Pocos días después de los atentados del 11-S de 2001 en Estados Unidos el Gobierno de George W.Bush obtenía un cheque en blanco de la Cámara de Representantes y del Senado para iniciar sus acciones planetarias de castigo, su cruzada de el Bien contra el Mal.
La resolución aprobada autorizaba al presidente de los Estados Unidos “para el uso de toda la fuerza necesaria y apropiada contra aquellas naciones, organizaciones y personas que él considere que de forma determinante planearon, autorizaron, cometieron o ayudaron al ataque terrorista que ocurrió el 11 de septiembre de 2001, o a los que que ampararon a tales organizaciones o personas, para prevenir cualquier acto futuro de terrorismo internacional contra Estados Unidos cometidos por esas naciones, organizaciones o personas”.
En el Senado, republicanos y demócratas votaron juntos, unánimemente. En la Cámara de Representantes 420 votaron a favor y solo una congresista votó en contra, la demócrata negra Barbara Lee.
“Reflexionemos un momento”, dijo Lee, “pensemos en las implicaciones de nuestra decisión de hoy para que las cosas no entren en una espiral fuera de control. […] Este es un asunto muy complejo, y la iniciativa militar es una reacción unidimensional a un problema multidimensional”.
Fue en vano, todos y todas sus colegas de partido votaron a favor de esa ilimitada autorización que sirvió para que Bush, autoerigido en la personificación del Bien, lanzara rápidamente la primera fase de su Guerra contra el Terror… con más terror.
Su primer blanco, Afganistán, bajo control del movimiento integrista islámico de los talibán desde 1996, a quien Washington acusó de albergar a los que supuestamente habían cometido los atentados del 11-S: Osama bin Laden y las milicias de su organización, Al Qaeda.
Paradójicamente, Al Qaeda y sus muyaidin fueron aliados clave de EE UU durante la guerra 1979-1989 contra las tropas soviéticas que habían acudido a Afganistán en apoyo de su gobierno socialista, asediado por milicias de ‘señores de la guerra’. Muchos veteranos de esa guerra se enrolaron también en el movimiento talibán.
En diciembre de 2001 los talibán eran desalojados del poder por la poderosa maquinaria de guerra puesta en marcha por EE UU; habían pasado menos de tres meses del comienzo de la amplísima y devastadora operación militar.
Los mandos del Pentágono se mostraban convencidos de que acabarían con “los flecos” que quedaban en pocos meses más, que se impondría un gobierno local sumiso y que las multinacionales petroleras y gasísticas estadounidenses, británicas y de otros países aliados que colaboraran harían pingües negocios, al igual que las que trabajaran en la reconstrucción del país. Un plan de rapiña en toda regla del cual fue cómplice la OTAN y la ONU. Pero todo se torció.
Diecinueve años y cientos de miles de muertos después, los talibán están cada vez más fuertes; controlan buena parte del territorio afgano, negocian de tú a tú con Washington el plan de retirada total de las tropas estadounidenses, y ponen condiciones al régimen de Kabul para firmar un alto el fuego definitivo a la guerra.
Donald Trump tiene prisa, la retirada de las tropas del frente bélico más prolongado que ha tenido nunca Estados Unidos era uno de sus objetivos. Se ha convertido en una guerra totalmente antipopular en EE UU, nadie quiere más bajas ni más gastos.
Trump pretendía lograrlo antes de las elecciones del 3 de noviembre para cumplir con la promesa que hizo ya hace cuatro años pero el tiempo se está acabando y ya parece casi imposible que pueda anunciarse un calendario concreto y realista para la retirada. Todos los anuncios hechos en el pasado se han incumplido, incluso el último, de febrero.
Según el Pentágono, en los 19 años de guerra EE UU ha gastado más de 800.000 millones de dólares, unos 680.000 millones de euros, monto que no incluye ni la atención de los miles de veteranos de guerra ni el gasto por los intereses de la deuda contraída para financiar la guerra.
El ‘acuerdo histórico’ entre EE UU y los talibán
En febrero pasado el representante especial de EE UU Zalmay Khalizad y el cofundador del movimiento talibán, el mulá Abdul Ghani Baradar, se estrecharon la mano en Qatar tras firmar un acuerdo presentado como histórico. Sin presencia de representantes del Gobierno de Afganistán, EE UU y los talibán firmaron un acuerdo, antes impensable, para poner fin a la guerra.
