Luego de la arremetida neoliberal focalizada en privatizaciones de empresas estatales y austericidios a finales del siglo XX, surgió una confluencia de actores de la izquierda tradicional que iba desde partidos y coaliciones de base popular con la participación de los históricos partidos comunistas y socialistas, hasta el protagonismo de nuevos partidos políticos nacionales y locales, y movimientos sociales consolidados en el crisol de las luchas sociales de finales del siglo XX. Ello derivó en gobiernos progresistas, de izquierda o nacional-populares (1999-2005) en Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador y Bolivia.
Aquella «primera oleada» del Ciclo Progresista (1999-2014) tuvo a la Revolución Bolivariana en Venezuela, liderada por el Comandante Hugo Chávez, como primer paso. Su vinculación al gobierno de Cuba, entonces encabezado por Fidel Castro, estableció líneas comunes en distintos ámbitos que fueron acompañadas por Lula da Silva y Néstor Kirchner primero, y por Evo Morales y Rafael Correa después, entre otros.
Estos llegaron también al poder como outsiders que no respondían de lleno a bloques políticos tradicionales de sus países, sino que desarrollaron liderazgos marcados por ideas revolucionarias. Algunos logros tempranos fueron las asambleas constituyentes y la derrota del Acuerdo de Libre Comercio para América Latina (ALCA).
Se habla también de una «contra-oleada» que giró en torno a la llegada de Mauricio Macri al gobierno argentino en diciembre de 2015, el triunfo del «No» en el Referéndum Constitucional en Bolivia de febrero de 2016 y el golpe parlamentario a Dilma Rousseff en agosto de ese año, y la victoria del «No» en el plebiscito para los Acuerdos de Paz en Colombia en octubre de ese mismo año. También fueron claves para dicha regresión tanto la traición de Lenín Moreno al programa de gobierno prometido en Ecuador en mayo de 2017 como el golpe de Estado en Bolivia en noviembre de 2019.
En el marco de aquella precipitada «restauración neoliberal», las medidas dogmáticas de esos gobiernos desataron movilizaciones intensas desde Haití a Chile, pasando por Ecuador y Colombia y plenas de arremetidas represivas con ejecuciones, desapariciones y una curiosa tendencia a provocar mutilaciones oculares.
La llegada de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la presidencia de México en diciembre de 2018, el triunfo del Frente de Todos en Argentina en octubre de 2019 y la victoria electoral del Movimiento al Socialismo-Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) en Bolivia en octubre de 2020, serían los grandes hitos que inauguran el inicio de una «segunda oleada» del Ciclo Progresista. A ello se suman las recientes victorias de Pedro Castillo en Perú (2021), Xiomara Castro de Zelaya en Honduras (2021) y Gustavo Petro en Colombia (2022).
Hay diferencias y semejanzas entre ambas oleadas, dependiendo de los ángulos desde donde se analicen.
Desde los outsiders y partidos hasta los movimientos y redes
Entre la primera y la segunda oleada la similitud más notoria es la continuidad de las configuraciones políticas y personajes que han nucleado las propuestas «nacional-populares». Aunque en la primera oleada progresista el ascenso y acceso al poder fue determinado por las organizaciones partidistas y liderazgos personales carismáticos, en la segunda oleada ha habido continuidad en algunos postulados y líderes como Lula en Brasil y Daniel Ortega en Nicaragua, o en sucesores como Miguel Díaz-Canel en Cuba y Nicolás Maduro en Venezuela.
En otros países la continuidad ha derivado a frentes amplios o coaliciones entre partidos de izquierda y centroizquierda, unidos a ONG, movimientos sociales y otras expresiones organizativas que, en algunos casos, responden a agendas incubadas en el Norte Global como los gremios ecologistas, multiculturalistas o de género.
Las maquinarias electorales que se conformaron, particularmente con el Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil, el Frente para la Victoria (FPV) en Argentina, el Frente Amplio (FA) en Uruguay han requerido ampliarse a factores de movilización territorializada y de lucha organizada vaciadas de la palabra «revolución», también recurrir a la nostalgia respecto a épocas de bonanzas.
De hecho, para retomar el poder en Brasil, Lula recurrió a reiterar la frase «No meu governo…» («En mi gobierno…», en portugués) en la campaña para la primera vuelta y, como Pedro Castillo en Perú, a construir una alianza que polarizara posiciones entre democracia y tiranía, lo que ha trascendido a la polarización convencional entre izquierda y derecha.
Estas alianzas han jugado en contra de la posibilidad de realizar giros políticos profundos que vayan más allá de meras reformas, debido al peligro de perder el poder ante arremetidas golpistas como la experimentada en Brasil, Paraguay y Honduras o entrar al «eje del mal» que conforman Cuba, Venezuela y Nicaragua, países que han sido afectados con medidas coercitivas unilaterales (MCU) del eje euroatlántico.
