"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

“Europa tiene un sentido de superioridad que incluye el decir que no es racista”

Una conversación con Daniela Ortiz por Marcelo Expósito

 

El pasado 14 de marzo de 2020 se decretó el estado de alarma en España. Comenzó así una cuarentena que se ha producido también con ritmos desiguales en gran parte del mundo para defendernos de la pandemia de coronavirus. Durante los primeros meses, muchas de nuestras reflexiones estuvieron guiadas por dos imágenes persistentes. La primera era el exterior que se había vaciado ahí fuera de nuestros espacios privados. La segunda, la calle que, en un futuro probablemente marcado por el control de los protocolos anticovid, costaría volver a llenar cuando resultara necesario exigir justicia redistributiva frente a otro previsible colapso económico. Ambas imágenes evocaban la representación del espacio público como una especie de hoja en blanco en la que se nos hacía trabajoso imaginar cómo volver a dibujar la movilización social.

El 25 de mayo de 2020 el afroestadounidense George Floyd era asesinado en plena calle de Mineápolis a la vista de todo el planeta. La rodilla de un policía presionó sobre su garganta mientras lo retenía inmovilizado contra el suelo hasta asfixiarlo. En apenas unas horas estalló como respuesta un movimiento global antirracista que ocupó inesperadamente las calles infectadas por la pandemia. En ese momento se nos reveló cómo nuestra imaginación de un mundo vacío ahí fuera era una recreación inconsistente. El mundo privado de las cuarentenas se apoyaba sobre el trabajo que seguían realizando a la intemperie quienes habitualmente sostienen nuestras sociedades de manera invisible. Y el espacio público fue ocupado masivamente sin atender a protocolos por aquellos sujetos que asociaban el riesgo de su propia muerte no solamente a los problemas respiratorios provocados por el coronavirus, sino también a la bota del Estado que presiona sobre sus gargantas con el peso de 500 años de violencia colonial. De repente, en mitad de una crisis sanitaria global devastadora potenciada por la violencia neoliberal contra lo público y lo común, el “No puedo respirar”, las últimas palabras de George Floyd repetidas por millones de personas a la luz del día en todo el mundo, adquirían aún otra resonancia.

El 16 de junio de 2020, en un programa muy popular de la televisión española, se debatía sobre los ataques a estatuas coloniales que se estaban produciendo en todos los países al grito de “Las vidas negras importan”. Daniela Ortiz, una joven artista y activista invitada se confronta con fiereza y un deje de ironía al conjunto del plató: califica sus actitudes de racistas y justifica que pudiera llegar a atacarse la estatua de Colón en Barcelona. A partir de ese instante se desencadena contra ella una lluvia de odio en las redes sociales que finalmente salpica en comunicaciones privadas. Ante lo siniestro de algunas amenazas personales, decide –tras consultar con su grupo de apoyo– salir de Barcelona. Hoy se encuentra en Perú, su país de origen.

Daniela Ortiz (nacida en Cuzco en 1985) es indiscutiblemente en este momento una de las artistas más relevantes de su generación. Sus trabajos iniciales tematizaban la precariedad laboral y el impacto del neoliberalismo sobre la vida cotidiana. Sin abandonar la rigurosidad formal de la obra de sus comienzos, ha ido abrazando también cada vez más la reflexión sobre la matriz de opresión patriarcal y racista-colonial que opera de manera estructural en nuestras sociedades. Lo que sobresalta a muchos es que Daniela Ortiz –como sucede por lo general con las organizaciones, las redes y los movimientos antirracistas con los que se vincula– se niega a reducir la xenofobia y el racismo a un problema derivado exclusivamente del ascenso de la ultraderecha. Por el contrario, sus interpelaciones apuntan en muchas ocasiones al paternalismo progresista hacia las comunidades migrantes o racializadas, quienes consideran que esa altivez no está desconectada de otras formas más ostensibles de violencia material. Con toda seguridad, este señalamiento que se nos hace es correcto. Un sentimiento de superioridad se percibe por ejemplo en la condescendencia con la que se dice comprender la furia antirracista mientras se condena la práctica de los ataques antimonumentales. Ese rechazo hacia las formas de la protesta anticolonial global ignora la densidad histórica y emocional que contienen los gestos de agresión iconoclasta contra las erecciones públicas que celebran en realidad no la historia sino la continuidad del colonialismo. El historiador Enzo Traverso, uno de los pocos intelectuales europeos blancos con reconocimiento internacional que se ha mostrado abiertamente dispuesto a pensar esta complejidad, lo ha interpretado de una manera bellísima: “Derribar estatuas no borra la historia, nos hace verla con más claridad” (Sinpermiso, 27 de junio de 2020). Por todos estos motivos, quienes se sorprenden de que las interpelaciones del movimiento antirracista y anticolonial global se dirijan a lo que llaman “la izquierda blanca” ignoran también que en declaraciones como las de Daniela Ortiz resuenan fricciones políticas de nuestra propia historia de las emancipaciones que no tenemos derecho a olvidar. Es el caso de la dramática carta por la que Aimé Césaire, el poeta y político de la Martinica, teórico de la negritud, renunciaba en 1956 a la militancia en el Partido Comunista Francés por su intolerable “paternalismo colonialista” durante la Guerra de Liberación de Argelia. Hablamos con Daniela Ortiz el martes 8 de septiembre de 2020, ella en algún lugar de la región andina de Perú, yo en mi domicilio de Barcelona.