El secretario del Departamento de Estado, Mike Pompeo, y varios de los líderes máximos del movimiento talibán acudieron a la firma oficial del acuerdo en Doha, logrado tras nueve rondas de negociaciones fallidas.
Con este acuerdo Estados Unidos se comprometió a una retirada gradual de los 12.000 efectivos que tenía en febrero, que debería estar terminada totalmente a mediados de 2021.
A cambio, los talibán, que se autodenominan Estado Islámico de Afganistán aunque EE UU no los reconoce como tal, se comprometieron a no atacar desde la firma de ese acuerdo ni a tropas estadounidenses ni de sus aliados, ni a ‘contratistas’ —eufemismo utilizado para los mercenarios contratados por el Pentágono— o personal civil auxiliar, hasta la finalización de la retirada.
Los talibán, que en el documento son citados como “el Taliban”, se comprometieron igualmente a impedir que ni sus fuerzas ni Al Qaeda o cualquier otro grupo insurgente atente contra intereses de Estados Unidos o sus aliados.
Además de las 2.451 bajas que sufrió Estados Unidos, Reino Unido tuvo 455, Canadá 158, Francia 86, Alemania 54, Italia 48 italianos, Australia 41, Polonia 40, España 34 y otros países un número inferior.
Sin embargo, EE UU firmó el acuerdo de febrero en solitario y al exigir a los talibán a lo largo de todo el documento como condición que no atacaran a las fuerzas e intereses estadounidenses solo puso como coletilla “y sus aliados”.
Washington forzó un acuerdo con las milicias islámicas
La otra condición importante que puso Estados Unidos fue que los talibán aceptaran sentarse a negociar con el Gobierno de Ashraf Ghani, algo a lo que los milicianos islámicos siempre se habían negado. Y aún sin estar presente el Gobierno en esas negociaciones de febrero, Washington lo comprometió a un intercambio de prisioneros con sus enemigos.
A regañadientes, el Gobierno afgano liberó a casi 5.000 prisioneros a cambio de 1.000 militares y policías. Cuando finalmente el 12 de septiembre pasado la delegación del Gobierno de Kabul y la potente y representativa delegación talibán —integró a sus distintas facciones y tribus— se sentaron frente a frente para negociar en Doha, habían transcurrido siete meses del acuerdo entre EE UU y los insurgentes.
La “reducción de las hostilidades” prometidas entonces por los talibán quedaron solo en el papel firmado, no se confirmaron sobre el terreno. En ese periodo, mientras el Pentágono comenzaba la retirada de sus tropas los milicianos intensificaban su accionar armado contra las fuerzas gubernamentales en numerosas provincias, superando en esos meses el número de ataques realizados durante todo 2019.
Eufóricos al ver las prisas del Pentágono por retirar sus tropas los talibán golpearon incluso en vísperas de la reunión con el Gobierno del 12 de septiembre pasado.
Tres días antes de esa esperada cumbre, el 9 de septiembre, tenía lugar un atentado terrorista con explosivos en Kabul contra una caravana de vehículos en la que viajaba el vicepresidente primero afgano y jefe de la Inteligencia, Amrullah Saleh. Aunque él solo sufrió heridas leves diez personas —la mayoría escoltas suyos— murieron y una quincena resultó herida.
Los talibán negaron ser autores del atentado, que según algunas fuentes podría haber sido cometido por un comando del ISIS, el Estado Islámico, activo también en Afganistán.
El 11 de septiembre, un día antes del encuentro entre el Gobierno y los talibán, los insurgentes lanzaban ataques en 18 provincias en una demostración de fuerza antes de la reunión. Llegaron a la reunión con sus ‘kalashnikov’ aún humeantes.
Según un informe de la Misión de Asistencia de Naciones Unidas para Afganistán (UNAMA), en el primer semestre de 2020 ya han muerto al menos 1.200 civiles y 2.176 resultaron heridos. Entre los muertos hubo 340 niños.
