Armando Fernández Steinko y Eduardo Luque
La crisis ucraniana vuelve a confrontar a la izquierda con sus propios fantasmas. Ya sucedió durante la crisis yugoslava, la libia, la siria y también con la olvidada guerra del Yemen. Una vez más, las fuerzas progresistas pueden abordar los problemas geopolíticos desde dos prismas diferentes. El primero es subordinando la realidad a una serie de postulados morales tales como el legítimo derecho a vivir en paz, a la vida o el respeto a la integridad territorial. El segundo enfoque intenta partir de la realidad y de los hechos históricos para hacer avanzar la realización de dichos postulados sobre bases empíricamente fundadas o “reales”. El primero se conforma con valorar y contemplar la realidad, el segundo la valora, como no puede ser de otra forma, para además intentar construir un mundo mejor.
La mayor parte de las izquierdas hispanas han apostado por el primer prisma en su posicionamiento frente a la intervención militar de Rusia en Ucrania. Hay precedentes. Después de una denuncia firme y fundada de la guerra en Iraq, adoptó posiciones más ambiguas frente a las masacres cometidas en Libia o en Siria repitiendo los argumentos humanitarios defendidos por las potencias occidentales. En la crisis de Ucrania, la alineación acrítica de muchos con los argumentos de la OTAN está siendo casi total. La construcción de una “determinada cantidad de enemigo apropiado” (Nils Christie) que conocemos de la criminología, ha dado sus frutos en la figura de Vladimir Putin y en la actualización de la historia del “oso ruso”, un viejo relato geopolítico fraguado por el Reino Unido en los años de su imperialismo más exacerbado, y que ha seguido fundamentando su política exterior hacia Rusia desde finales del siglo XIX.
Pero por poco que exploremos los antecedentes de la situación, por poco que seamos capaces de situarnos en el lugar del otro, veremos que el principal pecado de Vladimir Putin radica en haber sacado a su país de la condición de estado fallido a la que lo había arrojado Boris Yeltsin, que sus posiciones son esencialmente defensivas y preventivas aún cuando, al tratarse de un país muy grande, su política afecte a muchos territorios aunque todos próximos a sus fronteras. Una somera consulta de las hemerotecas desvela la machacona insistencia de Putin a lo largo de los últimos veinte años en la necesidad de que todos los países influyentes respeten la legalidad internacional. En que sólo si se construye un orden internacional multipolar que no contemple el monopolio de un país -y de sus afines- en la definición de los criterios políticos, militares y económicos vigentes puede crearse una comunidad internacional de paz. En que solo si se respeta el derecho de todos los países a vivir con seguridad, puede evitarse la vandalización del mundo. Putin insistió -por ejemplo en la sonada conferencia de Munich de seguridad de 2007- en la importancia de que estos argumentos no acabaran ahogados en protocolos formales, buenas palabras y golpecitos en la espalda, sino que fueran tomados en serio pues de ellos dependía la posibilidad de crear un orden internacional civilizado. Estaba haciendo una propuesta concreta, realista y constructiva que permitía apoyar la moral y las buenas ideas en una hoja de ruta susceptible de ser construida de forma multilateral antes que en simple retórica y declaraciones bienintencionadas destinadas a tranquilizar a la opinión pública. Las burlas de las élites occidentales, sobre todo de los norteamericanos tipo “parece un niño arrogante que quiere recuperar su viejo juguete”- a estas propuestas, también se pueden rastrear fácilmente en las hemerotecas: fueron actos de imperdonable irresponsabilidad colectiva por parte de no pocos países occidentales.
Lo que proponía Putin -y no sólo él sino también la dirección china y el conjunto de los países del BRICS- es una invitación a toda la comunidad internacional a que ninguna potencia -ni los EEUU, ni cualquier otra incluida la propia Rusia- le pueda imponer su criterio moral, militar, económico y político al resto, en definitiva un orden internacional multilateral. Esto incluye el derecho de todos los países a vivir sin amenaza nuclear. Las demandas de Rusia son incluso más legítimas, si cabe, que las del resto de los países, pues ha sido invadida varias veces desde el oeste y la última vez perdió más de 25 millones de sus habitantes. La amenaza no es cuestión del pasado pues los constructores de los nuevos “enemigos apropiados” siguen trabajando en la reactivación de los viejos enemigos y las escuadras nazis, que tienen en Rusia a su principal enemigo histórico, dirigen hoy una parte importante de los batallones del ejército ucraniano que viene siendo armado desde hace algún tiempo por los países occidentales a espaldas de sus propias opiniones públicas.
