"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Geometrías del Imperialismo en el Siglo XXI

Red Angostura pública este artículo, extremadamente largo si lo comparamos con la extensión de los contenidos que regularmente cargamos en nuestro portal. Admitiendo que estamos ante un lúcido análisis sobre la era del imperialismo y del socialismo post imperialista, es menester decir que, respecto de cuestiones cruciales y temáticas claves desarrolladas por Balibar, tenemos profundos desacuerdos.

Es un gran honor para mí pronunciar esta tarde la Said Memorial Lecture de 2024 en la American University de El Cairo [1]. También es un honor trufado de peligros, no solo por la calidad de quienes me han precedido, sino también por las dramáticas circunstancias en las que nos encontramos a las cuales me referiré más adelante. El título de mi intervención procede de un ensayo de Giovanni Arrighi, La geometria dell’imperialismo, publicado por primera vez en 1978 (el mismo año en que se publicó Orientalism), libro que hoy es menos conocido que el resto de sus obras y que curiosamente opta por un planteamiento «estructuralista» [2].

En mi opinión se trata de una contribución muy interesante al análisis de las variaciones del imperialismo, sobre todo viniendo de una de las principales figuras de la discusión posmarxista de la configuración global del capitalismo y de sus sucesivas hegemonías históricas. No pretendo repetir lo que Arrighi ha dicho, pero sí intentar articular algunas reflexiones sobre la complejidad del fenómeno «imperialista», sobre el lugar central que este ocupa en cualquier interpretación de la historia moderna y sobre sus transformaciones durante este último periodo.

En este contexto situaré la importancia de la contribución de Edward Said respecto a la cual podríamos creer erróneamente que tan solo atañe a una especie de consecuencia de la propia estructura. Por supuesto, tendré que eludir o simplificar muchos de los importantes debates sobre los conceptos y su aplicación, pero ese es el riesgo que asumo para llamar la atención sobre lo que, hoy por hoy, me parece lo más urgente.

Se trata ciertamente de una presentación teórica, la cual no puede disociarse, sin embargo, como espero mostrar, de un compromiso militante con las luchas antiimperialistas, contempladas estas en toda su diversidad y en su unidad problemática. Estas luchas constituyen nuestra única esperanza de convertirnos o de volver a ser los actores de un proceso de emancipación colectiva frente a la violencia y la explotación. Como conclusión de esta exposición, de forma muy rápida y de modo muy abstracto, intentaré esbozar algunas orientaciones para pensar estas luchas antiimperialistas a partir de una representación actualizada de la estructura de dominación a la que nuestro mundo está sometido desde hace más de cinco siglos y que hoy parece conducirlo hacia una catástrofe planetaria.

Por abstractas que sean estas orientaciones, sin embargo, y lamento no poder hacerlo mejor en este contexto, mis propuestas no podrán sustraerse a la presión de las circunstancias en las que nos encontramos hoy en este homenaje, que son sencillamente trágicas. Hablando bajo la invocación de Edward Said, ¿cómo no voy a sentirme acechado por las imágenes de limpieza étnica y exterminio, que nos llegan cada día desde Palestina y ahora también desde el Líbano? ¿Y cómo no estar obsesionado por la cuestión de por qué el «mundo», que también es denominado la «comunidad internacional», no quiere o no puede poner fin a esta barbarie?

Pero, sin duda, me rondan por la cabeza otros pensamientos, otros recuerdos ligados a esta región de la que Egipto es el centro. Al embarcarme en mi propio «viaje a Oriente», pienso en lo que esta tiene de verdaderamente especial tanto por su contribución a la civilización, como en lo referido a la violencia de las experiencias que ha vivido. Una región en la que, desde los albores de lo que llamamos «historia», los imperios han luchado por la hegemonía (una de mis tesis será que el imperialismo moderno, con todas sus especificidades, continúa todavía esta larga historia).

Una región que, a lo largo de los siglos XIX y XX no ha dejado de ser foco de rivalidades imperialistas, pero también el escenario de heroicos levantamientos, que pretendían invertir el curso de la historia e imaginar un futuro bajo la bandera de la libertad, los cuales han acabado con demasiada frecuencia, no obstante, aplastados por la represión y la superioridad de las fuerzas conservadoras autóctonas y extranjeras. Así que podéis imaginaros fácilmente lo que significa para mí hablar hoy ¡justo al lado de la plaza Tahrir! Y no puedo olvidar los tres genocidios perpetrados en la región durante los últimos años en Darfur, en Siria y en Gaza. ¡No podemos afirmar que discutir aquí de imperialismo sea simplemente una cuestión de ciencia histórica!

El imperialismo y la guerra

Pasemos ahora a mi primer punto. Me concentraré en el vínculo existente entre el imperialismo y la guerra por la siguiente razón. Desde las primeras tentativas, que a principios del siglo XX inauguraron la problemática del imperialismo desde una perspectiva socialista y marxista de la mano de los trabajos de Hobson, Hilferding, Rosa Luxemburg, Kautsky, Lenin, Trotsky y otros estudiosos, esta línea de investigación no se ha detenido. El problema nunca ha dejado de evolucionar, si bien se han verificado «retornos» periódicos a nodos significativos de herejía, como cuando David Harvey, en su análisis del «nuevo imperialismo» basado en la «acumulación por desposesión», que me servirá en parte de inspiración, revive las ideas de Rosa Luxemburg contenidas en su trabajo La acumulación del capital (1913) a propósito de la expropiación violenta del campesinado en las «periferias» coloniales» del capital industrial [3]. Y, sobre todo, constatamos una tensión permanente entre las teorías que ponen en primer plano el fenómeno político del imperialismo, es decir, la acción del Estado caracterizada por sus «marcas de soberanía», como decían Bodin y Hobbes [4], y las teorías, principalmente marxistas, que lo conceptualizan como una «estadio» o «modo» del desarrollo del capitalismo caracterizados por sus antagonismos específicos. Ahora bien, desde un principio esta tensión me parece dictada por la necesidad de dar cuenta de un fenómeno consistente en la emergencia de la guerra en el centro mismo de la economía de una sociedad, cuyo principio de organización y progreso (el «comercio» en su sentido más amplio) se supone que promueve la paz.

Fue, utilizando la expresión de Lenin, la «catástrofe inminente» de la Guerra Mundial de 1914 el hecho que cristalizó los debates sobre la relación existente entre el capitalismo y el nacionalismo, la colonización, el militarismo y la guerra [5]. Y fue la convicción de que esta combinación llevaba a la sociedad «burguesa» a un límite absoluto e insostenible, lo que condujo a los teóricos más radicales de la época a plantear la alternativa: imperialismo o revolución, sustentada en la doble convicción de que el imperialismo crea problemas que es imposible resolver y que la revolución precisamente aporta la solución o, al menos, desbloquea la posibilidad de la misma. Volveré sobre este punto, por supuesto, pero por el momento quiero defender la idea de que, para construir una teoría del imperialismo, la guerra no puede ser contemplada como una consecuencia particular del fenómeno estudiado, porque ella constituye el problema fundamental, la cuestión primaria que da origen al concepto.

Así pues, debemos retornar a la guerra para evaluar lo que ha cambiado o ha perdurado y en qué medida lo ha hecho en la estructura del imperialismo y en las configuraciones de sus «tendencias». La articulación entre imperialismo y guerra no tiene nada de contingente, pero tampoco puede deducirse de una simple definición.

Cuando examinamos esta articulación no sólo hablamos de «guerras imperialistas» o de «guerras de la era imperialista», sino del vínculo intrínseco entre el imperialismo y la guerra. Sobre este punto plantearé dos hipótesis.

