–Me acaban de avisar, mañana hay que estar en el Panteón Nacional para recibir a Oscar López Rivera.
– ¿En serio?
–Sí. Tú pásalo por el grupo y tú activa la sala para los mensajes masivos. Encárguense de la convocatoria por favor.
– ¡Entendido!
Fue una extraña sorpresa de algo que no creí que pasaría. Nos dispusimos todos a convocar desde esa noche para la tarde del día siguiente, en pleno remolino de la campaña presidencial. De modo que el sábado estábamos, en medio del desgaste, lo difícil de la convocatoria porque las múltiples actividades obligaban a muchos a tomarse un descanso. Pero ¡Apara ver a Oscar López Rivera! Más de uno luchó contra su cansancio por la emoción, y otros fueron por la obligación de cumplir con las órdenes.
Llegado al sitio, la convocatoria estaba bastante floja, pero fue mejorando paulatinamente/progresivamente hasta volverse “aceptable”. Yo confieso haber ido con cierto desdén, ya que siempre nos llaman para “ser bulto” y gritar desde una tribuna o un punto cercano, pero nunca interactuar con “los tipos”, eso queda reservado para otrxs. Sin embargo, fui a cumplir con la responsabilidad que se me había encomendado para coordinar convocatoria y con una muy pequeña esperanza de ver al caballero digno, recién liberado (a un personaje de esos que uno solo lee en los libros y artículos). Así transcurrieron varias horas bajo es sopor de una tarde de cielo inmóvil.
Como es normal, la actividad se desarrolló en el Panteón Nacional, al margen de nosotros, con dirigentes y responsables de alto nivel, el protocolo, la solemnidad y las fotos.
–Pendiente que ya van saliendo!
Nos preparamos para gritar nuestras consignas y recibirlos, para que nos levantaran los brazos, saludaran y se fueran, tal vez luego de saludar puntualmente a alguien de nosotros; pero no, el tipo vino con nosotros, el grupo multiverso de jóvenes: unos emocionados, algunos con plena conciencia de a quiénes estaban viendo, otros sabiendo solamente que era “una gran personalidad”. También estaban los apáticos obligados y los que no tenían la más mínima idea de qué haciían allí, que no fuera “estar aquí pa´ que los jefes nos vean”.
Oscar vino con nosotros, nos saludó, cruzó algunas palabras y, sobre todo, se tomó muchas fotos con nosotros. Yo sentí que él quería saber cómo estaba la juventud latinoamericana de a pie, qué decía, palparlas, retroalimentarse. Cúlpenme si no sé interpretar los gestos y las miradas.
Antes de que se fuera y luego de haberlo meditado por minutos que parecieron horas, me atreví a saludarlo, le ofrecí mi mano seguida de lo único que alcancé a ensayar y a decir: Respeto y admiración infinita, Oscar López Rivera. En seguida clavó sus ojos en los míos, y yo sentí que en sus ojos vi todo el sufrimiento de las luchas latinoamericanas por la liberación; la sangre, los muertos, las generaciones perdidas, los cantos, los poemas y los gritos. Quisiera recordar lo que me dijo, pero en todo caso, nada pudo ser tan expresivo como esto.
Sentí que, con ojos casi llorosos, me quería hacer saber lo mucho que se ha sufrido, la responsabilidad que tenemos y que en Venezuela no debemos tomarnos a la ligera lo que aquí se está jugando. Esto es serio, nos enfrentamos a quienes le robaron su vida entera y solo lo liberan ahora, que lo único que puede hacer es transmitir sus conocimientos y experiencias (obviamente que no es desdeñable) tal como hicieran con Pedro Albizu Campos, a quien también liberaron cuando ya no podía ser líder de nada, creo que como una maniobra más para perpetuar su sufrimiento.
Finalmente, se despidió de nosotros y abordó el vehículo que lo transportaba. Pero aquí, quedó un joven venezolano anónimo que si bien ya sabía todo esto por libros y declaraciones, por fin pudo conocer a alguien que sabe de verdad todo esto, y que se lo mostró por una ventanita; y este joven pensó en cuán diferentes serían las cosas si cada dirigente al frente de esta lucha, joven y adulto, supiera todo lo que sabe Oscar López Rivera.