procuraron combinar medidas redistributivas ex post con la nueva ortodoxia económica.
En Estados Unidos, donde el compromiso de los demócratas con los trabajadores siempre fue sospechoso, la transformación no tuvo menores consecuencias. Jimmy Carter llegó a la Casa Blanca en 1977 con un programa respaldado por los trabajadores y centrado en el gasto en infraestructura, objetivos de pleno empleo y ampliaciones del Estado del bienestar. Pero al cabo de un año, alarmado por el aumento de los precios al consumidor, se lo pensó mejor y propuso un presupuesto «ajustado y austero» para controlar el gasto.
La inflación siguió aumentando hasta alcanzar los dos dígitos en 1979, por lo que pronto se adoptaron medidas aún más drásticas. Bajo el mandato de Paul Volcker, la Reserva Federal contrajo la oferta monetaria general permitiendo que los tipos de interés se dispararan. El desempleo alcanzó niveles no vistos desde la Gran Depresión. Carter combinó el tratamiento de shock de Volcker con reducciones de la infraestructura reguladora de la era del New Deal, especialmente en el sector financiero. Mientras el presidente hablaba por televisión de la salud moral de Estados Unidos, la salud económica de los trabajadores que lo habían elegido estaba fallando. Una ola de desindustrialización afectó a la base manufacturera estadounidense, disparó el déficit comercial y alimentó la decadencia urbana. Cuando a mediados de los ochenta se produjo una vacilante recuperación, Ronald Reagan ya estaba en el poder para atribuirse el mérito.
Al igual que la socialdemocracia en Europa, el Partido Demócrata en Estados Unidos responsabilizó a sus propios partidarios por la demora en la recuperación del crecimiento. Pero lo que vino después fue igualmente perjudicial. A pesar del dolor causado a finales de los años 70 y 80, Bill Clinton contó con gran parte de la antigua coalición del New Deal para ganar la presidencia en 1992. Una vez en el poder, sin embargo, buscó construir un nuevo consenso bipartidista sobre el libre comercio y el objetivo de «acabar con el bienestar tal y como lo conocemos». Clinton hizo poco por evitar la pérdida de puestos de trabajo en la industria y adoptó a los profesionales de los suburbios y a los «trabajadores del conocimiento» como sustitutos de los votantes perdidos de su partido. Encontró nuevas fuentes de apoyo en las empresas tecnológicas —los «Demócratas Atari»— y en las finanzas.
Los demócratas, así, pasaron de ser el partido de la justicia y la estabilidad al partido de la meritocracia y el dinamismo. Esta transformación quedó clara en el infame comentario del senador Chuck Schumer en vísperas de las elecciones de 2016: «Por cada demócrata de cuello azul que perdamos en el oeste de Pensilvania, recogeremos a dos republicanos moderados en los suburbios de Filadelfia, y puedes trasladar esto a Ohio, Illinois y Wisconsin». Sin una visión económica como la propuesta por el New Deal, que hacía de una clase trabajadora unificada su núcleo, los demócratas se vieron obligados a hablar de progreso únicamente en el lenguaje de la representación y los derechos civiles. Tales apelaciones tenían pocas cosas tangibles que ofrecer a la gente, especialmente a los hombres blancos que acudieron en masa a Trump en 2016.
Sustituciones
La socialdemocracia, y en mayor o menor medida sus imitadores de centroizquierda, surgió en primer lugar para representar los intereses de los trabajadores frente al capital pero acabó respondiendo a las contradicciones del capitalismo inclinándose por defender los intereses del capital frente a los de los trabajadores. Dada la dependencia asimétrica del trabajo respecto al capital, esta respuesta era racional en un sentido económico. Pero una de sus consecuencias políticas fue la huida masiva de trabajadores de los partidos de izquierda.
Según Political Cleavages and Social Inequalities, editado por los economistas Amory Gethin, Clara Martínez-Toledano y Thomas Piketty, entre 1950 y 1959 la izquierda de las democracias occidentales obtuvo en promedio un 31% más de votos entre la clase trabajadora que entre otras clases. En 2020, ese margen era solo del 8%. Es importante destacar que los ricos han mantenido su tradicional lealtad a los partidos de derecha, pero las clases profesionales han cambiado en respuesta al giro social-liberal de los partidos socialdemócratas. En resumen, los otrora «partidos de los trabajadores» se están convirtiendo en «partidos de los educados».