La primera es la siguiente: en su acepción dominante actual (marxista o posmarxista), que no separa el imperialismo del capitalismo concebido como un modo de producción basado en la acumulación de valor monetario, no cabe duda de que el primero ha coincidido con una nueva modalidad de conquista imperial, simbólicamente marcada por la apertura de América a la colonización europea en 1492, que luego se extendería a todo el mundo.

Este hecho no supuso, sin embargo, una interrupción en la historia de los imperios y de sus rivalidades, sino que, por el contrario, marcó el comienzo de un período en el que el imperio como forma política adquiere una vitalidad sin precedentes. El imperialismo no constituye una ruptura con la sucesión de imperios, sino que marca un nuevo momento en una historia dotada de una larguísima duración. Ello podría significar simplemente que los imperialismos modernos siguen implicando la conquista y la dominación e incluso que están impulsados por el sueño imperial del poder universal, lo cual fue claramente el caso no sólo del Imperio británico, sino también de los Imperios «republicanos» sea este francés o, sobre todo, estadounidense. Pero podemos ir un paso más allá, porque el imperio como forma política tiene un vínculo institucional con la guerra y con la función política que esta cumple.

Expresaré esto acuñando un axioma «romano, que sigue siendo válido en la época moderna: los imperios siempre están haciendo la guerra en sus «fronteras», que desplazan constantemente, para crear espacio para el comercio, la legislación y la cultura, esto es, para la «paz», pero lo contrario también es cierto y así los imperios hacen la paz y desarrollan sus instituciones para poder prepararse y hacer la guerra. La segunda proposición no es menos cierta que la primera e incluso constituye su verdad desde un punto de vista materialista. La guerra es inherente al imperialismo, como lo fue a los imperios. «Ubi solitudinem faciunt, pacem appellant» [Donde hacen un desierto, lo llama paz]: siempre merece la pena releer a Tácito [6].

En cuanto a mi segunda hipótesis, la más importante, intentaré apoyarla con formulaciones tomadas de dos autores, Lenin y Carl Schmitt, que son políticamente irreconciliables, pero que comparten una visión realista de los conflictos entre potencias en el siglo XX. En el corazón del ensayo de Lenin El imperialismo, estadio superior del capitalismo [7] subyace la idea del «reparto del mundo» entre las potencias coloniales, un reparto caracterizado por su inestabilidad intrínseca y, por lo tanto, no conducente a una distribución permanente o «equilibrada» de sus partes entre soberanías equivalentes, sino, por el contrario, a una lucha violenta por los sucesivos repartos. Si hay una idea de Lenin que la historia ha confirmado de modo inapelable es evidentemente ésta, como lo muestra la historia incesante de conflictos, que van de la Conferencia de Berlín (1885), en la que se repartió el África explorada e inexplorada (el «continente negro») entre las potencias coloniales, a la aparición de potencias imperialistas no europeas en América y Asia y a la «Guerra Fría» (la «partición de Yalta»), pasando por las dos guerras mundiales (y, por consiguiente, por el Pacto Germano-Soviético) y finalmente, después de 1989, la construcción de un único «orden liberal» militarizado.

Una de las cuestiones decisivas para nuestra investigación es saber si tal idea es aplicable y de qué manera a nuestra situación actual y a sus tendencias de evolución y si lo es, en particular, para dilucidar el significado del concepto de «multilateralismo». Es evidente, sin embargo, que esta discusión presupone una considerable ampliación de la caracterización leninista, que se basa en la función decisiva de los territorios y las fronteras territoriales, tal y como pueden observarse en un mapa del mundo. Ahora bien, los imperios que nos ocupan aquí basan su poder en la inversión y la rentabilidad del capital. Los territorios que les importan no son entidades puramente espaciales; son espacios abiertos por la fuerza a la apropiación de recursos monopolizables: recursos energéticos (carbón, petróleo, uranio, etcétera), recursos minerales, oceánicos y agrícolas (cuya explotación va a trastornar radicalmente el medioambiente), recursos humanos (poblaciones susceptibles de ser reducidas a la esclavitud, deslocalizadas, puestas a trabajar, reclutadas en el ejército, etcétera).

Pero pronto se revela que gran parte de estos recursos pueden controlarse y extraerse sin recurrir a la dominación directa (o «soberanía» ejercida sobre el territorio) a condición, claro está, de que se disponga de los medios (monetarios y militares) para proporcionar un exceso de potencia irresistible. Este ha sido, como sabemos, el secreto del imperialismo estadounidense, que ha conferido al reparto del mundo un carácter más abstracto, ocultado en los mapas si no sobre el terreno, mediante el control de los territorios no como colonias (con algunas excepciones), sino como mercados, de modo que resulte factible construir un imperio mundial, cuya extensión no tendría más límite que el definido por la capacidad de Estados Unidos de reprimir las insurrecciones e invertir capital en cualquier parte del mundo.

Esta modalidad ha sido ahora «sustituida» a su vez, sin embargo, por una forma completamente diferente de reparto del mundo y de lucha por su reparto ulterior, que no concierne a los espacios terrestres, sino a los «virtuales» (o inmateriales, cuyo conjunto forma el metaverso), distribuidos (y redistribuidos o disputados) entre los imperios de la comunicación [8]. Este reparto crea sus propios «territorios», que son objeto de apropiación, siendo sus «amos» no tanto los Estados como las multinacionales caracterizadas por sus «redes» de distribución y recopilación de datos, que controlan las actividades de los Estados en lugar de ser controladas por ellos.

¿Adquirirá esta revolucionaria forma de «territorialidad» la autonomía suficiente para relegar a un segundo plano la lucha por la hegemonía, que hoy parece destinada a estructurar «geopolíticamente» el orden mundial entre los imperios industriales, que desarrollan diferentes modelos de «capitalismo» a la vez rivales y complementarios, como sucede con China y Estados Unidos? ¿Y qué tipos de conflictos se derivarán de ello? Tales son evidentemente las cuestiones de las que depende nuestro futuro.

 

Llegados a este punto, conviene efectuar un rodeo por la obra de Carl Schmitt. Existe una convergencia innegable entre el «reparto del mundo» leninista y la idea de Schmitt de Landnahme («apropiación» de la tierra) desarrollada en su libro Der Nomos der Erde im Völkerrecht des Ius Publicum Europaeum (1950) en el que la historia de la constitución de los Estados-nación de Europa, verificada tras el fin de las guerras de religión en el siglo XVII, que condujo al «orden westfaliano», se correlaciona con el hecho de que estas mismas naciones se hayan encontrado en permanente estado de guerra para expandir sus imperios y despojarse recíprocamente de sus colonias[9]. Obviamente, Lenin y Schmitt no «concluyen» de la misma manera su análisis del nomos: para Lenin, la revolución es la inmediata e ineludible consecuencia de la crisis del imperialismo, mientras que para Schmitt (contrarrevolucionario declarado) lo que resulta de ello es una nueva geometría del imperialismo, caracterizada por la constitución de Grossräume [grandes espacios], esto es, «grandes espacios geopolíticos», que constituyen una nueva variedad de imperios regionales, cuya resonancia con ciertas cuestiones contemporáneas, como la «multipolaridad» y el «conflicto de civilizaciones», no deja de resultar inquietante[10].

Pero lo que me parece más esclarecedor de sus análisis es la idea de que repartirse el mundo no consiste tan solo en la (re)distribución de la tierra, los recursos y las poblaciones, sino también en la distribución de las formas de guerra (y más generalmente de las modalidades de la violencia) entre las regiones del planeta [11]. Esta distribución opera simultáneamente a dos niveles: es una distribución entre los Estados imperialistas y es una distribución entre la región donde viven los «amos» (o «pueblos amos») y la región donde viven los «súbditos» (o los futuros súbditos, ya marcados para la conquista), lo cual posteriormente se denominará el «centro» y la «periferia».