Los países de la OTAN se reservan para sí el derecho a vivir sin amenazas nucleares. Critican muy severamente a Rusia por inmiscuirse en los asuntos internos de terceros países. Provocan cambios de fronteras sin respetar la legalidad internacional reconociendo la separación de Kosovo del territorio de Serbia en 2008. Bombardean países sin el respaldo de Naciones Unidas como sucedió con Serbia, Libia o Iraq, en realidad casi un año sí y otro también desde 1999. Legalizan los grupos nazis en sus territorios y critican las políticas de uniformización etnolingüística cuando se producen en un territorio de la OTAN como España. Sin embargo no le reconocen esos mismos derechos a Rusia: consideran inadmisible la modificación de fronteras de Rusia en Crimea tras el golpe de estado de Maidán, financian las escuadras neonazis para usarlas contra Moscú etc. Muchos progresistas occidentales prefieren no tomar nota de todo esto: de que la OTAN lleva más de 27 años acercando sus fronteras hacia Moscú, de las interminables quejas, ruegos, declaraciones diplomáticas y peticiones de comprensión con las que la diplomacia rusa ha venido respondiendo a esta estrategia aparentemente inocente en las formas pero profundamente agresiva en sus intenciones ¿se puede fijar un posicionamiento moral sin tener en cuenta estos hechos?
Porque los hechos son que la intransigencia y la agresividad occidental en su intento de desvincular a Ucrania primero cultural, luego afectiva, económica y políticamente de Rusia, no se pueden cuestionar. Ucrania es un país dividido lingüísticamente y durante la segunda guerra mundial se produjo un enfrentamiento civil entre ambas comunidades. La parte occidental -originalmente vinculada al imperio austrohúngaro, agrícola, de escasa tradición nacional y ucranoparlante- apoyó mayoritariamente a los invasores alemanes. La segunda -industrial, muy ligada a Rusia desde hace siglos- apoyaba y combatió al lado de su vecino ruso del norte. El conflicto lingüístico quedó razonablemente resuelto durante décadas con la derrota de Alemania en la segunda guerra mundial, pero el golpe de estado de Maidán de 2014 lo reactivó pues servía para alejar a Ucrania de Rusia con el fin último de incorporarla a la OTAN. Dicho golpe no se apoyó sólo en el sector prooccidental de los profesionales urbanos del país, como sugerían los medios occidentales. También y sobre todo se apoyó en las escuadras neonazis que aportaron manifestantes y agitación armada en Kiev. En estos últimos recayó también la persecución de los militantes de izquierda hasta llegar a su exterminio en algunos lugares como sucedió en la casa de los sindicatos de Odessa. En ellos recae también la actual guerra contra las provincias de Donetsk y Luhansk que, igual que Crimea, se quieren separar de Ucrania debido a la elevada concentración de rusoparlantes una vez rotos los consensos en 2014. En ellos se apoya además la actual estructura del ejército ucraniano, pues actúan a modo de comisarios políticos para evitar deserciones. La guerra en Donetsk y Luhansk es una guerra en suelo europeo y viene durando muchos años, una guerra que no ha preocupado demasiado a parte de la izquierda a pesar de que ya costado más de 13.000 vidas fundamentalmente de civiles.
¿Pero por qué tanto lío con Ucrania y en cambio no lo hubo con los países bálticos? El geoestratega norteamericano más influyente y artífice de la ampliación de la OTAN hacia el este, Zbigniew Brzezinski, responde a esta pregunta[i] : “una Rusia que pueda conservar el control sobre Ucrania podría seguir intentando convertirse en un imperio eurasiático, sin Ucrania este objetivo es irrealizable”. Esta interpretación imperialista de la política exterior rusa, que enlaza con la teoría del oso ruso insaciable, es la que siempre han cultivado la diplomacia británica y norteamericana, sin duda las más imperialistas del mundo desde 1800. Sólo recientemente ha sido sustituida por la del nuevo “enemigo apropiado” chino, aunque las similitudes entre ambas son muy grandes. Brzezinski continuaba en 1997: “en algún momento entre 2005 y 2010 Ucrania se habría acercado lo suficientemente al oeste como para iniciar las conversaciones de incorporación a la OTAN” (traducción propia de la versión alemana).
