Por Miguel Pajares
En la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático celebrada en 1992 los gobiernos de todo el mundo asumieron lo que la ciencia había establecido, que estaba produciéndose un cambio climático peligroso para la especie humana y que, a diferencia de todos los anteriores acaecidos en el planeta, de este éramos responsables los humanos: lo provocaban los gases de efecto invernadero que venimos emitiendo desde el inicio de la industrialización.
El compromiso que adoptaron los gobiernos fue el de reducir esas emisiones, y desde entonces se han venido reuniendo en las COP anuales para revalidar tal propósito. Las emisiones, sin embargo, no han hecho otra cosa más que crecer a nivel mundial. Solo la Unión Europea las ha reducido, pero ello, en buena medida, se ha debido a la deslocalización: si contásemos las emisiones que conlleva todo lo que consumimos en Europa pero se produce en otras partes del mundo, nuestro saldo no sería el mismo.
El incumplimiento de aquella Convención es flagrante, especialmente por parte de los países ricos, que son los que más emisiones per cápita generan. Año tras año (con la excepción del 2020) las emisiones han ido creciendo y marcando récords: el último año analizado por el PNUMA (Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente), el 2022, alcanzaron su valor máximo hasta la fecha, 57,4 Gt de CO2e, y es más que probable que el PNUMA nos diga el próximo año que en el 2023 hemos vuelto a superarlo.
Así ha sido hasta ahora, pero, ¿qué podemos esperar para los próximos años? Cabría suponer que las cosas están cambiando, ya que desde el 2019 los gobiernos están haciendo promesas mucho más firmes y los recursos para una transición verde son por fin cuantiosos (fondos Next Generation de la UE, etc.). Sin embargo, la realidad es bien distinta a tales expectativas, como voy a mostrar a continuación.
En la lucha contra el cambio climático, el objetivo concreto para los próximos años lo marcó el IPCC (organismo de la ONU) al advertirnos que, para mantener el clima en una zona segura, las emisiones de gases de efecto invernadero debían haberse reducido en el 2030 un 43 % respecto a las del 2019. Tal objetivo fue asumido por los gobiernos de los países que más emisores producen (europeos, norteamericanos…), y, entre el 2019 y el 2021, se multiplicaron las promesas de reducción de emisiones para el año 2030.
Pero una cosa son las declaraciones y otra muy distinta las medidas y compromisos concretos que conducen a su reducción efectiva. Si buscamos los compromisos concretos, podemos fijarnos en las llamadas Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés) que los gobiernos presentan periódicamente a la ONU. El PNUMA ha analizado las presentadas antes de la COP28 y lo que nos ha dicho es que, aun cuando los gobiernos cumplieran sus compromisos (cosa que no viene ocurriendo), las emisiones en el 2030 solo habrían disminuido un 2% respecto a las del 2019. Muy lejos del 43% necesario.
«Si aumentan la producción y el consumo de combustibles fósiles, es porque los gobiernos lo facilitan»
Lo cierto es que, en las COP anuales, los gobiernos hacen discursos rutilantes, pero las medidas concretas que ponen en marcha no conducen al descenso de las emisiones. Lo que ha venido ocurriendo desde 1992 hasta ahora, seguirá ocurriendo en los próximos años: las emisiones no descienden ni tienen perspectiva de hacerlo a medio plazo.
¿Qué es lo que falla? ¿Por qué los países ricos son tan incapaces de lograr una reducción de emisiones que nos permita confiar en que realmente se está luchando contra la amenaza climática? Para responder a esto, necesariamente tenemos que hablar del origen de las emisiones y, por tanto, del consumo de combustibles fósiles, que es principal responsable de las mismas. Resulta sorprendente lo poco que se habla sobre el petróleo y demás combustibles (carbón y gas) en las COP anuales, pues si los gobiernos hablan de reducir emisiones, deberían hablar también de reducir aquello que las causa.
Lo cierto es que el consumo de combustibles fósiles sigue incrementándose y no hay ningún gobierno que haya asumido ningún compromiso concreto para revertir esa tendencia. En la COP26 de Glasgow del 2021 se alcanzó un débil compromiso de reducir el uso del carbón, pero, tras el inicio de la guerra de Ucrania, todos los gobiernos, incluidos los europeos, lo olvidaron de ello de inmediato.