La violencia que se ejerce en el centro, donde está en juego la potencia soberana (Herrschaft), y la que se ejerce en la periferia para establecer y reafirmar allí permanentemente la dominación de los amos sobre los bárbaros a los que los primeros entienden que tienen la tarea de subyugar, educar y hacer trabajar, son cualitativa y cuantitativamente diferentes: la segunda debe ser permanente, atroz y ella misma bárbara, mientras que la primera es intermitente, esto es, separada por tratados de paz, y pretende seguir siendo civilizada en tanto que ejercida en virtud de las «leyes de la guerra».

La primera se «retiene» (Hegung des Krieges, acotamiento de la guerra), mientras que la segunda carece de toda restricción. La estabilidad e incluso la verosimilitud de esta distribución distan mucho de estar garantizadas, como atestiguan las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial o, en el momento presente, lo que está sucediendo en Ucrania, pero percibo la posibilidad de utilizar ese planteamiento a la inversa: plantearía de modo postschmittiano, que es al mismo tiempo antischmittiano, que la distribución desigual de las formas heterogéneas de violencia constituye, como tal, uno de los mecanismos que trazan las fronteras que separan «dos mundos» en un «solo mundo» y, por consiguiente, dos «humanidades» o dos «razas» en el seno de la misma «especie humana».

Ahora bien, esta es precisamente la figura del imperialismo en tanto que forma social y antropológica en la época moderna. Esta figura ha sido distorsionada y desplazada de diversas formas y sin duda lo seguirá siendo a costa de terribles sufrimientos y de enormes devastaciones medioambientales, pero su principio se ha mantenido. Lo estamos viendo ahora mismo en Gaza.

Concluyamos este razonamiento y volvamos a las angustiosas cuestiones del presente. En un mundo más dividido que nunca en Estados, naciones y regímenes en competencia, pero que también parece haber alcanzado un grado de interdependencia sin precedentes entre sus «partes» constituyentes, y que está siendo obligado por acontecimientos tan diversos como una pandemia, una crisis financiera mundial y, sobre todo, la catástrofe medioambiental actual a tomar conciencia de ciertos intereses vitales comunes a toda la humanidad y, por lo tanto, a hacer prevalecer su unidad sobre sus divisiones, ¿en qué reconocemos todavía la persistencia de las señas de identidad del imperio? ¿Y cómo definimos el régimen mundializado de las guerras libradas en la tierra y en el aire, pero también en el espacio «virtual» de la infoesfera en nombre de valores incompatibles en el seno mismo de este mundo «unificado»?[12].

A la primera pregunta, responderé hipotéticamente: son los imperios en decadencia los más violentos (o los más crueles en su forma de hacer la guerra), porque se sienten acorralados tanto por la erosión de sus privilegios como por la ruina de su pretensión de «grandeza» (o de elección) [13]. Rusia y Estados Unidos ilustran hoy esta tesis, aunque a diferentes niveles de imperialidad [14]: para la primera, es necesario «reconstituir la unidad del Russkyi Mir», que la URSS había preservado y que su hundimiento disolvió, para el segundo es preciso «Make America Great Again».

A la segunda pregunta, mi respuesta sería que hemos alcanzado un estado de exterminación generalizada. Tomo prestado este término del famoso ensayo del historiador Edward P. Thompson, que fue uno de los impulsores del movimiento por la paz y el desarme nuclear en Europa, «Notes on Exterminism, the Last Stage of Civilization» (1980) [15], cuyo título parodiaba intencionadamente a Lenin. Escrito en plena «carrera de armamentos» durante la Guerra Fría, el texto insistía en la idea de que el riesgo de aniquilación del planeta no derivaba únicamente de las políticas e ideologías imperiales de las dos «superpotencias», sino también de la escala de las industrias armamentísticas y de su lugar central en la economía.

Esto es tan cierto hoy como lo ha sido siempre, pero creo que podemos empujar el concepto de exterminación para describir la normalización de este estado de excepción, que es la guerra en el mundo actual: incluyo en ella no únicamente las guerras oficialmente definidas, como acontece con las «guerras libradas entre Estados», ilustradas con la guerra en Ucrania, en realidad más contemplada desde el lado ucraniano que del ruso, sino también las guerras civiles» e incluso las «guerras privadas», si pensamos en la porosidad de la separación entre guerra y crimen en ciertas partes del mundo, así como el «terrorismo» y el «contraterrorismo» ejercido por los Estados contra sus enemigos interiores y exteriores. Todas estas formas tienen, por supuesto, sus propias historias y sus causas específicas, pero tomadas en su conjunto y con la producción y difusión de armamento como telón de fondo conforman una distribución globalizada de la violencia armada, que incluye la totalidad de los grados de violencia y que no excluye ninguna sociedad ni ninguna región del mundo, definiendo un continuum entre dos extremos: por un lado, los genocidios perpetrados contra poblaciones enteras por masas «racistas» «no organizadas» o, sobre todo, por Estados y ejércitos altamente organizados (como Israel); por otro, en el otro extremo, el exterminio potencial como parte de una guerra nuclear declarada o como resultado de una «escalada» incontrolada. La exterminación no es el último, sino el más reciente y «bajo» estadio del imperialismo, cuya violencia multilateral nos impide imaginar verdaderamente el advenimiento de otro mundo. No hay nada de regocijante en ello.

Imperialismo y capitalismo «absoluto»

Probablemente me he extendido mucho sobre este primer punto, porque me parecía de especial actualidad. Paso ahora al segundo, que se refiere a la idea del imperialismo como «estadio» o «período» en la historia del capitalismo y, en consecuencia, a la cuestión de saber en qué forma de capitalismo vivimos hoy. El adjetivo ruso que figura en el título de Lenin (vyschaia) se traduce comúnmente como «supremo» o «superior», pero normalmente se interpreta como un estadio «último» o «final», en el sentido de más reciente. Ello muestra claramente que la idea de Lenin contiene una ambigüedad, inmediatamente ligada a la convicción de que el imperialismo («época de guerras y revoluciones») corresponde a la catástrofe final en el desarrollo del capitalismo como formación socioeconómica: se abre así un momento apocalíptico en el que la humanidad se enfrenta a la alternativa de la autodestrucción o la reconstrucción sobre bases radicalmente distintas (la frase de Rosa Luxemburg: «socialismo o barbarie») [16].

Hay que reconocer que se ha vuelto muy difícil mantener esta visión escatológica del sentido de la historia, incluso y sobre todo si ella debe constituir el «horizonte de expectativa» (Erwartungshorizont) dentro del cual piensan los revolucionarios para quienes considerar el capitalismo como la forma insuperable de la existencia humana es una idea insoportable. Ello no significa, sin embargo, que la idea de asociar la reflexión sobre el imperialismo con el análisis de los sucesivos estadios o formaciones de la historia del capitalismo carezca de validez. Pero desde este punto de vista, diré muy rápidamente que se han verificado dos rectificaciones respecto a la problemática leninista, que debemos tener en cuenta y que miran en direcciones temporales opuestas.

La primera es la que proponen los teóricos del «sistema-mundo capitalista»[17]: estos autores rectifican la idea de que los rasgos esenciales (o las tendencias históricas) del capitalismo sean totalmente perceptibles a partir del análisis de las formas «avanzadas», que adopta en el «centro» de la economía-mundo capitalista[18], porque lo decisivo para su evolución es la relación de dependencia entre el centro y la periferia en la que prevalecen modos de producción distintos del trabajo asalariado, que no son menos «capitalistas», sino que reposan en otras modalidades de explotación de la fuerza de trabajo.

Esta dependencia es mutua, pero no simétrica. Ha existido siempre como correlato del capitalismo, lo cual significa que el imperialismo del capital es originario y no un estadio tardío (y menos aún «último») de la historia del capitalismo. Nunca ha habido una forma de capitalismo que no fuera imperialista, aunque sus formas se hayan transformado constantemente. El imperialismo no es, pues, una noción escatológica.

