- El Fascismo y sus políticas
- “La libertad de pensamiento no significa libertad para cometer despropósitos
- El capitalismo fuera de control
- La tendencia a disminuir al adversario
1. El Fascismo y sus políticas
“La principal preocupación de los padres ya no es la de educar, la de enriquecer a la descendencia con los tesoros de la experiencia humana que el pasado nos ha dejado y que el presente sigue acumulando”. Antonio Gramsci
El fascismo, como movimiento de reacción armada que se propone el objetivo de disgregar y desorganizar a la clase obrera para inmovilizarla, entra en el cuadro de la política tradicional de las clases dirigentes italianas, y en la lucha del capitalismo contra la clase obrera.
Por esta razón es favorecido en sus orígenes, en su organización y en su camino indistintamente por todos los viejos grupos dirigentes, aunque preferentemente por los agrarios, los cuales sienten más amenazadora la presión de la plebe rural. Socialmente, sin embargo, el fascismo tiene su base en la pequeña burguesía urbana y en una nueva burguesía agraria surgida de una transformación de la propiedad rural en algunas regiones (fenómenos de capitalismo agrario en Emilia, origen de una categoría de intermediarios campesinos, “bolsas de la tierra”, nuevos repartos de terrenos). Este hecho, y el hecho de haber encontrado una unidad ideológica y organizativa en las formaciones militares en las que revive la tradición de la guerra (arditismo) y que sirven para la guerrilla contra los trabajadores, permiten al fascismo concebir y llevar a cabo un plan de conquista del Estado en contraposición a las viejas capas dirigentes. Es absurdo hablar de revolución. Las nuevas categorías que se agrupan en torno al fascismo tienen, por su origen, una homogeneidad y una mentalidad común de “capitalismo naciente”. Esto explica cómo es posible la lucha contra los hombres políticos del pasado y cómo es que pueden justificarla con una construcción ideológica contraria a las teorías tradicionales de Estado y de sus relaciones con los ciudadanos. En sustancia el fascismo modifica el programa de conservación y de reacción que siempre dominó la política italiana, solamente por una forma diferente de concebir el proceso de unificación de las fuerzas reaccionarias. Sustituye la táctica de los acuerdos y los compromisos con el propósito de realizar una unidad orgánica de todas las fuerzas de la burguesía y un solo organismo político bajo el control de una central única que debería dirigir al mismo tiempo el partido, el gobierno y el Estado. Este propósito corresponde a la voluntad de resistir a fondo cualquier ataque revolucionario, lo que permite al fascismo obtener la adhesión de la parte más decididamente reaccionaria de la burguesía industrial y de los agrarios.
El método fascista de defensa del orden, de la propiedad y del Estado es, más aún que el sistema tradicional de los compromisos y de la política de izquierda, disgregador de la solidaridad social y de sus superestructuras políticas. Las reacciones que provoca deben ser examinadas en relación a su aplicación tanto en el campo económico como en el campo político.
En el campo político, sobre todo, la unidad orgánica de la burguesía en el fascismo no se realiza inmediatamente después de la conquista del poder. Fuera del fascismo permanecen los centros de una oposición burguesa al régimen. Por una parte, no es absorbido el grupo que se mantiene fiel a la solución giolittiana del problema del Estado. Este grupo se vincula a una sección de la burguesía industrial y, con un programa de reformismo “laborista”, ejerce influencia sobre estratos de obreros y pequeñoburgueses. Por otra parte, el programa de fundar el Estado sobre ima democracia rural del Mediodía y sobre la parte “sana” de la industria septentrional (Corriere della Sera, libre cambio, Nitti) tiende a convertirse en el programa de una organización política de oposición al fascismo con bases de masas en el Mediodía (Unión Nacional).