Ambas afirmaciones del geoestratega norteamericano encierran las claves del conflicto: las necesidades más esenciales de seguridad de Rusia dependen de la neutralidad de Ucrania. Por dos razones. 1.) porque el estacionamiento de ojivas nucleares en su territorio amenazarían directamente a Moscú. Es comparable al establecimiento de armas nucleares en Canadá apuntando a Washington; y 2.) Porque la franja territorial ucraniana es lo que le ha dado a Rusia históricamente la «profundidad estratégica” -así se expresa en lenguaje militar- que le ha permitido defenderse de los invasores y que sigue siendo plenamente vigente hoy para la seguridad de Rusia. Esto significa en plata que la incorporación de Ucrania a la OTAN es incompatible con los derechos de seguridad más elementales de Rusia. Y otra cosa más: el guión y los antecedentes de la intervención en Ucrania hay que buscarlos en Washington antes que en Moscú.
¿Pero no tiene el gobierno ucraniano el derecho de decidir si ingresa o no en un bloque militar? ¿No puede decidir cada país la alianza de la que quiere formar parte y cómo hacerlo?
El propio liberalismo político ha demostrado que la libertad individual termina ahí donde esta provoca una mengua de la libertad de la otra parte. Traducido al derecho internacional en los tratados internacionales este principio significa que los países no tienen el derecho de incrementar su propia seguridad a costa de sus vecinos. Así, por ejemplo, la Carta de París, firmada por todos los países occidentales, por la URSS y Yugoslavia en 1990, reza: “La seguridad es indivisible y la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente vinculada a la de todos los demás” (ver https://www.osce.org/files/f/documents/9/d/39521.pdf). Es el principio más importante para asegurar la paz y evitar las guerras tras las enseñanzas de la segunda guerra mundial: la atribución al otro de los mismos derechos de seguridad que reivindica legítimamente cada país para sí.
¿Cuál es la respuesta de muchos progresistas frente a los acontecimientos en Ucrania? La respuesta ha sido posicionarse tanto frente a unos como frente a otros. Parece que se trata de una posición intachable, pues se apoya en la reivindicación de que los mismos principios sean aplicados efectivamente a todos por igual, una respuesta plenamente compatible con el espíritu de la Carta de París y también con los argumentos que viene defendiendo la diplomacia rusa una y otra vez desde hace casi veinte años: desde Sochi, hasta el Club Waldai pasando por las sucesivas conferencias de seguridad de Munich en las que ha venido participando desde 2007.
¿Pero qué pasa si una de las partes no respeta este principio, si se burla -literalmente- de la otra parte, si considera los argumentos de Rusia como la pataleta de un niño que no se hace a la idea de que no tiene ya nada que decir en la esfera internacional? ¿Qué se supone que tiene que hacer la parte amenazada por los persistentes incumplimientos de la otra parte? ¿Hasta cuándo tiene que permanecer sin hacer nada la parte amenazada existencialmente mientras dicho incumplimiento va horadando sus necesidades de seguridad más esenciales? ¿Hasta cuándo tuvieron que esperar las potencias occidentales mientas Hitler intervenía en la guerra de España y se anexionaba Austria y los Sudetes?
Es aquí donde aparece la parte incómoda del asunto, la parte que muchos progresistas prefieren no arrostrar desde la harmonía de los argumentos morales libres de realidades fácticas y de otras suciedades incómodas. Ignorar, hacer como que no han sucedido una serie de cosas, banalizar la secuencia histórica de los acontecimientos para reencontrarse con los argumentos de buenos y malos, soñar que la moral tiene fuerza suficiente para combatir la guerra “de unos y de otros” es, sin duda, la posición más cómoda e impecable. Pero si los argumentos, quejas, peticiones, advertencias, charlas y conferencias no llevan a ninguna parte, si la respuesta de la parte amenazada es un “hasta aquí hemos llegado” entonces los neutrales se llevan las manos a la cabeza: “¡estamos en favor del derecho internacional y la culpa de su ruptura es de Rusia!”. Su posicionamiento pierde su inocencia, no querían intervenir pero ahora lo hacen. Lo hacen asumiendo de facto el relato del verdadero agresor.