Es un concepto variacional (o diferencial)

De ahí la importancia de la otra rectificación, que mira en la dirección opuesta y cuyos autores reivindican más o menos explícitamente una inspiración gramsciana [19]. Se trata de la idea de que las nuevas fases o épocas de la historia del capitalismo, caracterizadas por una nueva configuración de las clases y de la lucha de clases, se hallan separadas por momentos de incertidumbre histórica (más que de «transición») en los que las contradicciones no se resuelven sin revoluciones, que afectan a la totalidad del entramado institucional de la sociedad [20].

Esta idea, que podría parecer banal, se torna problemática, pero también, me parece, esclarecedora, si admitimos que la revolución puede orientarse en direcciones opuestas. El propio Gramsci esbozó esta idea (¡difícil para un comunista!) mediante la paradójica categoría de «revolución pasiva» (tomada prestada de un historiador italiano de principios del siglo XIX), de la cual se sirve para describir las transformaciones industriales, sociales y culturales del «fordismo» estadounidense y que podemos extender fácilmente a los compromisos de clase, que en Estados Unidos bajo la denominación de New Deal y en Europa bajo la de «socialdemocracia» han reformado el capitalismo con el apoyo de una fracción importante de la clase obrera organizada[21].

Las políticas neoliberales, que empezaron a tomar forma durante los últimos años de la Guerra Fría y se convirtieron en dominantes a escala mundial tras el derrumbe de los regímenes comunistas (con la excepción de China, punto decisivo), nos permiten dar un paso más hacia esta idea: esta transformación del sistema capitalista imperialista de finales del siglo XX, que ahora domina la totalidad de nuestras vidas, ha sido efectivamente una contrarrevolución. Pero hay que admitir que las contrarrevoluciones también son revoluciones, salvo, y ello no es baladí, que su objetivo es restaurar una estructura jerárquica de la sociedad y no «ponerla patas arriba» [22].

A continuación, introduciré, pues, la categoría que yo (y otros) venimos utilizando desde hace algún tiempo para definir el capitalismo en el que vivimos: la de capitalismo absoluto [23]. Sé que puede suscitar ambigüedades, pero creo que vale la pena correr el riesgo para poner de relieve lo que está en juego. Utilizo el adjetivo «absoluto» tanto por analogía con la «monarquía absoluta» (para designar una forma de capitalismo que reina suprema o que al menos ha reducido a la defensiva a sus antagonistas clásicos), como en un sentido dialéctico, cuasi hegeliano, por oposición a lo que Immanuel Wallerstein denominó «capitalismo histórico»: el que correspondía a las formas sucesivas de polarización del mundo entre «centro» y «periferia». El capitalismo absoluto «recalibra» el capitalismo histórico.

¿Por qué, podríamos preguntarnos, no nos contentamos con la categoría de neoliberalismo? Porque, en mi opinión, tal categoría tan solo corresponde a una parte de los rasgos que caracterizan al nuevo capitalismo al tiempo que sugiere que para interpretarlos debemos remontarnos al conflicto inmemorial entre políticas económicas, que dan primacía bien a la regulación estatal y a las empresas públicas o bien a las operaciones de «libre competencia» y a las fuerzas del mercado [24]. Lo que queda en la sombra, por lo tanto, es el modo en que las formas anteriores del antagonismo de clase y del conflicto social han sido «superadas» o eliminadas. Creo, por el contrario, que debemos analizar el capitalismo absoluto que impera en la actualidad como intrínsecamente postsocialista y poscolonial.

Es postsocialista, porque ha logrado utilizar las instituciones y los poderes del Estado, que han sido fortalecidos durante el «momento socialista» de la economía-mundo (1917-1968), al tiempo que emprendía el desmantelamiento o la disolución del sistema de derechos sociales incorporado por los Estados en el siglo XX, de forma diferente en función de los diversos regímenes, en su constitución material de «ciudadanía». Es preciso poner de relieve la importancia especial que reviste aquí el estudio de las transformaciones «postsocialistas» verificadas en la China comunista, que se perfila cada vez más como el Estado dirigente de la evolución mundial. China es a la vez típica y excepcional en su forma de «superar» el socialismo en pos de un nuevo capitalismo. Habiendo sido más intensamente socialista, el país encabeza la construcción del nuevo capitalismo [25]. Pero el capitalismo absoluto es también poscolonial, porque la tendencia a la mercantilización total de la existencia y la deslocalización de los procesos de producción (la formación de «cadenas de valor» globales) que lo caracteriza, únicamente ha podido alcanzarse derribando las barreras de los imperios y abriendo las economías periféricas a los flujos de mercancías y capitales (además de poblaciones), que ha propiciado la descolonización formal ligada a las «independencias» [26].

Para precisar las cosas, llamemos la atención sobre algunos rasgos llamativos, tanto cuantitativos como cualitativos. En la economía globalizada actual, la polarización de las condiciones sociales ha podido ser redistribuida, pero en modo alguno se ha atenuado: al contrario, ha alcanzado cotas sin precedentes al hilo de la extensión de la pobreza y de la inseguridad masivas, por un lado, y de la concentración de la riqueza y el poder en manos de una pequeña minoría de financieros y rentistas, por otro [27]. Pero su distribución geográfica y nacional está cambiando muy rápidamente. Las fronteras que dividían el mundo del «capitalismo histórico» se han redibujado e incrementado exponencialmente.

No cabe duda de que la privación extrema sigue concentrándose en el «Sur», fundamentalmente en África y el sudeste asiático [28], pero también es en el «Sur» donde surgen los ejemplares más agresivos del nuevo capitalismo financiero e industrial. De ahí el carácter problemático de la idea de una estrategia «antiimperialista», que reuniría a los países y las masas del «Sur global» y que representaría sus intereses comunes. A la inversa, sin embargo, los procesos de precarización y reproletarización se acentúan en el «Norte», donde los trabajadores están cada vez menos protegidos por las instituciones del «Estado social» [29] y se benefician cada vez menos de los privilegios del imperio, lo cual, como sabemos, no deja de provocar violentas reacciones sociales, denominadas «populistas», que no son en absoluto progresistas.

Así pues, hay un «Norte» en el «Sur» y un «Sur» en el «Norte», lo cual interpreto diciendo que la división de la humanidad en condiciones desiguales, característica del capitalismo y estrechamente ligada a la estructura del imperialismo, sigue presente, pero que su topografía o, si se quiere, su «geometría», ha sufrido una revolución. No se trata únicamente de redistribución de magnitudes económicas y demográficas, sino de un nuevo reparto del mundo. Volveré sobre esto.

Terminaré lo referido a este punto abordando otro aspecto de esta geometría, que nos lleva a definir la contradicción principal (como decíamos en el viejo código marxista) de este «nuevo imperialismo» (David Harvey). Significativamente, nos retrotrae del presente a los inicios de la historia del imperialismo. El capitalismo absoluto, dominado por las políticas monetarias neoliberales y las estrategias de beneficios a corto plazo en los mercados financieros, otorga un papel central a la gestión y explotación del endeudamiento, el cual se convierte en su principal instrumento de dominación sobre los individuos, las empresas y los Estados [30].

Pero los países y las sociedades situados en los dos extremos de la relación de interdependencia financiera reaccionan de forma opuesta: una deuda enorme (pública y privada) no tiene el mismo significado para una economía dominada, como la de Argentina, que se encuentra bajo la amenaza constante de quiebra y sujeta a los planes de recuperación y a las reformas estructurales impuestas por el FMI, que para Estados Unidos, que se endeuda en su propia moneda, la cual ha conseguido convertir en la moneda de reserva mundial, disfrutando por ello de facilidades endeudamiento prácticamente ilimitadas. En cuanto a los demás países (incluidos los de la Unión Europea) navegan en diversos grados entre estos dos polos, lidiando con la «sostenibilidad» de su deuda [31].