Daniela, estás ahora en Perú, ¿verdad? Has tenido que marcharte de Barcelona porque se aceleró una campaña de ataques racistas contra tu persona a raíz de una aparición que hiciste en un programa televisivo. Nos vamos a detener en esto, evidentemente, pero un poco más adelante en la conversación. De entrada te voy a pedir, por favor, un breve informe de situación sobre cómo os encontráis.

Sí, estamos mi hijo y yo en Perú, en una zona de los Andes. Ahora estamos muchísimo mejor, por lo menos pudiendo dormir, respirar y retomar nuestra vida cotidiana. Pero efectivamente pasamos por una situación de tensión por la que tuvimos que irnos después de 13 años viviendo en Barcelona, que era la ciudad donde yo había elegido establecerme, donde nació mi hijo, donde lo estaba criando y había decidido que quería tener mi vida. Lamentablemente hemos tenido que dejarla de un día para el otro por mis declaraciones de apoyo a los levantamientos anticoloniales en Norteamérica y a mi militancia política en el antirracismo en España. Creo que ahora he tomado perspectiva del nivel de estrés en el que estábamos. ¡Ha sido llegar acá y he podido dormir!, que era algo que en las últimas semanas en Barcelona no podía hacer por estar aterrorizada directamente. Y eso ha sido el momento cúlmine de una situación que yo venía viviendo desde hace tiempo, el final de un proceso en el que yo había normalizado vivir en ese nivel de ansiedad.

He sido testigo de la presión que habéis sufrido y, más allá de que vuestra situación siga siendo delicada, me alegro mucho de veros felices porque pareciera que a algunas personas, para verificar la autenticidad de la persecución que sufren, se les tiene que ver destruidas. Y mira… no. Bastante supone tener que sostener luchas difíciles como para que, encima, el certificado de tu compromiso se expida según el nivel de sufrimiento que demuestres. Vamos a remontarnos a los meses previos a esta situación, la cuarentena que habéis pasado en Barcelona. Recordarás que en la conversación con Helena Maleno (“La nueva normalidad se tiene que construir con los saberes migrantes”, CTXT, 21 de mayo de 2020) ella hacía hincapié en que las experiencias personales del confinamiento han sido muy desiguales aunque se haya extendido la idea de que la pandemia y la cuarentena nos igualan. Me gustaría que me contaras cómo ha sido tu vivencia de la cuarentena y tu cercanía con las redes de apoyo mutuo entre personas migrantes y racializadas.

Lo primero que se vive de primera mano siendo una persona migrante racializada es que, contrariamente a ese discurso que dice que la cuarentena nos iguala, lo que hace es incrementar y agudizar mucho más las desigualdades. En mi caso, siendo madre soltera, fue una situación bastante compleja tener que seguir sosteniendo la economía de la casa mientras cuidaba a mi hijo y tener que resolver cosas tan básicas como ir al supermercado. Mi caso personal se pudo sostener por la solidaridad de mis vecinos con quienes nos organizamos; por fortuna, yo vivía en Barcelona en un pasaje donde había una relación estrecha con mis vecinas, por ejemplo, que eran señoras mayores. Pero una cosa importante que pasó en ese momento y que me parece interesante mencionar acá es cómo los colectivos migrantes y racializados –y no te digo uno ni dos, sino todas las organizaciones antirracistas, de trabajadoras domésticas, vendedores ambulantes, grupos de apoyo para el asunto de los papeles…– lo primero que hicieron, el mismo día que comenzó el estado de alarma, fue organizarse para solventar las necesidades básicas de alimentación, económicas y de acompañamiento para la asistencia médica, porque al instante ya teníamos la noción de que el Estado nos iba a dar la espalda. Que ese Estado que viene persiguiendo, ilegalizando, deteniendo, maltratando, explotando personas migrantes, en ningún caso y bajo ningún concepto iba a apoyar a las personas migrantes sino que la violencia se iba a incrementar contra ellas, como vimos con el comportamiento de la policía en el espacio público.

