"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Y Trump se ahogó en su posverdad

Si es cierto –¡y lo es!– que “la pos-verdad es pre-fascismo”, como dice el historiador Timothy Snyder, hay que agradecer al par Joe Biden y Kamala Harris –dupla que ha sido fundamental para el éxito de la candidatura demócrata– que hayan echado a Donald Trump de la Casa Blanca. Sus conciudadanos pueden estar satisfechos y sus electores han hecho bien celebrándolo a bombo y platillo. Pero, además, en todo el mundo hemos respirado con alivio, tras endiablado recuento de votos, cuando Biden ha rozado los 75 millones de papeletas –el candidato a la presidencia más votado en la historia del país–, venciendo limpiamente a Trump, por más que éste haya conseguido el abultado apoyo que suponen los casi 71 millones de papeletas –paradójicamente, también el candidato que queda con más votos en la historia estadounidense–. Harris, la vicepresidenta electa, llega como primera mujer, y mujer negra –lo afirma con orgullo-, que alcanza ese puesto, suscitando expectativas inflamadas de esperanzas puestas en ella. Biden, el presidente electo, culmina ahora una muy larga trayectoria política, y no faltan quienes recuerden que su mochila es pesada, pues guarda, entre otras cosas, desagradables restos de algunas decisiones de Obama, de quien fue vicepresidente, el cual, como se sabe, estuvo lejos de acertar en todo, especialmente en política internacional y de defensa. Pero como quiera que sea, los mismos discursos de ambos han transmitidos mensajes que suponen mucho más que un cambio de tono: empeño por desactivar la polarización social, refuerzo de la democracia, atención a la sanidad pública, medidas anti-covid19, compromiso feminista y contra el racismo, multilateralismo en el plano internacional, vuelta a la OMS y a la cumbre contra el cambio climático… Es decir, es completo el “goodbye, Trump”.

El adiós a Trump es punto final a la pesadilla fascista, machista, racista y antidemócrata que han supuesto sus cuatro años de mandato. Ciertamente, quedan por resolver las incógnitas en torno a las causas que siguen operando para que prácticamente la mitad del electorado estadounidense, bastante localizado desde la sociología política, haya seguido votando a quien ya es presidente saliente y pueda continuar alentando un bloque ultra que escape a la órbita misma del Partido Republicano. Con todo, cabe señalar que si Biden y Harris han echado a Trump es porque también han contado con que éste, con su tozuda ceguera, se arrojó por completo a la corriente de la posverdad hasta verse ahogado en ella. La tensa campaña electoral, con obvio eco mundial por todo lo que estaba en juego, ha sido una confrontación de verdad. Ello ha sido así no sólo porque haya sido dura la competición de cara a sacar delegados propios para el “colegio electoral” que ha de votar a quien asuma la presidencia, sino porque ha estado en juego la verdad en y de la política estadounidense. Y ésta es, sin duda, cuestión fundamental, ya que la cuestión de la verdad no es solamente asunto epistémico, sino que también es cuestión moral y problema político de primer orden. No ha de pasar desapercibido que Kamala Harris, en sus palabras cuando la candidatura demócrata ya podía celebrar su triunfo, agradeciera a sus votantes que, además de defender la “democracia”, eligieran, junto a la esperanza, “la decencia, la ciencia y la verdad”.  Con ello hacía patente un posicionamiento político contrario a la mentira y al cinismo en los que estuvo instalado Trump, activando de continuo la dinámica perversa de la posverdad.

Lo que se ha venido en llamar posverdad ni empezó con Trump, ni desgraciadamente va a terminar con él. Es como un vicio generalizado de la política contemporánea que será muy difícil de erradicar, pues ella se da en condiciones tales que la perversión que supone la fabricación constante de mentiras, como proceso de fuerte incidencia social, organizado mediáticamente, políticamente promovido y rentabilizado, sobre el soporte de las tecnologías de la información, con intenso uso de las redes sociales…, es situación que no parece que vaya a diluirse. Ni las circunstancias cambian como para que no se dé esa grave malformación enquistada en una acrecentada “sociedad del espectáculo”, ni hemos pasado a un contexto político en el que las condiciones no empujen a la manipulación de las emociones, a la simplificación de los mensajes, a las adhesiones incondicionales al líder, al desecho, en definitiva, de la verdad, incluida la verdad respecto a los hechos, como valor de relevancia política. En todo ello, Trump ha sido un campeón, maléfico campeón, impulsor de una (i)lógica de posverdad en que mentir con descaro, entrar en flagrante autocontradicción o despreciar los hechos o los discursos que pudieran explicarlos fehacientemente –como las explicaciones científicas en torno a la covid-19–, para ubicarse en el más cínico negacionismo, no le ha importado en absoluto. Es más, ha tratado de sacar máximo rendimiento a todo ello. Después de todo, Trump, para auparse a la presidencia que tan malignamente ha desempeñado, contó con el apoyo de grupos mediáticos como el de Fox News, del imperio levantado por Rupert Murdoch, el que ha funcionado bajo el lema de que “tenemos que fabricar las noticias, no informar”.  Y antecedentes lejanos y próximos tuvo el populismo trumpiano, pues a tal estilo de manipulación mediática respondía aquella declaración de Karl Rove cuando, al servicio de George W. Bush, dijo que “somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”. En esa estela, con una posverdad que relanzaba esas prácticas en edición corregida y aumentada de las mismas, ha estado situado Trump con su histriónica política –hasta que la misma cadena Fox le dejó solo con su patética figura reivindicándose ganador de los comicios contra la abrumadora evidencia de los datos últimos del recuento–.