De nada sirve esquivar el asunto principal que es el que estamos intentando esbozar aquí. Pretender, por ejemplo, que el conflicto se fundamenta en el intento de hacerse con las materias primas que duermen en suelo ucraniano, o que todo lo hace girar el diabólico Vladimir Putin es una escapatoria moral para no mancharse las manos. Cuando EEUU intervino en Irak, el argumento “petróleo” fue efectivamente muy importante. Sin embargo tampoco fue el único en ese momento como argumentaron algunos progresistas repitiendo argumentos propios de un materialismo vulgar que más bien los desprestigia. La política interna y externa en general tiene una autonomía propia, una autonomía que obliga a inyectarle complejidad al análisis, que limita el poder explicativo de las razones “económicas” basadas en el valor futuro de las materias primas o también las razones “psicológicas” basados en el carácter corrosivo del “Señor Putin”. Si se quiere comprender la situación creada en Ucrania hay que leer a Brzezinksi, repasar las hemerotecas y los propios argumentos de la diplomacia rusa hechos públicos hasta la saciedad a lo largo de los últimos 20 años: no hay misterio alguno, está todo a la vista para el que quiera entender.
Es necesario protestar contra la guerra, pero es al menos tan importante protestar contra las políticas que la causan pues, si no desaparecen, volverán a producirse guerras. Esto pasa hoy por identificar el carácter ofensivo de la OTAN y oponerse a ella tal y como lo hicimos en los años 1980, cuando dio el primer paso para romper la paridad militar y hundir económicamente a la URSS: es ella la que provocó entonces y la que ha provocado ahora esta situación y no hay nada que nos permita afirmar que no va a provocar otras similares en el futuro si no la paramos. Las agresivas incursiones norteamericanas en los mares del Pacífico con el fin de “contener” a China explican la sorpresiva incondicionalidad con la que su gobierno ha apoyado la respuesta de Rusia en Crimea, y el rosario de bases militares norteamericanas que rodean el territorio de Rusia, no pueden ser más elocuentes para quien quiera comprender. ¿Cuántas bases rusas rodean los EEUU? Ninguna. La diferencia entre querer la paz y hacer lo posible para que se haga realidad pasa por determinar las causas de la guerra, por definir con realismo a los actores que destruyen la paz y las motivaciones que tienen para hacerlo. Son esos actores y esas motivaciones el principal enemigo del pacifismo.
Lo que está sucediendo en Ucrania demuestra en todo caso que no estamos al final de la historia, como pensaban Brzezinksi, Fukuyama & Co, sino más bien al comienzo de un nuevo tramo de la misma. El que este tramo sea unilateral o multilateral es una cuestión existencial para la humanidad, y perdonen si nos ponemos patéticos. Primero porque no habrá justicia y paz sostenibles si una potencia mundial piensa que se puede imponer su universo a todas las demás. Segundo porque sólo podremos salvar el planeta a partir de un consenso mundial que impida que los que más ensucien externalicen el coste de su forma de vida hacia los que no tienen poder para hacer valer su criterio. Y tercero porque la justicia norte-sur es incompatible con la capacidad de un país de imponerle al resto su criterio, su moneda, su economía, sus formas de vida etc. El multilateralismo y su defensa es el mortero que le permitirá a la humanidad hacer frente a las crisis que la atenazan al mismo tiempo: la ambiental, la social, la financiera etc.
El siglo XXI con sus guerras híbridas y sus invasiones humanitarias nos muestra la complejidad que están adquiriendo algunos términos como “violencia”, “humanitarismo”, “guerra” o “paz”, término este último que algunos gobiernos usan como eslogan mientras se preparan activamente para imponerle al contrario su criterio utilizando la violencia si este no lo acepta. El pacifismo no se impondrá si no aprende a identificar los significados que pueden llegar a adquirir todas estas palabras, a explorar las causas de los conflictos sin recurrir a relatos de buenos y malos, a esos “enemigos apropiados” que tanto facilitan las cosas en el plano moral. No es necesario compartir las políticas de unos gobiernos o de unos dirigentes hacia dentro de sus propios países para poder apoyarlos cuando abrazan causas que dan un respiro a los que siempre han sido sometidos, ignorados y pisoteados, cuando abrazan las causa del multilateralismo. Tampoco era necesario identificarse con el socialismo soviético para reconocer el beneficio que le aportaba a los menos favorecidos dentro y fuera de los países occidentales para saludar la existencia de un equilibrio de poderes en el mundo. El mundo será distinto después de Ucrania 2022, pero sólo será mejor que el de hoy si se acaba imponiendo el multilateralismo.
Nota
[i] El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos. Barcelona: Paidós