A pesar de la situación de ansiedad que se estaba viviendo en esos momentos se me pone la piel de gallina al recordar –y me parece importantísimo reivindicar– cómo surgen iniciativas como aquella de la que yo fui parte, por ejemplo, que es la red de cuidados antirracistas, donde siempre estaba sobre la mesa tener como prioridad solventar las necesidades alimentarias de quienes están en la base de la pirámide: primero van quienes están en peor situación, al contrario de la política que tuvo el Estado, que dio primero el apoyo económico a las grandes empresas, luego a los pequeños empresarios o a los autónomos, luego a las familias españolas en situaciones precarias, luego a los migrantes con papeles y siempre dejando de lado y excluidos a los sujetos que se ven más afectados por una situación así, que son los migrantes en situación de irregularidad. O se puede mencionar también al Sindicato de Vendedores Ambulantes que no solamente hizo una red de sostenimiento y apoyo para garantizar la alimentación, sino que también ponía sus conocimientos y sus maquinarias al servicio de los cuidados sanitarios para la producción de mascarillas que el propio Estado no estaba pudiendo solventar. Esto tiene que ver con lo que también mencionaba Helena sobre los saberes migrantes, ¿no? Fue muy interesante ver que esos saberes migrantes no solamente consistían en una reflexión política, un debate o una conversación, sino en una puesta en marcha, en formas prácticas de abordar una situación tan extrema como la de una pandemia a la que, mal que bien, se dio apoyo mediante estas redes a una parte de la población que no solamente estaba excluida de los cuidados del Estado sino que incluso estaba perseguida por el Estado.

Vamos a remitirnos a un proyecto que realizaste como artista en el año 2010 que tenía por título 97 empleadas domésticas. Consistía en una serie de fotografías de familias peruanas de las que denominamos eufemísticamente “acomodadas”. Todas muestran situaciones de celebración doméstica, íntima, privada… Son fotos alegres, joviales, que proyectan una sensación de inocencia, un clima de paz y seguridad. Si las observamos con atención, en todas ellas, sin embargo, encontramos siempre unas sombras, unas manos cortadas por el encuadre, algún indicio o pista de que hay una empleada doméstica marginada en la foto o excluida de la representación pero que sin embargo sostiene materialmente esa escena con su trabajo.

Son fotos que yo saco de redes sociales, pertenecientes a gente de la clase alta peruana, sobre todo limeña, donde se les ve en momentos cotidianos. Y esos rastros que tú describes son muchas veces las figuras de las trabajadoras domésticas incluso cortadas por el autor de la foto que intenta encuadrar de manera que no salgan. La serie, por un lado, consiste en un retrato de esa estructura racializada que ha situado a las personas indígenas, afrodescendientes y mestizas en una condición de explotación laboral por este orden colonial. Y por otro lado, hay algo que me parecía muy importante, y es que el primer plano lo ocupa la clase opresora. Porque el sistema colonial siempre ha utilizado a su favor el cómo regular en cada momento la visibilidad y la invisibilidad.

A los sujetos oprimidos se los invisibiliza, pero en el momento en que se habla de los problemas sociales en el contexto peruano, del sistema de control migratorio, de la explotación laboral de las trabajadoras domésticas, a quien se analiza y se visibiliza en este caso es a la trabajadora doméstica, nunca a su explotador. Y esa invisibilidad de aquellos que se benefician de ese sistema económico es lo que les ha permitido tanta impunidad. Claro que en el contexto peruano han existido investigaciones o trabajos sobre estas cuestiones, pero lo que hace 97 empleadas domésticas es mostrar los rostros de la élite peruana. El hecho de señalarlos a ellos concretamente en el marco de un análisis del racismo estructural generó muchísima violencia de su parte hacia este proyecto. Me parecía muy importante decir lo siguiente: sí, hablemos de estos temas, hablemos del racismo, de la explotación, pero sobre todo hablemos de quién está generándolo y beneficiándose. Cuando se habla del “problema de la pobreza” hay que responder: no, el problema son las élites. Cuando se habla del “problema de la educación” nunca te hablan de los colegios privados que forman a la próxima clase dirigente racista, clasista y machista que va a imponer las condiciones de vida en este territorio. Siempre se muestra a la población afectada como centro del problema, y no: el problema es la ideología que las élites tienen.

Este trabajo constituye una transición en tu biografía. Entre ámbitos geográficos, por ejemplo, porque está elaborado entre América Latina y Europa, lo realizas cuando estabas instalándote en Barcelona. Pero se trata de una obra que significa también otro tipo de tránsito personal más complejo, ya que escenifica de alguna manera un desclasamiento. Me ha resultado chocante observar cómo en los ataques que has recibido durante los últimos meses, hay personas que se han remitido a esta obra como una prueba para denunciar tu supuesta impostura: que tú estarías hablando de clasismo y racismo proviniendo de la élite blanca. Sinceramente, yo no creo que sean ataques que uno deba molestarse en contestar justificándose personalmente. Para empezar, porque no se trata de algo episódico: es una dinámica histórica que quienes se encuentran en posiciones de poder se arrogan incluso la potestad de decretar quién tiene la legitimidad para interpelarles como sujeto subalterno. Sin embargo, me ha sorprendido cómo afrontas estas críticas para devolver la interpelación, argumentando que demuestran precisamente un desconocimiento de la dinámica racista-colonial en Latinoamérica y en Europa.