Algunas figuras de la centroizquierda y la izquierda actuales glorifican los cambios en curso. Las declaraciones de Schumer fueron quizá el ejemplo más extremo de esta tendencia, pero la idea está presente incluso en la extrema izquierda contemporánea. La propia clase trabajadora está cambiando, señalan acertadamente activistas y políticos de izquierda. A medida que el número de puestos de trabajo que exigen mayores credenciales aumenta, la clase obrera se ha vuelto más culta. También se ha diversificado. En lugar de vincular la política de centroizquierda a un tema universal, afirman, deberíamos ver a los trabajadores como un importante grupo de interés a semejanza de otros como la «gente de color», los ecologistas, los pobres, etc. Esta amplia coalición puede tener un aspecto diferente al movimiento obrero que construyó la socialdemocracia clásica, pero demostrará ser igual de capaz de lograr la redistribución.
Aunque esta corriente tiene razón al evitar valorizar un momento particular de la vida de la clase obrera, ignora tanto la medida en que la estabilidad fordista fue el resultado de victorias políticas duramente ganadas, como el hecho de que el ascenso del «precariado» está en sí mismo relacionado con las derrotas sufridas por los socialdemócratas y los sindicatos. En lugar de intentar reconstruir las bases sociales de la izquierda, estos dirigentes se esfuerzan por encontrar una nueva, pero esta vez a través de actores que no están tan estratégicamente posicionados como los trabajadores en los puntos de producción e intercambio.
Sin embargo, una coalición basada principalmente en la ideología es siempre más débil que una basada tanto en la ideología como en intereses materiales compartidos. Este hecho creará nuevos dilemas para los partidos de centroizquierda cuando lleguen al poder. ¿Cómo será posible, por ejemplo, ampliar los Estados de bienestar sin los ingresos fiscales adicionales provenientes de los profesionales que ahora votan contra la derecha por razones sociales y culturales?
Respuestas equivocadas
Este enfoque reciente de la política de la centroizquierda es un reflejo del que en su día adoptó el Nuevo Laborismo en Gran Bretaña. Tras la derrota de los laboristas en las elecciones generales de 1992, la Sociedad Fabiana publicó Southern Discomfort, un panfleto en el que pedía a los laboristas que se reorientaran hacia los profesionales del sur de Inglaterra. Sus conclusiones, que incluían un énfasis en la «oportunidad», el «individualismo» y la restricción fiscal, fueron adoptadas por Tony Blair en su exitosa campaña de 1997. El Nuevo Laborismo de Blair era, al menos en parte, un proyecto para convertir al laborismo, de un partido socialdemócrata de la clase trabajadora, en «el ala política del pueblo británico»: joven, cosmopolita y dinámico. Los enemigos contemporáneos del blairismo parecían competir en un terreno muy parecido.
Pero existen otras dos respuestas a este realineamiento de clases que tampoco son satisfactorias. Una es negar directamente que se esté produciendo. Michael Podhorzer, antiguo director político de la Federación Estadounidense del Trabajo, por ejemplo, argumenta que los cambios en los patrones de voto son principalmente el resultado de tendencias regionales divergentes: los trabajadores se han desplazado hacia la derecha en estados que ya eran rojos. Sin embargo, como rebate Jared Abbott en una revisión exhaustiva de los datos en Estados Unidos, «los votantes de clase trabajadora son, en efecto, más propensos a votar a los demócratas en los estados azules que en los rojos o los morados, pero están tendiendo a alejarse de los demócratas en todos los contextos».
Otra respuesta de los socialdemócratas ha sido extirpar los valores liberales de la política de centroizquierda para apelar a lo que consideran valores «tradicionalmente conservadores» de la clase trabajadora. En este sentido, cuando los partidos de izquierda estaban más arraigados en las comunidades obreras, entendían instintivamente cómo apelar a sus electores. A medida que se burocratizaban y se distanciaban de esta base y que su bloque de votantes se vuelve más de clase media, buscaban apoyo yendo demasiado a la izquierda en cuestiones culturales y sociales.
El partido de Sahra Wagenknecht (BSW) en Alemania es un ejemplo destacado de este enfoque: ofrece gran parte del programa económico tradicional de la izquierda, pero intenta flanquear a la derecha en cuestiones como la inmigración, que ahora es un tema político de primer orden en Alemania.