Se ha presionado mucho para que en la COP28 de Dubái se hablara por fin de los combustibles fósiles, incluido el petróleo, pero los planes producción presentados por los gobiernos han sido analizados por el PNUMA y nos ha dicho que «los planes de los gobiernos provocarán aumentos, en todo el mundo, en la producción de carbón hasta 2030, y en la producción de gas y petróleo hasta 2050, cuanto menos».
Y, si aumenta la producción y el consumo de combustibles fósiles, es porque los gobiernos lo facilitan, incluidos aquellos que dicen estar más comprometidos con el clima. La prueba de ello es que los subsidios a los combustibles fósiles siguen creciendo. En el 2022 esos subsidios se duplicaron con creces: según el informe del FMI de agosto del 2023, pasaron de 500.000 millones de dólares en el 2021 a 1,3 billones en el 2022.
Pero esos solo son los que se llaman «subsidios explícitos»; si contamos también los impactos de los combustibles fósiles en el calentamiento global y la contaminación atmosférica (que nadie les obliga a pagar), las subvenciones en el 2022 ascienden a 7 billones de dólares, como el propio FMI señala. Lo cierto es que, desde el Acuerdo de París, los subsidios a los combustibles fósiles han pasado de 4,2 billones de dólares (en el 2015) a los 7 billones mencionados del 2022.
Esto es algo en lo que también participa la Unión Europea. Según el informe sobre el Estado de la Energía del 2023, las subvenciones al sector de la energía pasaron de 216.000 millones de euros en el 2021 a 390.000 en el 2022, algo que la Comisión Europea atribuye a la crisis energética causada lo la guerra de Ucrania. Pero de tales subvenciones, los combustibles fósiles fueron los más beneficiados: se subvencionaron con más 123.000 millones de euros, mientras que los subsidios a las renovables fueron de 87.000 millones.
Todo esto es un hándicap terrible en la lucha contra el cambio climático. Se asumen compromisos climáticos sin poner en cuestión aquello que es la principal causa de las emisiones, que no es sino el consumo de combustibles fósiles. Las COP anuales pasan de puntillas sobre este tema, y, para que ello sea así, las petroleras son quienes más delegados llevan.
Este año, además, el problema se agrava, ya que la COP28 está presidida por el Sultan Al Jaber, que es a su vez presidente de la petrolera estatal emiratí Adnoc. A lo que se añade que el principal representante de la Unión Europea es el recién nombrado comisario europeo de Acción por el Clima, el neerlandés Wopke Hoekstra, que antes trabajó para la petrolera Shell, una de las más grandes del mundo.
«Triplicar las energías renovables, no es suficiente para reducir el consumo de combustibles fósiles, si sigue incrementándose del gasto energético»
A la vista de todo eso, habrá personas que se pregunten qué es, entonces, lo que se discute en las COP, de qué tipo son los compromisos que se asumen. En la COP28 los temas principales a debate son la transición energética, la financiación de pérdidas y daños y las normas sobre el comercio de carbono, pero en este artículo solo me centro en la transición energética, que es el aspecto más relacionado con las emisiones (los otros dos temas también son muy importantes, pero merecerían otros artículos).
Lo que se pretende aprobar en la COP28 es que, de aquí al 2030, se triplique la energía renovable que hay en el mundo, que aumente la eficiencia energética y que aumente la electrificación. Las tres cosas son imprescindibles para afrontar la emergencia climática: necesitamos un gran desarrollo de las renovables, necesitamos mejorar la eficiencia energética para ahorrar energía, y necesitamos electrificar (electrificar la calefacción, electrificar el transporte–volcándolo sobre el ferrocarril–, electrificar la industria, electrificar todo lo que se pueda).
Todo eso forma parte de la lucha contra el cambio climático, pero también encierra la trampa que está impidiendo que tal lucha sea exitosa: se da por supuesto que un amplio desarrollo de las energías renovables llevará por sí mismo a ir prescindiendo de los combustibles fósiles. Y esta es, por desgracia, la mayor falacia que domina las políticas gubernamentales; un sofisma que está llevando a que la lucha contra el cambio climático sea un completo fiasco.
