Por Antonio Gramsci
Tenemos aquí delante el programa de la Universidad popular para el primer período 1916-1917. Cinco cursos: tres dedicados a las ciencias naturales, uno de literatura italiana, uno de filosofía. Seis conferencias sobre diversos temas: de ellas, sólo dos dan, por el título, alguna certeza de seriedad. Nos preguntamos, a veces, por qué en Turín no ha sido posible asegurar un organismo para la divulgación de la cultura, por qué la Universidad popular sigue siendo la mísera cosa que es, y no ha logrado imponerse a la atención, al respeto, al amor del público; por qué no ha conseguido formarse un público. La respuesta no es fácil, o es demasiado fácil. Problema de organización, sin duda, y de criterios informativos. La mejor respuesta debería consistir en hacer algo mejor, en la demostración concreta de que se puede hacer mejor y de que es posible reunir un público en torno a un foco de cultura, con tal de que ese foco sea vivo y caliente de verdad. En Turín, la Universidad popular es una llama fría. No es ni universidad, ni popular.
Sus dirigentes son unos aficionados en el asunto de la organización de la cultura. Lo que les hace actuar es un blando y pálido espíritu de beneficencia, no un deseo vivo y fecundo de contribuir a la elevación espiritual de la multitud a través de la enseñanza. Como en los institutos de beneficencia vulgar, ellos en la escuela distribuyen bolsas de víveres que llenan el estómago, producen tal vez indigestiones, pero no dejan rastro, pero no van seguidos de una vida nueva, de una vida distinta. Los dirigentes de la Universidad popular saben que la institución que dirigen debe servir para una determinada categoría de personas, que no ha podido seguir los estudios regulares en las escuelas. Y esto es todo.
No se preocupan de cómo esta categoría de personas pueda ser acercada al mundo del conocimiento del modo más eficaz. Encuentran un modelo en los institutos de cultura ya existentes: lo copian, lo empeoran. Hacen más o menos este razonamiento: quien frecuenta los cursos de la Universidad popular tiene la edad y la formación general de quien frecuenta las universidades públicas, por tanto, démosle un sucedáneo de éstas. Y desatienden a todo el resto. No piensan que la universidad es la desembocadura natural de todo un trabajo precedente: no piensan que el estudiante, cuando llega a la universidad, ha pasado por las experiencias de las escuelas medias y éstas han disciplinado su espíritu de investigación, han refrenado con el método sus impulsos de aficionado, en suma, ha llegado a ser, y se ha espabilado lenta, tranquilamente, cayendo en errores y levantándose, titubeando y volviendo a tomar el camino recto. No comprenden estos dirigentes que las nociones, arrancadas por todo este trabajo individual de investigación, no son si más ni menos que dogmas, que verdades absolutas. No comprenden que la Universidad popular, así como ellos la dirigen, se reduce a una enseñanza teológica, a una renovación de la escuela jesuítica, en la cual el conocimiento se presenta como algo definitivo, apodícticamente indiscutible. Eso no se hace ni siquiera en las universidades públicas.
Ahora estamos persuadidos de que una verdad es fecunda sólo cuando se ha hecho un esfuerzo para conquistarla. Que no existe en sí y por sí, sino que ha sido una conquista del espíritu; que en cada individuo es necesario que se reproduzca aquel estado de ansia que ha atravesado el estudioso antes de alcanzarla. Y, por tanto, los enseñantes que son maestros dan en la enseñanza una gran importancia a la historia de su materia. Esta representación en acto para los oyentes de la serie de esfuerzos, de los errores y las victorias a través de los cuales los seres humanos han pasado para alcanzar el actual conocimiento, es mucho más educativa que la exposición esquemática de este mismo conocimiento. Forma al estudioso, da a su espíritu la elasticidad de la duda metódica que convierte al aficionado en una persona seria, que purifica la curiosidad, vulgarmente entendida, y la hace convertirse en estímulo sano y fecundo de un conocimiento cada vez mayor y más perfecto. Quien escribe estas notas habla un poco también por experiencia personal. De su aprendizaje universitario, recuerda con más intensidad aquellos cursos en los que el enseñante le hizo sentir el trabajo de investigación a través de los siglos para conducir a su perfección el método de investigación. Para las ciencias naturales, por ejemplo, todo el esfuerzo que ha costado liberar el espíritu de los seres humanos de los prejuicios y de los apriorismos divinos o filosóficos para llegar a la conclusión de que las fuentes de agua tienen su origen en la precipitación atmosférica y no en el mar. Para la filología, cómo se ha llegado al método histórico a través de las tentativas y los errores del empirismo tradicional, y cómo, por ejemplo, los criterios y las convicciones que guiaban a Francesco de Sanctis al escribir su historia de la literatura italiana no eran más que verdades que venían afirmándose a través de fatigosas experiencias e investigaciones, que liberaron a los espíritus de las escorias sentimentales y retóricas que habían contaminado en el pasado los estudios de literatura. Y así para las otras materias. Esta era la parte más vital del estudio: este espíritu recreador, que hacía asimilar los datos enciclopédicos, que los fundía en una llama ardiente de nueva vida individual.
La enseñanza, desarrollada de ese modo, se convierte en un acto de liberación. Posee la fascinación de todas las cosas vitales. Ese modo de enseñanza, debe afirmar especialmente su eficacia en las Universidades populares, cuyos asistentes carecen precisamente de la formación intelectual que es necesaria para poder encuadrar en un todo organizado cada uno de los datos de la investigación. Para ellos, especialmente, lo que es más eficaz e interesante es la historia de la investigación, la historia de esa enorme epopeya del espíritu humano, que lenta, paciente, tenazmente toma posesión de la verdad, conquista la verdad. Cómo desde el error se llega a la certeza científica. Es el camino que todos deben recorrer. Mostrar cómo lo han recorrido los demás es la enseñanza más fecunda en resultados. Es, entre otras cosas, una lección de modestia, que evita que se forme la muy fastidiosa caterva de sabelotodos, de esos que creen haber llegado al fondo del universo cuando su memoria feliz ha conseguido encasillar en sus repertorios un cierto número de fechas y de nociones particulares.
Pero las Universidades populares, como la de Turín, prefieren tener más bien los cursos inútiles y fastidiosos sobre “El alma italiana en el arte literario de la últimas generaciones”, o lecciones sobre “la conflagración europea juzgada por Vico”, en las cuales se atiene más al lustre que a la eficacia, y la personita pretenciosa del conferenciante aplasta la obra modesta del maestro, que también sabe hablar a los incultos.