"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

La condición revolucionaria

La Revolución, en su dimensión objetiva, constituye un proceso político de cambio, que altera el curso de la historia y provoca conmociones radicales en el modo de vida de las personas. A la Revolución Cubana se le ha querido cantar su última estrofa muchas veces, pues hay personas que no entienden que un proceso revolucionario se prolongue por más de medio siglo. Tomada Santa Clara, un soldado le dijo al Che que la Revolución se había acabado, a lo que el Guerrillero Heroico le respondió: «Al contrario, ahora es que empieza».

La Revolución inserta a Cuba en una correlación de fuerzas a nivel mundial, a favor o en contra del statu quo; una colisión cotidiana (a veces callada, a veces ruidosa) entre dos proyectos civilizatorios: el que busca perpetuar la explotación del hombre por el hombre, como núcleo fundamental de la vida en sociedad, y el que busca alterar esa esencia en favor de construir un mundo donde primen la fraternidad, la libertad y la igualdad. En tanto Cuba abogue por ese proyecto alternativo de existencia social, la Revolución continuará.

Mas la dimensión objetiva de toda Revolución solo existe en tanto vivan hombres y mujeres dispuestos a seguir luchando; y no cualquier lucha, sino una radical. «A la raíz va el hombre verdadero», diría Martí, y esos son los seres humanos que precisa cualquier movimiento revolucionario para trascender: personas que vayan a la raíz de los problemas, raíz que, desde la óptica marxista, yace en el modo en el que nos organizamos como sociedad para generar y distribuir la riqueza. Sin embargo, la radicalidad es condición necesaria, pero no suficiente.

Los revolucionarios debemos también obrar desde el más profundo compromiso con la ética, y no cualquier ética, sino aquella que muestre en su jerarquización un sistema de valores guiados por la justicia, ese «sol del mundo moral» como lo llamaría José de la Luz y Caballero. Los revolucionarios, y en específico, los revolucionarios cubanos, debemos estar a la altura de un legado ético que pudiéramos remontar a la época decimonónica.

Pocas naciones pueden enorgullecerse de padres fundadores que privilegiaran el pensar, como Varela; que defendieran la dignidad, como Céspedes; que tuvieran la vergüenza y el espíritu de sacrificio de Agramonte; que tuvieran la coherencia absoluta entre acción y pensamiento de Martí. Solo los individuos que han intentado emular a estos próceres, que han sido herederos de ese reservorio moral, han tenido éxito en sus propósitos de liderar al pueblo cubano en avatares revolucionarios. Los nacidos en esta Isla no seguimos ni a demagogos ni a cobardes.

A esa ética se le debe sumar la inteligencia, y no aquella que sea resultado de la lotería genética, sino la que es producto de la cultura. Si con Martí decimos: «Ser culto es el único modo de ser libre», también debemos decir hoy: «Ser culto es el único modo de ser verdaderamente revolucionario». La banalidad, la estupidez, la frivolidad, son atributos que reproducen de forma orgánica, vía «sentido común», los esquemas sociales de explotación.

Antes de cambiar el mundo, hay que entenderlo, o al menos intentar hacer ambas cosas a la par. Con el desconocimiento no solo lucharemos a oscuras, como «instrumentos ciegos de nuestra propia destrucción», sino que terminaremos apresados por prejuicios y temores pueriles. Séneca decía que la ignorancia era la causa del miedo y podemos afirmar que la cultura es plataforma imprescindible para todo ejercicio sostenido de coraje. La absurda temeridad solo es útil a corto plazo: la valentía, esa que persiste a través de los años y los desencantos, solo se obtiene con convicciones.

Y si cultura y ética son parámetros fundamentales, también es imprescindible entender que la condición revolucionaria se basa en la intersubjetividad: un hombre solo nunca podrá ser revolucionario, porque la Revolución precisa de que hallemos en el Otro al aliado para la lucha contra el enemigo común. Esa intersubjetividad, esa alianza con el Otro, precisa de organización.

Marx dixit: «En su lucha contra el poder colectivo de las clases poseedoras, el proletariado no puede actuar como clase sino constituyéndose él mismo en partido político propio y opuesto a todos los antiguos partidos formados por las clases poseedoras. (…) [ello es] indispensable para asegurar el triunfo de la revolución social y el logro de su fin supremo: la abolición de clases».

Con esa organización, con esa ética, con esa cultura, los revolucionarios cubanos podremos seguir militando en el bando de los que «aman y fundan», en ese grupo de seres humanos que, como diría Claudio Magris, no habita un mundo acabado y agotado en sí mismo, sino que es incompleto y abierto a otras y mejores cosas.

 

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