El fascismo se ve obligado a luchar contra estos grupos supervivientes con gran energía, y a luchar con energía aún mayor contra la masonería, a la que justamente considera como centro de organización de todas las fuerzas tradicionales de apoyo al Estado. Esta lucha que es, quieran o no, el indicio de una grieta en el bloque de las fuerzas conservadoras y antiproletarias, puede favorecer en determinadas circunstancias el desarrollo y la afirmación del proletariado como tercer y decisivo factor de una situación política.
En el campo económico, el fascismo actúa como instrumento de una oligarquía industrial y agraria, para poner en manos del capitalismo el control de todas las riquezas del país. Esto no puede dejar de provocar un descontento en la pequeña burguesía la cual, con el advenimiento del fascismo, creía llegada la era de su dominio.
El fascismo adopta toda una serie de medidas para favorecer una nueva concentración industrial (abolición del impuesto de sucesión, política financiera y fiscal, endurecimiento del proteccionismo), y a ellas corresponden otras medidas a favor de los agrarios y contra los pequeños y medianos cultivadores (impuestos, derecho sobre el grano, “batalla del grano”). La acumulación que determinan estas medidas no es un aumento de riqueza nacional, sino que es expoliación de una clase en beneficio de otra, esto es, de las clases trabajadoras y medias en beneficio de la plutocracia. El propósito de favorecer a la plutocracia aparece descaradamente en el proyecto de legalizar en el nuevo código de comercio el régimen de las acciones privilegiadas; de esta manera, un puñado de financieros es puesto en condiciones de poder disponer sin control de ingentes masas de ahorro provenientes de la mediana y pequeña burguesía y estas categorías son expropiadas del derecho a disponer de su riqueza. En el mismo plan, pero con consecuencias políticas más vastas, entra el proyecto de unificación de las bancas de emisión, esto es, en la práctica, de supresión de los dos grandes bancos meridionales. Estos dos bancos ejercen hoy la función de absorber los ahorros de Mediodía y las remesas de los emigrados (600 millones), o sea la función que en el pasado ejercía el Estado con la emisión de bonos del tesoro y la Banca de Descuento en interés de una parte de la industria pesada del norte. Los bancos meridionales han sido controlados hasta ahora por las mismas clases dirigentes del Mediodía, las cuales encontraban en este control una base real para su dominio político. La supresión de los bancos meridionales como bancos de emisión hará pasar esta función a la gran industria del norte que controla, a través de la Banca Comercial, al Banco de Italia, y de este modo se acentuará la explotación económica “colonial” y el empobrecimiento del Mediodía, así como se acelerará el lento proceso de separación del Estado también de la pequeña burguesía meridional.
La política económica del fascismo se completa con las medidas encaminadas a elevar el curso de la moneda, a sanear el balance del Estado, a pagar las deudas de guerra y a favorecer la intervención del capital inglésnorteamericano en Italia. En todos estos campos el fascismo pone en práctica el programa de la plutocracia (Nitti) y de una minoría industrial-agraria en perjuicio de la gran mayoría de la población, cuyas condiciones de vida empeoran progresivamente.
Como remate de toda su propaganda ideológica, de la acción política y económica del fascismo, está su tendencia al “imperialismo”. Esta tendencia es la expresión de la necesidad sentida por las clases dirigentes industrialesagrarias italianas de encontrar fuera del campo nacional los elementos para la solución de la crisis de la sociedad italiana. En ella se encuentran los gérmenes de una guerra que se planteará, en apariencia, por la expansión italiana, pero en la cual, en realidad, la Italia fascista será un instrumento en manos de uno de los grupos imperialistas que se disputan el dominio del mundo.
2. “La libertad de pensamiento no significa libertad para cometer despropósitos.»
Intransigencia es no permitir que se adopten medidas —para alcanzar un fin— no adecuadas al fin y de una naturaleza diferente al fin.
