Por Eugénie Bastié
Un reciente y apasionante ensayo compara la Europa de los 27 con la doble monarquía de los Habsburgo, un mosaico de pueblos que se derrumbó en 1918 como consecuencia de la Gran guerra.
Resulta obvio: Ursula von der Leyen no tiene el encanto de Sissi, Bruselas no tiene la exquisitez de Viena y los eurócratas no son aristócratas. Sin embargo, ¿no es apropiado comparar la Unión Europea con el Imperio Austrohúngaro que se derrumbó en 1918 tras seis siglos de existencia?
Este es el paralelismo que traza la periodista Caroline de Gruyter en su libro Monde d’hier, monde de demain (Actes Sud). Un viaje fascinante de los cafés de Viena a las oficinas de la Comisión Europea, donde nos cruzamos con descendientes de la dinastía más antigua del continente y comisarios europeos, fragmentos de escritores de la Mitteleuropa y ensayos geopolíticos.
Los puntos comunes entre el Imperio de los Habsburgo, que comprendía Austria, la República Checa, Eslovaquia, Croacia, Hungría, partes de Italia, Polonia, Ucrania y Rumanía, y la Unión Europea y sus 27 Estados miembros son numerosos. Al igual que la UE, el Imperio Austrohúngaro era un mosaico de pueblos, lenguas y culturas, pero también una zona de libre comercio y una unión aduanera con una moneda única. Desde María Teresa de Austria se había desplegado una pletórica burocracia de 400.000 funcionarios para mantener el orden. Los conflictos entre los distintos pueblos se judicializaron y varias jurisdicciones se solaparon. Las fronteras quedaron difuminadas y la soberanía compartida. Al igual que la UE, el Imperio de los Habsburgo se caracterizaba por su lentitud, su mediocridad y su indecisión patológicas, pero también por una cierta resistencia, una capacidad de adaptación y una forma de solidez. Mezcla de flexibilidad y rigidez, ¿no podría definirse también la UE como «un absolutismo atemperado por un dejar hacer»?
La cuestión del hundimiento
El ensayo de Caroline de Gruyter tiene el gran mérito de hacernos redescubrir una parte de Europa que los europeos occidentales tendemos a olvidar: la Europa Central. Aún hoy, el centro geográfico de la Unión Europea se encuentra en algún lugar entre Viena y Praga. Esta Mitteleuropa, caracterizada por la pluralidad lingüística y nacional en un espacio concentrado, se debate constantemente entre el liberalismo de Occidente y el conservadurismo de Oriente. Incluso hoy en día, nos recuerda de Gruyter, esta parte de Europa está mucho más arraigada históricamente, es mucho más conservadora. Si no se estudia la historia del Imperio de los Habsburgo no se entiende por qué Austria tiene inclinaciones pro-rusas, por qué Hungría está furiosa ante la perspectiva de que le impongan contingentes de inmigrantes o por qué las «potencias sin litoral» están obsesionadas con la paz.
La publicación de este libro también nos ayuda a reflexionar sobre el péndulo histórico que rige la historia del Viejo Continente. En el siglo XVIII Europa se cubrió de fronteras. En el siglo XIX éstas se desmantelaron; fue la época de la primera mundialización y del apogeo económico del imperio. A principios del siglo XX el número de Estados-nación se multiplicó y, en la segunda mitad del siglo, se derribaron fronteras y comenzó la mundialización liberal. El comienzo del siglo XXI asiste al regreso de las fronteras…
Pero la cuestión más crucial es la del hundimiento. Mientras que el mito de la «prisión de los pueblos» suele esgrimirse para explicar el hundimiento de un imperio condenado a la implosión, de Gruyter señala que la historiografía más reciente demuestra que los movimientos independentistas no tenían tantos apoyos populares, que el imperio no era tan rígido y autoritario, y que la única razón del colapso fue un hecho: la guerra.
En 1914, el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero del imperio, a manos de un nacionalista serbio, preparó el terreno para la Primera Guerra Mundial. El viejo emperador Francisco José quería darle a Serbia un simple castigo. Cuando Alemania declaró la guerra, se dice que exclamó: «¡Estamos acabados!». En realidad, el Imperio de los Habsburgo, que gobernaba mediante el soft power, era demasiado heterogéneo para permitirse ningún belicismo. Este pasado resuena hoy, cuando la guerra de Ucrania exige cada vez más la implicación por parte del «imperio europeo».
Subsiste una gran diferencia entre la Unión Europea y el Imperio de los Habsburgo: el emperador. En La marcha Radetzky, la novela de Joseph Roth sobre la caída de los Habsburgo, el personaje predice: «En el momento en que muera el emperador, nos quebraremos en mil pedazos».
La falta de encarnación está en el corazón del déficit de adhesión a la Unión Europea. Si, como escribió Norbert Elias, las antiguas familias aristocráticas han sido siempre el motor del proceso de civilización europeo, ¿por quién han sido sustituidas? Lo único que la élite globalizada tiene en común con los Habsburgo es el cosmopolitismo. Pero un cosmopolitismo consumista y desarraigado, sin sentido del honor ni del deber. Bruselas es incapaz de poner rostro a los billetes de euro, mientras que la doble monarquía austrohúngara fue capaz de producir una efervescencia cultural, literaria y musical incomparable. ¿Dónde están los Klimts, Mahlers y Zweigs de la Unión Europea?
Las reflexiones de Caroline de Gruyter terminan con un conmovedor retrato de Otto de Habsburgo, el hijo mayor de Carlos I, último emperador de Austria, que luchó ferozmente por la integración europea. Católico, creía que «la altura de las iglesias debe superar la altura de los bancos» y defendía, no una Europa del mercado y el derecho, sino una Europa enraizada en la historia, que debía «crecer como un árbol, no aparecer de repente como un rascacielos americano». Rápidamente… ¿un Habsburgo en Bruselas?
FUENTE EL DEBATE
06/05/23