En lo que respecta a la militancia, siempre me ha parecido muy importante reconocer el espacio que una ocupa para desde ahí poder entender cómo se lucha. Yo he sido siempre bastante clara en el hecho de que provengo de un contexto privilegiado peruano, si bien mi familia no es de la oligarquía ni mi padre es millonario, a pesar de que algunos han buscado incluso relacionarme con la Duquesa de Alba [carcajadas]. Pero, con todo, en el contexto peruano, el simple hecho de pertenecer a una familia que no haya vivido situaciones de pobreza ya supone disfrutar de un cierto privilegio. Si he visto de cerca a esa clase alta es porque yo tendría que haber aspirado a formar parte de ella mediante el matrimonio: yo, blanco-mestiza, he sido formada para casarme con alguien más blanco que yo con una mejor situación económica. 97 empleadas domésticas suscitó reacciones en gente de la élite criolla, recordarás que me amenazaron con hacerme una denuncia penal: “No sabes con quién te has metido”, me decían; pero claro que lo sabía: con dueños de canales de televisión, de despachos de abogados y en general con personas que se creen los dueños del Perú. Y una compañera de allá me hizo un comentario bien interesante: ella pensaba que esa reacción tan violenta a propósito de lo que no era sino un señalamiento de una parte muy pequeña de una realidad, se debía a que lo consideraban una traición a mi propia blanquitud. Aquellos que esperaban que guardara silencio y me asimilara a sus lógicas racistas, que en el contexto peruano podrían beneficiarme, no podían tolerar que además de rechazarlas incluso las señale.

Y esto que te cuento se amarra con el otro tipo de acusaciones recientes que mencionas. Yo digo: si alguien señala mi situación de privilegio en el contexto peruano para luchar en contra de la estructura colonial, racista, patriarcal y capitalista, para analizarla y desmontarla, ¡perfecto, adelante compañeros! Pero si utiliza el señalamiento hacia la posibilidad que yo tenga de disfrutar privilegios en Perú para desactivar mi denuncia del racismo institucional español, me parece bajísimo. Porque no es solamente ahora o en 97 empleadas domésticas, en mi trabajo de artista he tenido siempre una postura muy clara a la hora de confrontar el clasismo y el racismo en el contexto peruano, como hice en otros trabajos como Habitaciones de servicio [una serie de fotografías y planos arquitectónicos de viviendas de la élite donde se revelan las minúsculas proporciones del espacio dedicado a las empleadas domésticas contratadas como internas] (2011) o Campamento Primero de Mayo [una intervención pública muy contundente: Daniela obtuvo en la web de la Bolsa de Valores de Lima las direcciones de altos directivos y gerentes de la Compañía Minera Volcan, fotografió sus lujosos domicilios y pegó esas imágenes ampliadas a gran tamaño –con las iniciales de sus propietarios y el cargo que detentan– sobre las fachadas de las humildes casas de las familias obreras mineras de Campamento Primero de Mayo] (2012). Ahí es donde yo digo: bueno, de nada sirven las acusaciones que se me hacen, no sólo porque no son verdaderas, sino sobre todo porque resultan inútiles, resultan mucho más interesantes las alianzas políticas que ya se están dando entre las luchas contra el orden colonial en Abya Yala [el nombre originario con el que los movimientos indígenas y anticoloniales denominan actualmente a América] con las luchas antirracistas en España, como sucede por ejemplo cuando van a España compañeras como la mapuche Moira Millán.

Hace diez años me pediste escribir un texto sobre 97 empleadas domésticas. Recuerdo que eras entonces una joven artista enfurecida con razón [risas] por dos motivos principales. El primero por cómo tu situación inestable de migrante en España te obligaba a encadenar trabajos precarios en los que habitualmente sufrías situaciones de abuso laboral que reflejabas en obras artísticas sin embargo muy estilizadas, composiciones de fotos y escritos extremadamente sencillos, a veces apenas descriptivos, donde predominaba el blanco y negro o con una utilización despersonalizada y no expresiva del color, y a pesar de todo con una enorme capacidad de condensar sentidos y de interpelar de una manera muy dura al espectador. El segundo motivo era la marginación a la que te veías sometida en el sistema del arte local que privilegiaba a otros artistas de tu generación, en fin, de cuyos nombres ya ni nos acordamos.