Pero, ¿cuál es, pues, la solución que ofrece el imperialismo contemporáneo a los países muy endeudados para que puedan sobrevivir y seguir contribuyendo a la acumulación» a escala mundial (Samir Amin)? La respuesta no puede ser sencilla (y, como podéis imaginar, no tengo ninguna pretensión de pericia en este ámbito), pero me resulta difícil ignorar o minimizar el siguiente aspecto: estos países están siendo empujados a volver a lo que siempre ha sido la «especialidad» de la periferia desde la época de la revolución industrial y el desarrollo de las tecnologías del «CO2», es decir, de volver a la economía extractiva característica de la minería, la agricultura extensiva, la pesca industrial, la sobreexplotación forestal y la exportación de materias primas situadas en el extremo inferior de la cadena de valor.

Esta economía no se basa en la «destrucción creativa» schumpeteriana (la innovación tecnológica que desplaza por obsoletos los procedimientos existentes y maximiza lo que Marx denominaba el «plusvalor» relativo), sino sobre la producción destructiva de sus propios recursos y medios [32].

Esto me conduce a la idea de que la contradicción fundamental del imperialismo contemporáneo, en tanto que coincide con el desarrollo del capitalismo absoluto, no es identificable ni como una «pura» contradicción social (como ilustra el aumento de las desigualdades globales), ni como una «pura» contradicción ecológica (de la cual el extractivismo es un factor esencial, tanto por su contribución directa al cambio climático como por su vinculación con las nuevas tecnologías ultracontaminantes y altamente consumidoras de energía), sino como una combinación antagónica de ambas[33].

En un sorprendente pasaje del Manifiesto comunista, Marx y Engels explican que el capitalismo alcanzaría su límite absoluto como modo de producción, cuando al empujar a la clase obrera a un régimen de explotación que le obliga a vivir por debajo del mínimo de subsistencia, comienza a destruir así la principal condición de su propia reproducción, a saber, el trabajo vivo.

Pero enseguida a Marx y Engels les vino a la mente una solución: la «expropiación de los expropiadores» o, dicho de otro modo, la reapropiación por los trabajadores y trabajadoras de sus medios de producción y de existencia. Es muy tentador ver en las tendencias del capitalismo absoluto actual una forma aún más radical de autodestrucción, ya que no se trata solo de vidas humanas, sino de las condiciones biológicas y ecológicas sin las cuales simplemente es imposible que exista la vida humana y no humana en el planeta.

Con el triunfo del capitalismo absoluto se volatiliza el propio suelo sobre el que este operaba ya sea en términos del territorio, del medio o del imperio. Y ciertamente cada vez somos más numerosos quienes ponderamos la gravedad de esta amenaza y la urgencia de hacerle frente con todos los medios posibles, pero la articulación de esta conciencia con nuevos movimientos políticos capaces de combatir la desigualdad del mundo es prácticamente impensable, al menos mientras los Estados y las propias sociedades sigan rigiéndose por la regla del máximo beneficio y no por la regla de la preservación de la vida.

E igualmente mientras no tome forma un programa creíble, que combine el objetivo del decrecimiento racional con el objetivo de la eliminación de la pobreza. Un programa semejante podría llamarse socialismo posimperialista, pero ni su lenguaje ni las fuerzas capaces de imponerlo parecen existir por el momento. Desafortunadamente, no es cierto que «la humanidad únicamente se plantea los problemas que puede resolver» (Marx). Ya veis que esta segunda parte de mi exposición no concluye de modo más optimista que la primera.

Cultura e imperialismo

Llego, pues, al tercer punto que he anunciado: la intersección de las cuestiones de la cultura y el imperialismo, que abordaré tratando de evaluar la pertinencia actual de los análisis de Edward Said, los cuales no es necesario resumirlos en detalle, porque son bien conocidos y se encuentran entre nuestros principales recursos intelectuales.

Pero quiero mostrar por qué, en mi opinión, la cuestión del imperialismo no puede problematizarse plenamente sin el tipo de «crítica cultural» que él practicó e inspiró. Said nunca dejó de defender la idea de que la literatura, las artes, la filosofía y la historia son discursos «en situación», que no pueden aislarse de las tendencias políticas y sociales, que en una sociedad determinada y durante un largo período de tiempo, trufado de las revoluciones, fortalecen una determinada «hegemonía».

Said no ha cedido jamás, sin embargo, ni siquiera un ápice, al reduccionismo sociológico: su pensamiento es la antítesis de la idea de que la cultura constituye una expresión o una superestructura del sistema de dominación existente. La cultura no deriva de él. Y en consecuencia siempre nos faltará algo en nuestra comprensión de lo que es el imperialismo, si pensamos que podemos prescindir las cuestiones que Said ha planteado.

 

Permítanme expresarlo de la manera siguiente: la cultura, tal como la analiza Said, no es la expresión ni el instrumento de una dominación (las dos variantes clásicas de la idea «marxista» de superestructura), sino que funciona como una mediación política de la historia, que se construye y que produce sus efectos en el elemento del discurso.

Pero hay que ir un paso más allá: tal mediación no presupone sujetos ya dados, dotados de una identidad fija, a los que proporcionaría medios de expresión. Por el contrario, la cultura los constituye «performativamente» a través de sus operaciones de enunciación y recepción. Por ello la cultura no puede separarse del conflicto: siempre encierra la posibilidad de un «contradiscurso», que, en situaciones neurálgicas, penetra y subvierte desde el interior su significado y sus efectos.

Hablar, escribir, leer e interpretar nunca pueden permanecer bajo el control de sus autores, porque hay «dos lados», («there is two sides», como escribe en Culture and Imperialism), e incluso dos voces dentro de un mismo texto. De ahí sus sorprendentes comentarios sobre la ferocidad de la violencia colonial presente En el corazón de las tinieblas de Conrad o sobre el modo en que Kipling «traiciona» en Kim la irreductibilidad de la vida india a la objetivación que la administración inglesa intenta imponerle. Dentro de un momento vamos a descubrir la contrapartida de esta dialéctica en los discursos antiimperialistas.

La pregunta que debemos plantearnos es, pues, la siguiente: ¿cómo la mediación conflictiva representada por la cultura es capaz de orientar y modificar la trayectoria del imperialismo, no únicamente en el plano de las representaciones, sino también en el de las instituciones que estructuran la esfera pública (prensa, edición, educación) y que configuran el poder intelectual como una relación desigual e inestable al mismo tiempo?

Estas consideraciones exigen, sin embargo, una corrección. Said no se propuso construir un cuadro de lo invariante que constituiría la ideología del imperio en tanto que sistema de representaciones, que proyectan la alteridad de lo oriental, potencialmente sujeto a la dominación del Occidente «europeo», figura que habría permanecido constante a lo largo de la historia de la colonización y, por lo tanto, habría sido objeto de esencialización.

Es cierto que Said ha podido ser leído de esta forma tanto para posibilitar una argumentación anticolonialista militante, como, de modo perverso, para «volver» contra Occidente su imagen del Otro y reivindicarla como arma de liberación. Por ello Said sintió la necesidad de corregir su discurso sin por ello renegar de él [34]. El examen de la trayectoria completa y de las inflexiones que este sufre… deja claro que su propósito es, en realidad, analizar el cambio registrado en la relación existente entre imperialismo y producción cultural, así como su utilización entre el período de su fundación… El vasto espacio intermedio es, por supuesto, el análisis del discurso imperial británico en sus dimensiones pedagógicas, estéticas y estratégicas.