Sumergirse de lleno en la dinámica de la posverdad requiere continuas dosis de “noticias falsas”, de fake news, las cuales, como señala el filósofo norteamericano Lee McIntyre, no son falsas porque sean erróneas, sino porque deliberadamente se producen para falsear la realidad, para distorsionarla, encubrirla, reconfigurarla con otros trazos de forma que se imponga el sesgo cognitivo que marca una engañosa apariencia. Trump, inmerso en sus mentiras, ha venido a verificar lo que Debord constató en ese mentir a gran escala: “el mentiroso se engaña a sí mismo”. Hasta tal punto llega ese dopaje, ya que a base de negacionismo las adherencias a la posverdad conllevan no sólo el mero mentir, sino, desde el engaño, el afán por suministrar “verdades alternativas”, las cuales, difundidas por Internet y compartidas en redes sociales por grupos convertidos en nichos de sectarismo, pretenden erigirse en referencias cognitivas para el cemento emocional. Bien lo ha visto el italiano Mauricio Ferraris, en su pequeña gran obra sobre Posverdad y otros enigmas. Claro está que las “verdades alternativas” –aparte de mostrar que siguen siendo parasitarias del valor verdad que niegan– reclaman “hechos alternativos”, es decir,  fraudulenta invención de hechos –proceder en su día ya denunciado por Orwell–, a los que remitir la organizada producción de la mentira al servicio de aquellos intereses que son la tapada verdad de quienes manipulan masivamente a la sociedad por mor del reforzamiento del poder que como dominio ejercen.

Como si de una tragedia a gran escala se tratara, desde el punto de vista del perdedor Trump –cosa que no acepta: condición de perdedor, máxime al tratarse de quien es demócrata exclusivamente si gana–, se pretende conformar la trama de los hechos aupando como reales y efectivos los que son inventados como “alternativos”. Así, el candidato perdedor, amén de negarse a reconocer a Biden como ganador, emprende su particular cruzada queriendo sostener, contra toda evidencia, que ha habido un fraude masivo en la votación de la ciudadanía estadounidense. Tal es la “verdad alternativa” con la que jalear a sus seguidores y enturbiar todo un proceso democrático, sin parar mientes en el daño que ello ocasione a las instituciones políticas de Estados Unidos. Pero tal chapoteo en el fango de la posverdad conlleva caerse con todo el arsenal de artimañas encaminadas a borrar la distinción entre verdad y falsedad, intento sobre el cual ya hizo hincapié en su día Hannah Arendt señalando que en tal borrado está in nuceel despliegue de una dinámica totalitaria.

Biden, que para nada es un izquierdista, con la verdad de su victoria deja al desnudo cómo Trump se hunde en su posverdad. La terquedad de este plutócrata de estilo mafioso, pasado por la experiencia de vendedor de humo ante las cámaras de televisión, se ve derrotada a la postre por la tozuda realidad. Tampoco Harris es una revolucionaria, pero bien puede hacer suya la conocida declaración orwelliana de que “en tiempo de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”. ¡Ojalá el nuevo tándem presidencial pueda mantener el compromiso con la verdad expresado por Harris! La democracia no subsiste en el mercado de la posverdad donde hasta los hechos quedan al albur de una antipolítica cínica a expensas del mayor postor en cuestión de falsedades. Eso es lo que está en juego. No olvidemos que, cabalgando sobre sus falsas “verdades alternativas”, pululan por el mundo los neofascistas de la “estirpe Trump”, desde un Bolsonaro que se niega a saludar a Biden hasta un Abascal que burdamente sigue apoyando al héroe americano, aun en su caída. La verdad también es una cuestión de justicia –incluso de justicia respecto a los hechos– y, frente a las derivas fascistas de la posverdad, es una política de verdad lo que puede salvar la democracia.

 

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