Te explico el por qué de recordarte estos detalles. El texto que escribí tenía como objetivo contrarrestar las dificultades de recepción que sufría tu trabajo en el sistema del arte local, estableciendo para ello una genealogía que lo relacionaba con las artes conceptuales de los años sesenta y setenta que aplicaban análisis críticos de las representaciones visuales y a las instituciones del arte. Y ahora voy a hacer una autocrítica [risas]. Lo he releído y me he quedado muy sorprendido, porque a la hora de establecer esa genealogía, todos los nombres que me surgieron eran de hombres blancos angloeuropeos. Es verdad que el texto planteaba también algunas referencias a cómo en la tradición de los análisis críticos de la imagen se ha diseccionado la matriz de género-clase-raza con la que se han construido históricamente las representaciones de la vida privada burguesa, tradición con la que se emparenta claramente tu trabajo sobre las empleadas domésticas, y también es verdad que había en el texto alguna referencia a las representaciones coloniales de la Conquista. Pero lo fundamental, visto en retrospectiva, es lo siguiente: a la hora de construir un relato historiográfico de autoridad que legitimara tu trabajo en ese momento, si bien la genealogía que yo proponía –Dan Graham, Ed Ruscha…– era de carácter crítico, no dejaba de ser una radicalidad masculina, blanca y angloeuropea. Sin embargo, en tus trabajos más recientes está sucediendo una evolución que resulta fascinante de observar. Sin abandonar las herramientas de análisis crítico de esa tradición de las artes conceptualistas, cada vez más incorporas formalmente “estéticas populares” latinoamericanas –y discúlpame que las describa de una manera tan torpe–, lo que apunta evidentemente al deseo de reconstruir otra genealogía propia más allá de aquel ascendente que yo trazaba. ¿Cuándo iniciaste esta reflexión, Daniela? ¿De qué manera se está produciendo este tránsito?

Surgió de una situación bastante particular. En concreto, de una conversación con Marissa Lôbo, una compañera artista y activista afrobrasileña que trabaja en Viena, que me hizo una crítica contundente a mi trabajo. Me dijo: los contenidos me parecen súper necesarios, tu forma de leer el racismo institucional me parece genial, pero las formas y las estéticas que estás utilizando son absolutamente blancas. Pertenecen, como bien estás explicando, Marcelo, a una estética, la de la crítica institucional de izquierda, que es eurocéntrica y anglosajona y sobre todo de varones. Fue por esa crítica que yo empecé a repensar y a retomar… ¡algo que yo ya sabía hacer!, porque yo sabía pintar, sé hacer cerámica… La formación artística que tuve fue bastante técnica. De hecho, el motivo por el que yo vine a Europa no fue por que asumiera el punto de vista eurocéntrico según el cuál el arte legítimo esté aquí, sino porque intentaba encontrar un espacio donde debatir cuestiones más conceptuales en cuanto al trabajo artístico y que en Perú no encontraba. Esta es la reflexión reciente por la que he retomado el trabajo más manual. Pero también hay un motivo personal: el trabajo manual te permite construir un espacio en el que pensar con otros ritmos. Cuando tú estás bordando, pintando o dibujando, la forma en la que se articula tu pensamiento, en la que vas ordenando tus ideas y en la que vas realizando esas imágenes que después se tienen que relacionar con el público, es otra.

Yo recuerdo una vez que con mi mamá fuimos a una galería de arte en Lima. Se hacía chiquitita enfrente de las obras de arte que estaba viendo, porque muchas veces ese conceptualismo contiene una cierta arrogancia estética que lleva a que la gente que no está vinculada a esos entornos culturales o artísticos, que no ha tenido el tiempo para dedicarse a conocer esos lenguajes, herramientas o genealogías, se sienta estúpida porque de pronto no entiende algo que no tiene por qué entender. El lenguaje que está utilizando el artista no pertenece a unas narrativas cotidianas, se consume en espacios ciertamente de izquierda pero elitizados también, ¿no? Entonces, una cosa que yo he notado con obras más recientes que he hecho, como el libro El ABC de la Europa racista (2017), es que el usar imágenes que están en la biblioteca popular de los conocimientos me resulta mucho más rico a la hora de canalizar y narrar cuestiones de una manera que las herramientas del arte conceptualista por sí solas no te permiten. Ahora, también te digo que sí me gusta rescatar una cosita de por qué me fueron muy útiles en el momento en el que yo estaba empleada por ejemplo en la tienda de chocolates. Cuando me pasaba toda la semana trabajando para otros no tenía tiempo de ponerme a bordar o dibujar. Así que una cosa que sí rescato del arte conceptual es la posibilidad que te da de poder trabajar para ti cuando no tienes tiempo ni dinero. En ese sentido, a mí sí me fue útil el poder tomar una fotografía y escribir un texto sencillo para elaborar una obra en apenas 45 minutos porque no tenía el espacio-tiempo para sentarme a pintar. Es por eso que yo utilizaba esos procedimientos en los años en los que trabajaba de camarera. Y después, en cierto modo, me doy la posibilidad de poder retomar mi trabajo de forma más manual.