Tales medidas funcionan como escarmiento ante las alineaciones políticas de otros países de la región para evitar que se repitan experiencias similares de transformación profunda y para desintegrar la polaridad geopolítica que pudiera surgir.
Una parte del voto de sectores populares, que durante la primera oleada se concentraba en los liderazgos progresistas, de izquierda o nacional-populares, ha migrado a candidaturas de derecha o extrema derecha de manera diferencial. En esto ha sido fundamental el impacto de las iglesias evangélicas y las redes sociales que son denominadas por Aram Aharonian como «formadoras del imaginario colectivo y movilizador de masas y la crisis que fortaleció a la extrema derecha ante una centroizquierda que se quedó sin mensaje».
Entretanto, las formaciones derechistas han realizado campañas sin contenido propositivo sino utilizando el fantasma del «seremos como Venezuela», haciendo referencia al declive económico de la República Bolivariana provocado por el continuo sabotaje y posterior ataque multidimensional en el que las MCU han jugado un papel propulsor.
El reacomodo también es económico
La aspiración mayor de los postulados progresistas, como son la estabilidad política, el crecimiento económico, los notables avances de inclusión social, tanto material como simbólica, fueron marcados en la primera oleada, cuando millones de personas superaron la pobreza para ingresar a la nueva clase media durante estos gobiernos. Al llegar a dicha condición socioeconómica, los votantes fueron captados por el discurso del fascismo corporativo.
Otra de las variaciones más notorias entre las experiencias progresistas son las distintas concepciones sobre la política, la economía y el desarrollo, mientras en Bolivia y Ecuador se modificaron los regímenes tributarios sobre hidrocarburos, cosa que no ocurrió en Brasil; en Argentina se aplicaron impuestos a las exportaciones de granos, pero no en Uruguay.
Incluso hay diferencias programáticas entre las oleadas dentro de los mismos países; así ocurre entre Alberto Fernández y Néstor Kirchner, o entre Luis Arce y Evo Morales.
En la nueva oleada las aspiraciones son más moderadas y optan más por enfoques pragmáticos que por la afinidad ideológica, se prioriza más el diálogo con las grandes potencias y el consenso de clases. Ante la crisis económica estructural y menores hegemonías legislativas, se han sustituido los cambios profundos por reformas bajo las normas del llamado «juego democrático».
El cambio de condiciones internacionales en 2015-2016, con la caída del precio de los commodities, sirvió a la prensa hegemónica, vía redes sociales, que las izquierdas eran un fracaso. Esto fue fortalecido por la ausencia de estrategias comunicacionales. Cierta derecha neoliberal utilizó métodos no democráticos como en Brasil y en Bolivia, pero también se sirvió de la traición de dirigentes como Lenín Moreno en Ecuador, el fraude democrático como el ejercido en Honduras en 2017 y la aplicación del lawfare para perseguir a dirigentes progresistas como Cristina Fernández de Kichner (CFK), Lula y Rafael Correa-Jorge Glas.
Los programas de gobierno sostienen mayor apertura al mercado internacional y son menos proteccionistas con la comercialización de las materias primas; asimismo la influencia de China en América Latina en términos de inversión, comercio y cooperación regional sigue aumentando rápidamente en medio de un reacomodo global. El país asiático va adquiriendo un mayor protagonismo en dicho reacomodo y aboga por el multilateralismo y por un nuevo tipo de relaciones internacionales basado en el respeto mutuo, la equidad y la justicia, y la cooperación en la que todos ganan, en lugar de la guerra o la intervención.
Esa influencia ha tenido como hitos las cumbres de los BRICS (en donde Brasil es miembro y Argentina aspira a serlo), que comenzaron en 2008; el Foro China-CELAC, que comenzó en 2014; y la Iniciativa de la Franja y la Ruta, que ha suscitado un amplio interés.
Otro dato interesante es el desempeño económico de Bolivia, país en el que la izquierda derrotó en elecciones a un golpe de Estado en un año. Se logró salvar de los efectos adversos de la pandemia y proyecta un crecimiento económico para este 2022 de 5%, por encima de 4% previsto para China, con tan solo una inflación de 3.3%.
Aun cuando la primera oleada no desmontó la dependencia ni la falta de diversificación económica en la región, el reacomodo en proceso pudiera hacer cambiar las reglas del juego. Este reacomodo no es sino la emergencia de una nueva fase del capitalismo global y está centrado en la disputa geopolítica y geoeconómica entre Estados Unidos y China (y Rusia), en la que América Latina es otro campo de batalla.