Ese debate nacional ha coincidido con la pérdida de empleo en el sector manufacturero. Alemania había evitado durante mucho tiempo la destrucción de trabajo industrial experimentada por otros países capitalistas avanzados, pero el empleo en el sector automotriz cayó un 6,5% el año pasado, y el 60% de los proveedores de automóviles planean recortes adicionales en Alemania en los próximos cinco años. Lo mismo ocurre en otros sectores industriales. Conglomerados como ThyssenKrupp y BASF también se embarcaron en ajustes. La rápida desindustrialización y el paso a una economía de servicios peor remunerada han coincidido con el aumento de la población extranjera con derecho a prestaciones. De los 750 000 refugiados ucranianos en edad de trabajar que residen en Alemania, por ejemplo, solo una cuarta parte ha encontrado trabajo, ligeramente más que la proporción de quienes reciben ayudas por desempleo.
Este entorno ha permitido prosperar a la derechista AfD, especialmente en el este desindustrializado del país. El BSW ha evitado la peor retórica sobre inmigración, y la propia Wagenknecht declara regularmente su oposición al racismo. Pero en su intento de disputar los trabajadores a la derecha, ha dicho que «Alemania está desbordada», que «no tiene más espacio» para los solicitantes de asilo y ha lamentado la existencia de «sociedades paralelas» en barrios musulmanes no integrados. Este tipo de narrativas hacen que la inmigración sea un problema cultural cada vez más importante en la política alemana —más importante que las respuestas económicas de la izquierda a las preocupaciones de la clase trabajadora sobre la inmigración— y ese cambio beneficia en última instancia a la extrema derecha.
Al BSW le preocupa, y con razón, el (escaso) arraigo de los partidos de izquierda en la clase trabajadora durante los últimos años. Pero su enfoque centrado en las divisiones de origen nacional dentro de la clase trabajadora refleja en cierto modo la retórica de la izquierda neoliberal que, por ejemplo, opone los intereses de las mujeres y las minorías a los de los hombres blancos. Ambas descripciones se apartan del enfoque socialista tradicional de la división entre capital y trabajo.
La estrategia de la paciencia
¿Existe algún camino a seguir como respuesta al realineamiento de clases de la socialdemocracia? Otras partes de Europa ofrecen una alternativa más prometedora, más ortodoxa desde una perspectiva socialista y que también ha demostrado su eficacia electoral. El Partido de los Trabajadores de Bélgica (PTB-PVDA) fue en su día un partido sectario de la izquierda comunista, pero desde 2008 ha evolucionado hasta convertirse en una fuerza de masas que da forma a la política de su país. Aunque hace tiempo que abandonó su bagaje maoísta, su enfoque organizativo sigue pareciendo sacado de un manual de épocas pasadas. El partido se centra sobre todo en la construcción de bases en las comunidades obreras, ofrece servicios sociales profesionales (incluso atención sanitaria primaria en los locales del partido) y ha colocado a los trabajadores a la cabeza de sus listas electorales.
Este planteo ha tenido éxito, incluso más allá de las zonas en las que el Partido de los Trabajadores cuenta con más apoyo, como Valonia: en unas elecciones celebradas en octubre en Amberes, obtuvo el 20% de los votos, solo superado por la derechista Nueva Alianza Flamenca. Sin embargo, aunque la organización a largo plazo del PTB-PVDA ha reconstruido a la izquierda como fuerza de oposición y ha ayudado a fusionar la ideología socialista con una base social real, hasta ahora no ha conseguido el poder para gobernar.
Esto es preocupante porque no se puede garantizar una influencia política duradera sin el poder del Estado. Pero también merece la pena identificar las limitaciones de perseguir el gobierno a toda costa. Cuando las condiciones no son favorables a un programa de izquierda, la socialdemocracia puede servir mejor a sus intereses ejerciendo presión exterior sobre los gobiernos dirigidos por el capitalismo. De hecho, hace medio siglo, tal vez hubiera sido mejor para la izquierda volver a la oposición que provocar ajustes estructurales que perjudicaran a su base, aunque la variante derechista de la austeridad corriera el riesgo de ser aún más dislocadora. Hoy podría ser mejor perder unas elecciones con votantes comprometidos con tu programa que ganarlas gracias a votantes que solo quieren hacer retroceder una agenda social de derechas.
En última instancia, la izquierda no puede ganar suficiente poder para cambiar la sociedad sin poner en primer plano las preocupaciones básicas y arraigarse en los grupos que más se beneficiarían de la redistribución de los recursos. Eso significa un compromiso con la solidaridad en muchas formas, pero también significa reconocer que la victoria no es posible sin el apoyo de personas que pueden tener todo tipo de puntos de vista contradictorios, incluso reaccionarios. Sin esta conciencia básica, los nuevos socialdemócratas se parecerán a los viejos burócratas comunistas de aquel poema de Bertolt Brecht de 1953 («La solución») que, tras un levantamiento, proponen disolver al pueblo y elegir a otro.