Claro, es que la simplificación de los procedimientos para la realización del arte que instaura el conceptualismo en los sesenta y setenta tenía precisamente ese objetivo antiautoritario y democratizador, impugnando la idea de que tú sólo puedes ser artista si dominas como un virtuoso ciertas técnicas expresivas. Pero sí, luego se puede hacer toda esa crítica que estás planteando. Entonces, lo que yo quería poner en evidencia es la manera muy inteligente en la que tu trabajo reciente no renuncia a utilizar esas herramientas sofisticadas de análisis de la imagen, por ejemplo, pero incorporando estéticas que pertenecen como tú dices al repertorio de la imaginería popular. Y estás haciendo cosas hermosas, como la pieza que nos has mandado para publicar en CTXT, esa Plegaria en cuatro imágenes a Apu Fernandito Túpac Amaru de Lavapiés por la rebelión, la justicia y la reparación (2020). La primera vez que yo recuerdo que incorporaste algún componente iconográfico que servía para articular un discurso anticolonial fue, de nuevo, en el trabajo sobre las empleadas domésticas. Me pasaste un grabado que ilustraba la Primer [sic] nueva corónica [sic] y buen gobierno (1615) de Felipe Guamán Poma de Ayala, el cronista crítico del Virreinato del Perú. Era un grabado donde una indígena se arrodillaba sumisamente ante las figuras poderosas de unos conquistadores vestidos con armaduras, y me pediste ponerla al final de mi texto junto con una imagen que estaba relacionada con la serie de 97 interiores domésticos pero que tenía una particularidad que la hacía diferente al resto. En esta última, la empleada doméstica se sitúa en el centro. Está rodeada por adolescentes blancos de clase alta sanos y bien parecidos que se divierten en la piscina de su jardín. La pequeña figura de la indígena, erguida, lejos de parecer sumisa, mira exactamente hacia la cámara atravesando con una mirada penetrante el eje del punto de vista frontal. Del contraste que proponías con el grabado de Guamán Poma surge una relación perturbadora. Explícame por favor cuál fue el motivo de comenzar a trabajar con estas iconografías anticoloniales y qué importancia tuvo para ti manejar el referente histórico de Guamán Poma. Ya puestos, te pediría que nombraras otros referentes que en este sentido has ido incorporando después a tus reflexiones.

Guamán Poma fue… no sólo central para mi entendimiento de cómo funciona el orden colonial-capitalista-patriarcal, sino también por el uso que él hace de la imagen. Porque él toma la decisión de incorporar en su libro estas narrativas visuales, articulando la crítica a través de dibujos preciosos, porque decía que las personas indígenas a las que también estaba dirigida esta crónica no sabían leer ni escribir por imposición del sistema colonial. Esa imagen que describes en concreto pertenece a la sección del Buen Gobierno, donde hace un relato de la violencia del poder colonial y narra cómo unas autoridades del Incanato le regalan unas doncellas a los colonizadores españoles para que los atiendan. Estas primeras reflexiones que yo me hacía se dieron en un momento particular: cuando estaba recién llegada a España y no tuve computadora durante dos años. Así que me acercaba a la Biblioteca de la Universitat de Barcelona donde me encontré la edición de 1984 de la crónica. Una cosa bien interesante de las imágenes que él elabora es que responden a un orden, por ejemplo los malos siempre a la izquierda. Sistematizó una forma de representación que hiciera más legibles esas imágenes para facilitar a cualquiera el poder comprender la denuncia que estaba haciendo. Me puse a buscar entonces imágenes contemporáneas del racismo estructural en el contexto del Perú que se asimilaran al orden de las que planteaba Guamán Poma. Y es entonces cuando me encuentro con algo tan sencillo como las fotos de Facebook. Esa foto que tú mencionas con la trabajadora doméstica en el centro es en realidad la primera que tomo de las redes. Y cuando sigo indagando me encuentro con que las trabajadoras aparecen sin embargo casi siempre marginadas al fondo de la imagen o recortadas por el fotógrafo.