Nuevos códigos de cara al Norte Global
Los gobiernos progresistas devolvieron protagonismo a la noción de Estado en América Latina mediante el desarrollo de proyectos nacionales y regionales que trascendieran al hecho de ser una región orbital de Estados Unidos. En esto se basó la integración regional con un impulso decidido al Mercosur, y nuevas iniciativas como la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y el Banco del Sur.
Esto se vuelve crítico en tiempos en los que el neoliberalismo, como forma de acumulación capitalista y dominación político-cultural, dejará de ser conocido en su modo convencional, lo mismo que la hegemonía militar estadounidense, y comenzará una fase de dominación mucho más violenta y peligrosa.
La emergencia de nuevos polos geopolíticos, articulados en los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) o en su muy probable ampliación BRICS+ que contaría con economías muy importantes como Argentina, Nigeria o Arabia Saudí, entre otras, se avizora que la relación con Estados Unidos mutará desde la confrontación directa hacia la realineación que exige el proceso de reacomodo global en proceso.
En julio pasado se llevó a cabo una reunión en Teherán entre Irán, Rusia y Turquía, países claves en la derrota estadounidense en Siria, por lo que mantienen una amenaza permanente sobre su estabilidad política. En América Latina, la expresión equivalente, más modesta por el potencial tecnológico militar, es la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP).
Sin embargo, la hostilidad hacia Estados Unidos por parte del progresismo latinoamericano ha cambiado: de la condena a los tratados de libre comercio, la ayuda humanitaria y la actividad de organismos multilaterales como el FMI o el Banco Mundial, han mutado a un interés menor en una confrontación geopolítica. Algunas señales:
- El tratado de libre comercio entre AMLO y Donald Trump, y las acciones para controlar el flujo migratorio.
- Los contactos anunciados por Gabriel Boric con Joe Biden.
- La relación pragmática con Washington anunciada por Xiomara Castro durante la visita de la vicepresidenta estadounidense, Kamala Harris, en su toma de posesión.
- Lula da Silva ha hablado de tener una amistad con Estados Unidos.
Entre agendas te veas
La segunda ola también está atravesada por las alianzas e intereses que configuran formas de poder más allá de las gubernamentales. Además de expresar la disputa global entre potencias, también se superponen las tensiones internas de la política euroatlántica, tanto que, en algunos gobiernos progresistas, se aprecia la ausencia de categorías como la democracia participativa o el empoderamiento de los pobres como sujetos históricos de la lucha política y la presencia de agendas diversas emitidas por el eje atlantista.
Es así como las agendas vinculadas a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) acordados por la ONU se han imbricado en los distintos planes de gobiernos progresistas y mantienen patrocinio en la región a través de megacorporaciones ONGizadas como la Fundación Open Society, que financia a formaciones políticas de izquierda y derecha.
Nancy Fraser se refiere al neoliberalismo progresista como una alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQI) con sectores de negocios de gama alta «simbólica» y sectores de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood).
En la segunda ola, las luchas contra violaciones a los derechos humanos, la protección del medio ambiente y la ecología, las libertades civiles, los derechos de las mujeres, los derechos de minorías étnicas y sexuales discriminadas, etc., han podido ser desvirtuadas y redirigidas hacia espacios de cooptación con el poder globalizado dirigido por sectores financieros para serle funcionales.
Estas agendas se mantienen insertas en los proyectos nacional-populares y afectan las dinámicas políticas de países como Argentina, donde el lawfare expuesto en el próximo juicio a CFK ha demostrado cómo el Poder Judicial ha sido infiltrado por intereses hegemónicos disfrazados de «programas de cooperación».
El acuerdo del gobierno de Alberto Fernández con el FMI y el protagonismo de Sergio Massa, cuya pretensión despolitizada ha sido acusada de «reimplantación neoliberal», ponen en riesgo la permanencia del progresismo en el poder para el próximo período presidencial. Además, se habla de una, cada vez mayor, injerencia de los servicios de inteligencia de Estados Unidos e Israel en la política interna argentina que abre posibilidades a la victoria de la oposición en 2023.
Hay otras amenazas latentes en algunos gobiernos como en el caso de Perú: desde el Congreso y las élites económicas de Lima y sus medios, existe un absoluto bloqueo que ralentiza o detiene el avance de las propuestas electorales de Pedro Castillo. Por otra parte, el proceso constituyente de Chile fue impugnado en un reciente plebiscito, lo que lesiona al gobierno de centro-izquierda de Gabriel Boric que ya muestra un claro acoplamiento al estamento político de la socialdemocracia chilena y su dogmatismo neoliberal.
Gobiernos como los de Honduras, México y Colombia, que aún mantienen relaciones «pragmáticas» con Estados Unidos, generan expectativas interesantes respecto a cómo evolucionarán dichas vinculaciones y el quehacer de las élites nacionales, patrocinadas usualmente por Washington, ante sus pasos programáticos.
24 Oct 2022