Si consideramos la trayectoria desde su punto de llegada, lo que llama la atención es la degradación progresiva del discurso del orientalismo, que pierde los «contrapuntos» o la superposición de «voces» que lo habían dotado de complejidad, así como la estabilidad de los estereotipos antropológicos, que tienen por efecto articular la desvalorización del Otro con la administración de un mundo basado en la oposición de amos y esclavos.

Pero esto nos obliga naturalmente a plantear la cuestión de la continuación de esta historia: ¿cómo es que el discurso imperial inscrito en nuestra cultura sigue teniendo una especie de vida fantasmal, cuando los imperios ya no se construyen, ni siquiera se expanden, sino que están en declive, conociendo una fase de decadencia que está en vías de dar paso a otro tipo de distribución de las poblaciones, que ya no se rige por la soberanía territorial, sino por la «pseudosoberanía» del global financial market?[35]. Antes de proponer una respuesta, debo efectuar un pequeño rodeo.

En primer lugar, abundando de hecho en lo que decía previamente sobre la crueldad de los imperios declinantes, y aquí me inspiro especialmente en el ensayo de Said «Zionism from the standpoint of its victims», el discurso de deshumanización del Otro se hace tanto más necesario, porque no se trata de explotarlo o de dominarlo, sino de hacerlo desaparecer [36]. Ello se debe tanto a razones de justificación y de imagen propia como a fines propagandísticos ante el mundo circundante.

El discurso del sionismo y sus aliados occidentales a propósito del pueblo palestino ofrece al respecto hoy una trágica ilustración de ello, como lo fue el discurso de los politólogos estadounidenses sobre los árabes y musulmanes tras la Revolución Iraní y la Primera Guerra del Golfo. Tal discurso de eliminación no es idéntico, sin embargo, al propuesto por el orientalismo erudito durante el periodo hegemónico de los imperios coloniales.

Porque, y esta es mi segunda observación, si la «alta cultura» del periodo imperialista no es menos racista que la cultura «popular» (o mejor populista), su procedimiento característico no es excluir al Otro de la especie humana, sino, en realidad, inscribir tesis jerárquicas o diferencialistas en una construcción de lo universal[37]como sucede, por ejemplo, respecto a la capacidad desigual de los pueblos para educarse a sí mismos o para «liberarse» de la religión a fin de acceder a una concepción del mundo basada en la ciencia, el derecho y el humanismo moral.

El punto de honor y la coronación de los esfuerzos de la cultura imperialista en su forma intelectual consiste siempre en manejar una unidad de contrarios: justificar paradójicamente la discriminación racial y las jerarquizaciones raciales en el seno de una antropología que se articula, como ocurre en Kant, con la gran narrativa del progreso y de la igualdad, únicamente para conferirle «dialécticamente» a su vez el beneficio de la antítesis y de la negatividad.

Podemos observar entonces cómo esta contradicción (este «contrapunto») abre la posibilidad a una afirmación de lo universal contra sus usos hegemónicos desde el punto de vista de los «subalternos», que están más o menos desarmados (no para siempre) en el ámbito del poder militar y económico, pero que son susceptibles de aparecer como los verdaderos portadores de lo universal. Porque los subalternos enuncian la verdad ante la cara del poder [38].

El ejemplo más brillante en la modernidad histórica es la Revolución Haitiana, leída a través de Aimé Césaire y C. L. R. James. Esta dialéctica está en el corazón de todos los movimientos revolucionarios antiimperialistas del siglo XX, como demuestran en particular, en lo referido a África, las obras de Du Bois y de Fanon. Ambos grandes escritores.

Y esto me lleva a mi comentario final. Los críticos de Said que atacan su intelectualismo, o lamentan el privilegio que concede en sus análisis a la literatura, a la filología, a la ciencia y a la retórica en detrimento de la «cultura popular», nunca me han convencido [39]. Creo que tenía razón al subrayar el poder del «texto» y los efectos de la textualidad a lo largo de lo que podemos denominar la época imperial burguesa, a la cual pertenecen todos los escritores que analiza, de Flaubert a Camus y de Melville a Salman Rushdie.

Ahora bien, la literatura se ha convertido a través de la escolarización en el motor de la cultura burguesa, de la cual Said demuestra el carácter absolutamente imperial. Pero el «privilegio literario» así descrito se torna aún más significativo, cuando pasamos al discurso contrahegemónico, al discurso de los líderes y teóricos de la revuelta contra el imperialismo, que prolongan los intelectuales poscoloniales, porque todos ellos trabajan con los medios de la escritura las tensiones características de su posición, esto es, las tensiones existentes entre el nacionalismo y el cosmopolitismo, entre la defensa de las identidades y la defensa de la universalidad, y lo hacen intentado sobrepasar el imperialismo existente sin engendrar, sin embargo, un nuevo imperialismo.

Said, gran admirador de Goethe y de su idea de la Weltliteratur, era muy consciente de estas tensiones. Por eso abogó por un discurso poscolonial, que continúa la literatura al tiempo que invierte sus efectos políticos, lo cual era coherente con su «laicismo». La literatura es una actividad intrínsecamente laica, incluso cuando encuentra su inspiración en los textos sagrados y las tradiciones religiosas.

¿Dónde nos encontramos hoy desde este punto de vista? Digámoslo sin rodeos: ya no hay una burguesía culturalmente hegemónica, sobre todo a escala mundial, que es la que cuenta. Ahí el poder lo monopolizan los multimillonarios multinacionales y sus ejecutores políticos o comerciales: hablan globish y no les interesa la literatura, sustituida por los videojuegos y el consumo conspicuo. Así pues, son totalmente inmunes a los efectos del contradiscurso.

Esto no quiere decir que la literatura no pueda reinventarse en el seno de otras prácticas de escritura, de música o de performance inspiradas en la creolité, en la cultura pop o en el rap. Pero tres fuerzas gigantescas trabajan de antemano para neutralizar sus efectos, al tiempo que devoran el espacio público y destruyen el texto: el fundamentalismo religioso bajo sus diversas banderas (evangelismo cristiano, islamismo fundamentalista, hinduismo nacionalista, e incluso el «laicismo» a la francesa en su instrumentalización islamófoba); la mercantilización de la cultura, que va mucho más allá de su comercialización y transforma los objetos culturales en productos precalibrados para el consumo de masas; la revolución informática, que «globaliza» la producción de textos, pero de modo inverso a la Weltliteratur, porque sustituye la aventura de la traducción por la transposición automática y la generación de mensajes por la inteligencia artificial[40]. De estos tres asaltos, el segundo es más destructivo que el primero y el tercero lo es aún más que el segundo. Pero los tres van de la mano bajo el control de las multinacionales.

La agencia revolucionaria en el siglo XXI [41]

Por tercera vez, pues, concluyo con un diagnóstico aterradoramente negativo de las tendencias contemporáneas del imperialismo. La guerra interminable globalizada nos está llevando a la exterminación, el capitalismo absoluto nos aprisiona en una espiral de finanzas desreguladas y destrucción del medioambiente, la «poscultura» ha neutralizado la antítesis dinámica de las «dos caras» de la literatura bajo el efecto combinado de los tres fundamentalismos religioso, mercantil y tecnológico. Tres desastres, cuya reversión en «apertura» mesiánica…no puede imaginarse. ¿Cuáles son, entonces, nuestras posibilidades de resistir y construir un futuro diferente? No lo sé. Pero tenemos que apostar, porque «estamos a bordo». Me gustaría proponer algunas sencillas orientaciones de reflexión.

En el nivel más general, creo que siempre debe existir una reciprocidad de perspectivas entre las luchas de liberación dirigidas contra potencias imperialistas específicas (es decir, los «imperios», o sus subcontratistas) en las que participan los pueblos o comunidades que estas oprimen, y el combate político contra el imperialismo en tanto que sistema, considerado en su totalidad y en su propia lógica.