La intransigencia es el predicado necesario del carácter. Es la única prueba de que un determinado colectivo existe como un organismo social vivo, que tiene un objetivo, una voluntad única, una madurez de pensamiento. Porque la intransigencia requiere que cada parte singular sea coherente en el todo, que cada momento de la vida social sea armónicamente preestablecido, que todo haya sido pensado. Requiere que existan los principios generales, claros y distintos, y que todo lo que se necesita dependa de ellos.
Para que, entonces, un organismo social pueda ser disciplinado intransigentemente, es necesario que tenga una voluntad (un fin) y que el fin tenga una razón, que sea un fin verdadero, y no un fin ilusorio. No es suficiente: es necesario que desde la racionalidad del fin sean persuadidos todos los componentes individuales del organismo, para que nadie pueda rechazar la observancia de la disciplina, para que los que quieren hacer observar la disciplina puedan solicitar esa observancia como cumplimiento de una obligación libremente contratada, o más bien como una obligación de establecer lo que el mismo recalcitrante ha favorecido.
De estas primeras observaciones resulta que la intransigencia en la acción tenga por su supuesto natural y necesario la tolerancia en la discusión que precede a la deliberación.
Las deliberaciones deben establecerse colectivamente de acuerdo con la razón. ¿La razón puede ser interpretada por un colectivo? Ciertamente, un individuo único delibera mucho más rápido (para encontrar la razón, la verdad) que un colectivo. Porque el individuo único puede ser elegido entre los más capaces, entre los mejor preparados para interpretar la razón, mientras que el colectivo se compone de elementos diferentes, preparados en diferentes grados para entender la verdad, para desarrollar la lógica de un fin, para observar las diferentes etapas a través de las que uno debe pasar para alcanzar el fin mismo. Todo esto es cierto, pero también es cierto que el individuo único puede convertirse o ser visto como un tirano, y la disciplina por él impuesta puede desmoronarse porque el colectivo se niega o no puede entender la utilidad de la acción, mientras que la disciplina establecida por el propio colectivo a sus componentes, aunque de aplicación lenta, difícilmente falla en su ejecución.
Los miembros del colectivo, por lo tanto, deben llegar a un acuerdo entre ellos, discutir entre ellos. Deben, a través del debate, llegar a una fusión de las almas y de las voluntades. Los elementos individuales de la verdad que cada uno puede aportar, deben sintetizarse en la compleja verdad y ser la expresión integral de la razón. Para que esto suceda, para que el debate sea amplio y sincero, se necesita la máxima tolerancia. Cada uno debe estar convencido de que ésa es la verdad y de que, por lo tanto, su ejecución es absolutamente necesaria. En el momento de la acción, todos deben estar de acuerdo y ser solidarios, ya que en el fluir de la discusión se ha ido conformando un acuerdo tácito, y todos se han hecho responsables del fracaso. Se puede ser intransigente en la acción sólo si en la discusión se ha sido tolerante, y si los más preparados han ayudado a los menos preparados a acoger la verdad, y las experiencias individuales han sido puestas en común, y todos los aspectos del problema han sido examinados, y no se ha creado ilusión alguna. [Los hombres están dispuestos a obrar cuando están convencidos de que nada se les ha ocultado, que ninguna ilusión, ya sea voluntaria o involuntariamente, ha sido creada. Que si deben sacrificarse, deben saber antes que el sacrificio puede ser necesario. Si se les ha dicho que la acción resultaría un éxito, es que se había hecho el cálculo exacto de la probabilidad de éxito y de fracaso, y la de éxito había sido mayor; si se les ha dicho que sería un fracaso, es que la probabilidad de fracaso surgía de la crítica —puesta en común, sin subterfugios, sin coacción ni prisas ni chantaje moral— en mayor número.] Por supuesto, esta tolerancia —método de discusión entre hombres que fundamentalmente están de acuerdo, y deben encontrar una coherencia entre los principios comunes y la acción que tendrán que desarrollar en común— no tiene nada que ver con la tolerancia, entendida vulgarmente. Ninguna tolerancia para el error, para el despropósito. Cuando se está convencido de que uno está equivocado —y se huye de la discusión, se niega a discutir y a tratar de hacerlo, diciendo que toda persona tiene derecho a pensar lo que quiera—, no se puede ser tolerante. La libertad de pensamiento no significa libertad para equivocarse y cometer despropósitos. Sólo estamos en contra de la intolerancia como resultado del autoritarismo o de la idolatría, porque impide los acuerdos duraderos, porque impide el establecimiento de normas de acción obligatorias moralmente porque para establecerlas todos han participado libremente. Porque esta forma de intolerancia conduce necesariamente a la transigencia, a la incertidumbre, a la disolución de los organismos sociales.