Yo no he tenido una formación en estudios de teoría crítica o de ciencias políticas, y en cierto modo mis conocimientos actuales en torno a eso, y lo digo con mucho orgullo, han sido autodidactas. Por ese motivo mi aproximación a la producción teórica ha sido progresiva y muy libre desde una perspectiva anticolonial. Casi te puedo decir que el primer libro político contundente que yo leo en este sentido es el de Guamán Poma. Hay una estudiosa de su crónica, Rolena Adorno, que maneja teorías anticoloniales y es a través de ella que empiezo a conocer a Franz Fanon o Aníbal Quijano, y a partir de ahí a Yuderkys Espinosa y las teorías anticoloniales que se vienen gestando en los sures globales. Es por eso que mi acercamiento a estos conocimientos no ha sido mediante la academia –bueno fuera que lo hubiera sido, pero no es el caso– sino desde la práctica política: lo que yo he entendido es que no se trata de escritura académica sino de que estos compañeros o compañeras, que han sido o son militantes de movimientos anticoloniales, han traducido a escritura su lectura del sistema colonial haciendo también propuestas de cómo combatirlo. Esa es la relación que yo he establecido con estas lecturas que han tenido para mí también una función… sentimental. Cuando llegué a Europa me produjo mucho impacto el maltrato que una vive. Europa se construye con un sentido de superioridad que implica también el decir que no es racista. Uno, desde fuera, trae incorporado ese imaginario por el que Europa, como es superior, no necesita ser racista, y al llegar aquí la violencia que percibes es bien contundente. Y cuando me encontré con esa lectura de Guamán Poma me sentí contenida, me facilitó entenderme a mí misma en un momento en el que todavía no estaba articulada con mis compañeras antirracistas. No tenía todavía ese entorno colectivo, político, cultural… que hemos ido construyendo entre todas, ¿no? Porque todas nosotras hemos atravesado esos espacios de silenciamiento, de manera que cuando te encontrabas con un libro de Fanon era como encontrarse a una misma.

El 25 de mayo de 2020, George Floyd es asesinado en Mineápolis y se desencadena inmediatamente un movimiento antirracista global que sacude la imagen que nos habíamos construido de un exterior vaciado por la cuarentena y un espacio público difícil de recuperar para la protesta por las previsibles medidas de control social preventivas de la pandemia. El 16 de junio de 2020 apareces en un programa televisivo de gran audiencia en España, Espejo Público, conducido por una presentadora estrella, Susanna Griso. El programa se desarrolló de una manera muy vertiginosa y tus intervenciones tuvieron una gran repercusión, son el origen de los ataques que has sufrido obligándote a viajar a Perú. ¿Podrías relatarme desde tu vivencia cómo se desarrolló toda esta situación?

Yo había estado anteriormente en ese programa y me invitan otra vez, efectivamente, para que el 16 de junio diera mi opinión sobre el derrocamiento de monumentos coloniales en los alzamientos antirracistas en el contexto estadounidense. Y, como siempre, digo que no solamente estoy de acuerdo con que se retiren esos monumentos sino que además tendrían que ser derrocados. Aparte, doy una explicación de por qué los monumentos son importantes: son los simbolismos que sostienen las narrativas racistas de superioridad, de la supremacía blanca, que permiten mantener un sistema de racismo institucional en la actualidad. Es decir, el monumento a Colón es necesario para que exista el Centro de Internamiento de Extranjeros. Ese monumento reivindica, reproduce y vuelve a imponer a nivel ideológico que los sujetos que venimos de la excolonias somos salvajes, incivilizados que tenemos que integrarnos, comportarnos como europeos y, si no hacemos, nos van a detener y expulsar. Yo explico que por eso es importante el señalamiento de esos monumentos coloniales, además de que hacen honor a sujetos que han tenido roles protagónicos nefastos en los procesos de invasión, saqueo y genocidio de los pueblos de Abya Yala y de todos los pueblos del Sur Global. A raíz de eso, en el set de televisión se da una reacción bastante violenta: no me permiten hablar, me gritan y utilizan todo el argumentario que ya conocemos que se tiene siempre preparado para intentar negar la necesidad de políticas antirracistas. Y luego, lo que viene son una serie de mensajes en las redes sociales: “vete a tu país; si no te gusta España, lárgate; nosotros les llevamos la cultura cuando ustedes eran unos salvajes, agradece que estás acá”… Todo ese tipo de retóricas a las que lamentablemente acabamos acostumbrándonos.

Pero luego ya llegaron algunos mensajes privados más agresivos, con amenazas. Y el momento en que a mí se me genera más alarma es cuando me llega un correo electrónico escrito desde una dirección creada precisamente para amenazarme, donde se me decía que mi cara es muy reconocible y que Barcelona es una ciudad muy pequeña. Es ahí cuando aviso a mi entorno político sobre la situación que se estaba dando, y mis compañeras, y tú mismo en esos días, recordarás que me decís: ahora ya hay que ir con cuidado, hay que cuidarte. Un par de días después, un periodista especializado en redes fascistas se pone en contacto conmigo y me dice: “Mira, he encontrado estas conversaciones en un grupo de extrema derecha, y te lo digo para que lo tengas en cuenta y sepas que te tienes que cuidar muchísimo”. En esos hilos citaban mi intervención en Espejo Público y básicamente decían que se me tenía que investigar. La manera en que hablan en las conversaciones parece dar a entender que tienen vínculos con la policía, y afirman que se me tenía que iniciar un proceso de criminalización mediante una denuncia por terrorismo. Esto, obviamente, ya nos generó una mayor alarma. Pero cuando realmente me preocupé fue cuando vi que estaban compartiendo información privada que yo nunca he explicado públicamente sobre la situación de mis papeles y mi permiso de residencia. Ahí vimos claramente que se trataba de gente que podría tener un pie en alguna institución o acceso a mi expediente. Posteriormente, aun cuando yo ya estaba fuera de España, en ese grupo han continuado hablando en relación a mí comentando sobre la custodia de mi hijo o discutiendo si algún aspecto de mi situación administrativa tendría que entrar en el atestado policial. En este momento yo no tengo constancia de que se haya puesto alguna denuncia ni de que se haya iniciado algún tipo de investigación de las que a veces se utilizan para criminalizar a la gente. Pero los elementos que estábamos observando nos hacían recordar a otros casos donde la policía o las autoridades han abierto procesos de criminalización a la disidencia política. Claro, yo tendría que enfrentarme a eso con un permiso de residencia y con un hijo de tres años. Si tuviera un pasaporte español o una pareja que fuera corresponsable de la crianza de mi hijo en nuestra misma ciudad, habría tomado la decisión de arriesgarme a enfrentar incluso un proceso judicial o una detención; pero en la condición en la que me encontraba no podía arriesgarme a permanecer en Barcelona por si eso pudiera acabar provocando un condicionamiento muy drástico de la vida de mi hijo.