La UNAMA atribuye el 58% de esas muertes a los insurgentes, la mayoría como consecuencia de atentados suicidas, minas y secuestros extorsivos, y el 23% a las fuerzas de seguridad afganas por sus bombardeos contra posiciones enemigas. La UNAMA asegura que el mayor número de muertes de niños fue producida por los bombardeos y ataques gubernamentales.
De acuerdo a los datos de UNAMA, desde 2009, cuando empezó a registrarse por primera vez de forma sistemática el número de víctimas civiles, han muerto en Afganistán 32.000 personas y más de 60.000 han resultado heridas.
Las negociaciones entre los representantes del Gobierno y los 21 delegados del movimiento talibán encabezados por el jeque Abdul Hakim solo acaban de empezar. Son las primeras negociaciones directas y de ahí su valor pero no será fácil mantenerlas y avanzar en los acuerdos.
El Gobierno actúa a la defensiva, consciente de que la retirada de las tropas estadounidenses y de otros países integrantes de la coalición internacional y el desmantelamiento de varias bases lo debilita militarmente frente a los insurgentes, a pesar de que las fuerzas gubernamentales cuentan con 350.000 efectivos.
Durante estos años han sido múltiples los cambios que hicieron tanto EE UU como sus aliados de la coalición internacional en la configuración de las fuerzas de seguridad ante los fracasos habidos, las deserciones, infiltraciones, las matanzas en las que se vieron involucradas.
La estructura central actual se asienta en el ANA (Ejército Nacional de Afganistán en sus siglas en inglés), el ejército regular de ámbito nacional; el ANA-TF (Fuerzas Territoriales del Ejército Nacional de Afganistán), de ámbito territorial o provincial y la ALP (Policía Local Afgana).
La gran preocupación del Gobierno afgano es que actualmente el mantenimiento de unas fuerzas tan numerosas solo es posible por los donantes internacionales pero de acuerdo a la Declaración de la Cumbre de Varsovia sobre Afganistán, Kabul tendrá que asumir su financiación a partir de 2024, y eso es algo inimaginable hoy día.
Los talibán lo saben y su objetivo es volver a hacerse con el poder. No ocultan su objetivo de suprimir las dos Cámaras y la Constitución actual.
Aunque durante las negociaciones los seguidores de Hibatullah Akhundzada —líder máximo de los talibán— al menos de palabra se han mostrado relativamente menos intolerantes, la población no olvida la brutalidad con la que aplicaron la sharia —ley islámica— cuando controlaron el país entre 1996 y 2001.
Aún hoy día en zonas rurales fuera del control gubernamental es habitual que tribunales islámicos afines apliquen castigos corporales, mutilaciones o lapidaciones a mujeres adúlteras, homosexuales o delincuentes o ejecuciones sumarias de soldados y policías gubernamentales capturados.
La población civil afgana sigue en vilo los resultados de las negociaciones, especialmente en las zonas rurales y más particularmente las mujeres, doblemente víctimas de esta guerra.
A pesar de las limitaciones en avances sociales que ha habido en el país desde el derrocamiento del poder talibán, con gobiernos corruptos, sectarios y autoritarios, las mujeres han experimentado cambios innegables, visibles por ahora al menos en las ciudades.
El acceso de la mujer a la educación que los talibán les negaban —en un país que aún hoy día cuenta con solo un 43% de alfabetismo—; el derecho a que el nombre de la madre se incluya junto al del padre en los documentos de identidad; su posibilidad de hacer algunas actividades sin ser acompañadas por un hombre, incluso acudir a un gimnasio o participar en política, representan para la mujer afgana una verdadera revolución.
Este avance tan básico, tan lejos de una igualdad real y tan distinto en las zonas rurales, podría frenarse y retroceder bruscamente de lograr el movimiento talibán ir controlando cada vez más zonas del territorio afgano.
La Administración Trump no tiene tiempo ni interés en ese drama del país que invadió y devastó.
Lo deja librado a su suerte.
Está más preocupada por su propia supervivencia, por poder rentabilizar electoralmente ante las presidenciales de EE UU de noviembre el haber cumplido con el compromiso de retirar las tropas estadounidenses después de tantos años de guerra.
No está en sus planes como no lo ha estado en el de ninguno de los presidentes que lo precedieron hacer un balance de los terribles resultados políticos, sociales, humanitarios y geopolíticos provocados por esa aventura militar.