Las resistencias y las revueltas son ad hominem o, en realidad, ad dominum, y son imprescriptibles y siempre dirigidas a un adversario determinado, porque los grupos humanos nunca son oprimidos en abstracto por un sistema o una lógica, sino por otros grupos políticos concretos, pertrechados con sus medios civiles y militares. Pero tampoco puede sacrificarse el combate general, porque la defensa última de cualquier imperialismo reside siempre en la relación de «solidaridad antagonista», que lo vincula a los demás imperialismos. Esto es particularmente cierto en el caso, frecuente, en el que una lucha antiimperialista siente la necesidad vital de encontrar el apoyo de otros imperialistas enemigos de «su» imperialismo, lo cual inevitablemente se produce a expensas del internacionalismo y de las alianzas con otras revueltas «desde abajo». A la inversa, todo imperialismo tiende a reclutar y manipular a las víctimas de sus adversarios. El «vagón sellado» de Lenin no es una excepción. Ninguna potencia imperialista, ni siquiera la potencia hegemónica» en un período dado, es el imperialismo como tal.

Ello plantea la cuestión de la relación dialéctica existente entre universalidad y particularidad en la lucha contra el imperialismo. Otra forma correlativa de enfocarlo es, en mi opinión, intentar aunar en un solo discurso (una sola estrategia) los compromisos «antisistémicos» locales y globales. Esto puede hacerse universalizando una causa emblemática, de modo que se convierta en una causa «justa» para el mundo entero: pienso obviamente en la causa palestina, pero también en otras causas, como la causa de las personas «erróneamente» devueltas a países supuestamente seguros, que ahora son perseguidas y enviadas a la muerte entre fronteras hostiles, o la de las mujeres que, sobre todo en los regímenes teocráticos, son maltratadas y privadas de los derechos más elementales.

Esto debe implicar también la construcción de redes transnacionales en las que se formen sujetos colectivos «híbridos» o «interseccionales», que mezclen las clases (no todas), los géneros, las razas y las nacionalidades para defender intereses comunes como la paz y el desarme, la cooperación Norte-Sur en materia de economía, de educación y de sanidad e incluso el diálogo intercultural e interreligioso, que es en sí mismo una forma de esta «hibridez». Lo primero y más importante es la protección del medioambiente, cuya destrucción únicamente se detendrá o ralentizará mediante una alianza «multicolor» arraigada en todas partes, que constituye el gran internacionalismo del momento presente [43]. El objetivo es tanto eludir a los Estados como ejercer sobre ellos la máxima presión para que cambien sus políticas.

Para concluir quisiera volver sobre la idea del reparto del mundo, que he colocado en el centro de mi resumen sobre la imperialidad del imperialismo. El reparto del mundo es también el reparto de la humanidad, que debe reubicarse en el contexto de la larguísima historia de la «colonización» del planeta por la especie humana y de los modos de ocupación de la tierra que la dividen, pero que el capitalismo y el imperialismo han redefinido brutalmente. Con Lenin he argumentado que el reparto imperialista se convirtió inmediatamente en un nuevo reparto, en una violenta redistribución de territorios y poblaciones. Esto es lo que ha ocurrido repetidamente hasta que, durante el transcurso del siglo XX, la aparición de una «superpotencia» económica y militar, seguida de su declive relativo y de la contestación por parte de un rival del cual es también estrechamente dependiente (China), ha producido una unificación conflictiva del mundo.

Las distintas modalidades de reparto del mundo se superponen como otras tantas «fronteras interiores»: división de alianzas y de regímenes, división de ideologías, distribución de las zonas de riqueza y pobreza, distribución de las formas de violencia armada. Se superponen, pero nunca coinciden exactamente. Yo diría que este cuadro complejo genera un reparto de lo humano como tal.

Ello parece contradecir una unidad o «genericidad», que constituye su horizonte, pero que únicamente existe en potencia o, mejor, que está permanentemente impedida por obstáculos y fuerzas que habría que eliminar [44]. Como diría el filósofo Gilles Deleuze, se trata de una «humanidad ausente», o de una unidad de la especie que nunca ha existido, pero que insiste por todas partes contra los poderes que la bloquean.

Eliminar los obstáculos a la unificación de lo humano o reunificar a los seres humanos (y probablemente también a los no humanos, cuyas condiciones de supervivencia ha destruido el capitalismo) no tiene nada que ver con la fantasía de crear un «Estado universal», es decir, un único imperio. Se trata de todo lo contrario: la formación de una comunidad cosmopolítica, que federe pueblos, culturas y modos de existencia.

Digamos como Said, que deberíamos aspirar, contra el reparto de los seres humanos, a un contrapunto» de humanidades múltiples. Se trata de una utopía, por supuesto, pero de una utopía que todas las luchas antiimperialistas, de diversos tamaños y maneras, se esfuerzan por alcanzar.

Recordemos deliberadamente la opción propuesta hace un siglo por los viejos socialistas y comunistas ante la catástrofe de la guerra mundial: imperialismo o revolución. Ello también significaba que únicamente la revolución puede poner fin al imperialismo y conducir a la humanidad a una nueva historia. Podría decirse simplemente: yo no sé lo que podría ser hoy «la revolución», pero sí creo que todas las luchas antiimperialistas, en su enorme diversidad de condiciones y modalidades, son revolucionarias.

Marx había escrito, más o menos, que las revoluciones son «el movimiento real que suprime el estado de dominación existente». Y, de hecho, tomadas en su conjunto, podríamos decir que las luchas antiimperialistas son la revolución del siglo XXI.

Recomendamos leer Giovanni Arrighi, Terence K. Hopkins e Immanuel Wallerstein, Movimientos antisistémicos (2024), Giovanni Arrighi, El largo siglo XX: Dinero y poder en los orígenes de nuestra época (1999) y Adam Smith en Pekín: Orígenes y fundamentos del siglo XXI (2007); Giovanni Arrighi y Beverly J. Silver, Caos y orden en el sistema-mundo moderno (2001); Antonio Negri, Los libros de la autonomía obrera (2004), El poder constituyente: Ensayos sobre las alternativas de la modernidad (2015) y La fábrica de la estrategia: 33 lecciones sobre Lenin (2024); Maurizio Lazzarato, «La “guerra civil” en Francia», El Salto, «¿Por qué la guerra (1)?» y «¿Por qué la guerra (2)?»; Ilan Pappé, «Fantasías de Israel. ¿Puede sobrevivir el proyecto sionista?» y «El colapso del sionismo», todo ellos publicados en Diario Red; y Fréderic Lordon, «El fin de la inocencia…

[1] Este texto es la adaptación al francés de la Edward Said Memorial Lecture 2024, pronunciada en la American University de El Cairo el 2 de noviembre de 2024 por invitación del Departamento de Inglés y Literatura Comparada.

[2] Giovanni Arrighi. La geometría del imperialismo, Madrid, Siglo XXI, 1978.

[3] David Harvey, El nuevo imperialismo, Madrid, Ediciones Akal, 2004.

[4] Véase Étienne Balibar, «Prolégomènes à la souveraineté», en Nous, ¿citoyens d’Europe? Les frontières, l’Etat, le peuple, París, La Découverte, 2001.

[5] El texto más conocido es «La catástrofe inminente y los medios de evitarla», de septiembre de 1917, trabajo escrito inmediatamente antes de la Revolución de Octubre, que retoma y explora ulteriormente los temas desarrollados por Lenin desde 1915, véase Vladimir Illich Lenin, Oeuvres Completes, París-Moscú, Editorial Progreso, 1959, tomo 24.

[6] Cornelio Tácito, Vie de Agrícola, Madrid, Cátedra, 2013.

[7] Vladimir Ilich Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, texto escrito en 1916, cuyo subtítulo era «Ensayo de vulgarización», y publicado al año siguiente en abril de 1917.