De lo que más sorprendía cuando se hizo público lo que te sucedía, era que muchas de las reacciones incrédulas, cínicas o incluso bruscas que se produjeron no provenían necesariamente de personas que podríamos considerar de actitudes ultraderechistas, sino que las protagonizaron incluso muchas otras que se considerarían de izquierda o progresistas. He mirado de nuevo ese programa de televisión para preparar nuestra conversación y he caído en la cuenta de que la presentadora, ante el clima de animadversión que como tú has descrito reinaba en el plató, hizo un intento de empatizar contigo. Por motivos obvios surgieron en el debate los casos de violencia policial racista en nuestro entorno que se habían conocido al calor de la escala informativa que ha adquirido el asesinato de George Floyd, y la presentadora te proponía de alguna manera un espacio de negociación: de acuerdo, admitimos que existen razones para la furia de los manifestantes y condenamos los episodios de violencia que puedan suceder, pero a cambio se debería entender que la estatua de Colón no puede desaparecer porque pertenece a nuestro mundo sentimental y por lo tanto no ofende… Ante esto, lo que chocó muchísimo fue que tú la interrumpieras cortante: “¡Claro, dices eso porque eres blanca y estás de acuerdo con el racismo que se vive hoy!”

Hubo un tipo de reacciones que compartieron el resto de los invitados al programa, la extrema derecha y el sector racista de la izquierda, y que tienen que ver no exactamente con las palabras que yo dije, porque muchas compañeras militantes las venimos diciendo hace años. Esas reacciones tienen que ver con el momento político de un alzamiento anticolonial y antirracista radical en el contexto estadounidense. De manera que los españoles, al ver que se están derrocando los símbolos de su colonialismo en el contexto norteamericano y que sea la población afrodescendiente o de origen migrante de Abya Yala la que está no solamente derrocando esos símbolos, sino también incendiando comisarías y tiendas de lujo –porque hay que verlo en su conjunto–, reaccionan con temor porque podría haber un levantamiento radical en el contexto europeo similar a lo que está pasando en Estados Unidos. Porque lo saben: saben que, aun con sus especificidades y con otras formas de articulación, el racismo institucional en el contexto europeo funciona básicamente igual. Está George Floyd, pero en España han asesinado a 14 personas migrantes en la zona del Tarajal frente a las cámaras de seguridad, y eso lo sabe todo el mundo, lo sabe la población migrante y en concreto la población de origen africano [se refiere al episodio por el que, el 6 de febrero de 2014, 15 migrantes murieron ahogados en la playa del Tarajal intentando cruzar a España entre disparos de balas de goma y botes de humo por la Guardia Civil, con otros 23 que fueron víctimas de “devoluciones en caliente” a Marruecos, sin que se hayan producido resultados judiciales satisfactorios ni acciones institucionales de reparación]. Este es otro motivo por el que yo tomo la decisión de marcharme: por el insuficiente apoyo a estas cuestiones por parte de la izquierda española y catalana. Hace mucho que el movimiento antirracista le viene criticando a estas izquierdas su incorporación de retóricas racistas y su negativa a establecer como una prioridad política la lucha antirracista, en un momento en que el primer alimento de la extrema derecha es su ataque a la población migrante. Encima, en una situación en donde la clase trabajadora más explotada y violentada es la clase trabajadora migrante, que lo está siendo porque se ve condicionada precisamente por los mecanismos del racismo institucional. Entonces, la apelación que nosotras hacemos tiene que ver con la exigencia de que incorporen los reclamos antirracistas. Un caso como el mío es uno más de los que justifican nuestra sensación de que, ante determinadas situaciones, la izquierda en su mayoría no nos va a apoyar. No es solamente por la ultraderecha, es por todo esto otro también que la población migrante y la militancia antirracista vivimos con miedo.

 

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