Les energías renovables están teniendo un desarrollo extraordinario y, sin embargo, el PNUMA nos ha dicho, como vimos atrás, que la producción de combustibles fósiles seguirá creciendo en las próximas décadas. ¿A qué se debe esta aparente contradicción? Básicamente, a que el crecimiento económico demanda toda la energía que aportan los combustibles fósiles y toda la que puedan añadir las renovables.
Esto se entiende mejor si vemos de dónde sale la energía que estamos consumiendo. Según los últimos datos dados por el Energy Institute, el petróleo aporta el 31,6% de la energía que consumimos, el carbón el 26,7%, el gas el 23,5%, la hidroeléctrica el 6,7%, la nuclear el 4,0% y, finalmente, las renovables junto con los agrocombustibles el 7,5%, pero, si solo tenemos en cuenta las renovables solar y eólica, su porcentaje es el 2,5%. (A menudo se dan porcentajes mucho más altos para las renovables, pero no se dice que se refieren solo a la electricidad, y no debemos olvidar que esta es el 17,4% de la energía primaria que se consume, el resto es consumo directo de combustibles.)
Partimos, por tanto, de que los tres combustibles fósiles aportan el 81,8% de la energía primaria, mientras que la solar y la eólica solo aportan el 2,5 %. Triplicar las energías renovables, como se pretende, no es suficiente para reducir el consumo de combustibles fósiles, si sigue incrementándose del gasto energético. Y, realmente, el gasto energético sigue creciendo pese a todas las mejoras de eficiencia energética que se realizan. Los datos lo confirman sobradamente: según el Statistical Review of World Energy, en el año 1990, el mundo gastaba unos 340 exajulios de energía por año; en el 2000, gastaba 380; en el 2010, gastaba 480; y a inicios de la presente década eran ya 595. Tres décadas en las que no ha cesado de crecer la eficiencia energética.
«Se requiere una profunda transformación del sistema productivo y de consumo»
La realidad es que la economía capitalista, tal y como realmente funciona, obligada a mantener un crecimiento económico constante, no nos permite hacer la transición energética, o, lo que es lo mismo, no nos permite afrontar la emergencia climática. Podemos seguir engañándonos cuanto queramos, los gobiernos pueden seguir exhibiendo sus imposturas en las COP, pero lo cierto es que no estamos luchando contra el cambio climático.
Esta lucha requiere reducciones inmediatas en el consumo de combustibles fósiles (un 6% anual, nos dijo Naciones Unidas a principios de esta década, para lograr una reducción de emisiones del 7% anual), y eso no es posible si todos los negocios más emisores (las petroleras, las automovilísticas, las líneas aéreas, el transporte de mercancías por mar y carreteras, la agroindustria, la moda, el turismo, las tecnológicas, etc.) siguen creciendo.
Se requiere una profunda transformación del sistema productivo y de consumo. Tenemos que cambiar lo que producimos, cómo lo producimos, cómo lo transportamos y cómo lo consumimos. Hay que relocalizar gran parte de la producción que se trasladó a lugares remotos, hay que desarrollar el consumo de proximidad, hay que reducir drásticamente el transporte de mercancías, hay que producir aquello que sirve para satisfacer las necesidades humanas reales y dejar de producir lo que solo sirve para el consumo suntuario de los más ricos (Oxfam acaba de publicar un informe en el que dice que el 1% más rico de la población mundial genera más emisiones que el 66% más pobre). Todo eso no lo hará el mercado, debe hacerse desde las políticas públicas.
El cambio que tenemos que hacer es de dimensiones colosales, es un cambio difícil, es cierto, pero es el que se corresponde con una situación de emergencia. Muchos gobiernos y parlamentos han declarado el estado de emergencia climática, ahora deben ser consecuentes con ello. Un gobierno que afronte realmente la crisis climática como emergencia será aquel que ponga en marcha las transformaciones adecuadas en todos sus ministerios, en todas sus políticas; un gobierno que aplique criterios de emergencia a las políticas industriales, agrarias, comerciales, laborales, sociales, fiscales y a todas las demás. No es algo que pueda hacerse de la noche a la mañana, pero hay que empezar a hacerlo.