[8] Véase mi artículo «Sur la catastrophe informatique: ¿une fin de l’historicité?», Les temps qui restent, 3 de abril de 2024, el que me refiero en particular a Benjamin Bratton, The Stack: On Software and Sovereignty, Cambridge (MA), MIT Press, 2015.

[9] Carl Schmitt: El nomos de la tierra en el derecho de gentes Editorial Comares, 2003. Schmitt juega sistemáticamente con el doble significado etimológico de la palabra griega nomos: ley, reparto o distribución.

[10] Sobre la proximidad entre las tesis de Schmitt sobre el «Grossraum» y las de Samuel Huntington sobre el «choque de civilizaciones», véase Étienne Balibar, L’Europe, l’Amérique, la guerre: Réflexions sur la médiation, París, La Découverte, 2003, «Eclaircissement nº VIII».

[11] Resulta sorprendente que exactamente en ese mismo año de 1950 tanto Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo), como Aimé Césaire (Discurso sobre el colonialismo) expusieran una idea similar.

[12] Aquí difiero en parte de la tesis de Eric Alliez y Maurizio Lazzarato, inspirados a su vez en la obra de Antonio Negri y Michael Hardt (Imperio, 2000, y Multitud, 2004), contenido en Guerres et capital, París, Éditions Amsterdam, 2016, al tiempo que me inspiro directamente en ellos.

[13] No hay imperio que no esté centrado en una nación que se considera a sí misma como una «gran nación»

[14] Tomo prestada esta noción de Mohamed Amer Meziane, Des empires sous la terre: Histoire écologique et raciale de la sécularisation, París, Éditions La Découverte, 2021

[15] E. P. Thompson et al., L’exterminisme: Armement nucléaire et pacifisme, París, PUF, 1983.

[16] La fórmula aparece en el «panfleto de Junius», La crisis de la socialdemocracia, escrito por Rosa Luxemburg en la cárcel en 1915.

[17] Véanse, en particular, Samir Amin, La acumulación a escala mundial, Madrid, Siglo XXI, 1974]; Immanuel Wallerstein: El capitalismo histórico, Madrid, Siglo XXI, 2012], El moderno sistema mundial, Madrid, Siglo XXI, 2016-2017, 4 vols.]; y Giovanni Arrighi, El largo siglo XX, Madrid, Ediciones Akal, 1999].

[18] Como había dicho el Marx en la primera edición de El capital, dirigiéndose a los alemanes y, más en general, a las naciones, que todavía no habían experimentado la revolución industrial, De té fabula narratur: en este análisis de la «relación social» engendrada por el capital industrial, lo que está en juego es nuestro futuro próximo o lejano. Un día el mundo se homogeneizará bajo la dominación del capital a menos que entretanto se haya producido una revolución proletaria.

[19] Pienso en particular en los autores franceses de la Escuela de la Regulación»: Michel Aglietta, Robert Boyer, Alain Lipietz…

[20] El interregno de Gramsci, que se define por una doble negación –«Lo viejo ya ha muerto, lo nuevo aún no ha nacido»– se cita hoy por doquier…

[21] Lo más interesante sin duda es la idea que puede leerse entre líneas en los Quaderni del carcere: el régimen soviético reorganizado por Stalin tras el fin de la «Nueva Política Económica» y la colectivización forzosa de la agricultura son también una forma de «revolución pasiva».

[22] El mundo puesto patas arriba], frase utilizada por los Levellers en la primera Revolución Inglesa.

[23] Étienne Balibar: «Towards a new critique of political economy: from generalized surplus-value to total subsumption», en Peter Osborne, Eric Alliez, Eric-John Russell (eds.), Capitalism, concept, idea, image: Aspects of Marx’s Capital today, Londres, Kingston University, 2019; y «Absolute Capitalism», en William Callison y Zachary Manfredi (eds.), Mutant Neoliberalism. Market Rule and Political Rupture, Nueva York, Fordham University Press, 2020.

[24] Este es obviamente el esquema favorecido por los «teóricos» del neoimperialismo (como Hayek, Friedmann, etcétera), que presentaban la política económica y las «reformas estructurales» que defendían como un retorno a la ortodoxia económica, frente a las herejías inspiradas por Keynes con sus «inclinaciones» hacia el bolchevismo (planificación, inversión pública, control de precios, derechos sociales garantizados, etcétera).

[25] Véase Giovanni Arrighi: Adam Smith en Pekín, Madrid, Ediciones Akal, 2007]…

[26] Este ha sido el tema central de los trabajos de Sandro Mezzadra y Brett Neilsson desde Border as Method, or the Multiplication of Labor (2013) hasta The Politics of Operations: Excavating Contemporary Capitalism (2019).

[27] Oxfam Francia: Multinacionales et inégalités multiples, nuevo informe de 2024.

[28] Una señal espectacular de ello se registró durante la pandemia de la Covid-19 con la declaración del director de la OMS, el doctor Tedros Adanom Ghebreyesus, denunciando una situación de «apartheid de las vacunas» a escala mundial» …

[29] A lo que me refiero más precisamente como «Estado nacional social».

[30] Étienne Balibar: «Politics of the Debt», en Postmodern Culture, volumen 23, número 3, mayo de 2013.

[31] Una vez más, la situación de China es absolutamente especial, ya que lleva varios años plagada de «burbujas» inmobiliarias especulativas, siendo al mismo tiempo el principal tenedor de títulos estadounidenses (bonos del Estado), lo que le otorga una capacidad interna para influir en las políticas estadounidenses. Este hecho, sin embargo, puede explicar también por qué no tiene interés en intentar socavar el dominio del dólar…

[32] Verónica Gago y Sandro Mezzadra: «A Critique of the Extractive Operations of Capital: Toward an Expanded Concept of Extractivism», Rethinking Marxism, vol. 29, núm. 4, 2017.

[33] También podríamos pensar en la noción de «policrisis», como lo han hecho recientemente Adam Tooze y otros autores afines a sus tesis, pero de alguna manera «vista desde abajo».

[34] Véase el epílogo de 1994 y el prefacio de 2003 a las nuevas ediciones de Orientalism, Nueva York, Vintage Books, 2003, 25th Anniversary Edition.

[35] Étienne Balibar, «Naissance d’un monde sans maître? Après l’Empire, les marchés», en Histoire interminable. D’un siècle l’autre: Ecrits I, París, Éditions La Découverte, 2020.

[36] Edward Said, «Zionism from the standpoint of its victims» [1979], en The Edward Said Reader, Nueva York, Vintage Books, 2000.

[37] Monique David-Ménard, Les constructions de l’universel: Psychoanalyse, philosophie, París, PUF «Quadrige», 2009.

[38] Edward Said, Representations of the Intellectual (The 1993 Reith Lectures), Nueva York, Vintage Books, 1996, cap. V: «Speaking Truth to Power» (al parecer, Said desconocía las elaboraciones posteriores de Foucault, que reactivaban la noción griega de parrèsia).

[39] Pero no olvidemos sus extensos análisis sobre la función estratégica de los medios de comunicación, en particular en Covering islam (1981 y 1997), donde Said desarrolla la gran teoría de las «comunidades de interpretación».

[40] Véase mi ensayo «Sur la catastrophe informatique: Une fin de l’historicité?, cit.

[41] «Agencia» se utiliza aquí no en el sentido de institución, sino de actividad o capacidad de actuar, como puede ser su equivalente inglés de agency.

[42] «Donde acecha el peligro, crece también lo que salva», Hölderlin, Patmos (1803).

[43] Véanse las reflexiones sencillas y sin concesiones de Amitav Ghosh, Le grand dérangement: D’autres récits à l’ère de la crise climatique, Marsella, Éditions Wildproject, 2021.

[44] En sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx caracterizó al ser humano como el Gattungswesen, o ser genérico.

Fuente Diario Red

Enero, 2025

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