[Quien no ha podido convencerse de una verdad, quien no ha sido liberado por una falsa imagen, quien no ha sido ayudado a comprender la necesidad de una acción, desertará al primer choque brusco con sus deberes, y la disciplina sufrirá el efecto y la acción desembocará en fracaso.] Por eso hemos hecho esta aproximación: intransigencia tolerancia, intolerancia-transigencia.
3. El capitalismo fuera de control
«…el Capitalismo es el Estado burgués, que se concreta en las leyes, en la administración burocrática, en los poderes ejecutivos. Y éstos, a su vez, se concretan en individuos que viven, se visten, pueden ser sinvergüenzas o caballeros.» Antonio Gramsci
Nuestro punto de vista en el escándalo de los residuos, de acuerdo con La Giustizia de C. Prampolini, sería el siguiente: el capitalismo explota y especula —debe especular y explotar, padece su ruina— siempre, tanto en tiempos de guerra como de paz.
El capitalismo busca mercados para sus productos y beneficios para sus accionistas, cómo y dónde puede. Es su naturaleza, su misión, su destino. Los italianos venden a los alemanes, los austríacos les habrán vendido a los franceses, los británicos les habrán vendido a los turcos. El capitalismo es internacional e Italia no es peor que los otros Estados.
Éste sería nuestro punto de vista, tan nuestro que coincide perfectamente con el de la «Idea Nacional». Y se entiende que sea el punto de vista de la «Idea Nacional»: por eso las responsabilidades aparecen tan vagas y diluidas, de hecho, que en realidad ya nadie sería responsable; los detenidos deberían ser inmediatamente liberados, y debería ser detenido el señor Capitalismo, vagabundo sin vivienda fija, que se encuentra un poco en todos los países del mundo a la vez.
Pero éste, de hecho, no es el punto de vista de los socialistas. Los socialistas al hacer la historia, o la crónica (incluso la de los tribunales), rehúyen las abstracciones de los genéricos difusos. Ellos argumentan que sí existe una tendencia general a hacer las cosas mal en la sociedad capitalista, pero no por eso confunden las responsabilidades sociales con las individuales. La producción burguesa puede convertirse en especulación, fraude, ilusionismo, pero su misión, su destino no es estafar: trata de aumentar la riqueza, de aumentar la suma de los bienes sociales. El punto de vista de La Giustizia forma parte de una visión teológica de la sociedad, en la que el Dios todopoderoso, omnipresente y omnisciente de los católicos es reemplazado por una divinidad abstracta equivalente.
Por eso se vuelve inútil la investigación, es inútil el estudio de los hechos y de la historia, es inútil el examen de las costumbres: todo es igual en todas partes, porque en todas partes está el capitalismo y no se mueve una hoja sin que lo quiera el capitalismo.
Esta abstracción fatalista no es y no puede ser en absoluto nuestro punto de vista, porque está fuera de la realidad efectiva. En la realidad efectiva, el Capitalismo es el Estado burgués, que se concreta en las leyes, en la administración burocrática, en los poderes ejecutivos. Y éstos, a su vez, se concretan en individuos que viven, se visten, pueden ser sinvergüenzas o caballeros. Incluso las leyes, el Código Penal, son actividades capitalistas y castigan a los traficantes de residuos, lo que significa para ellos no ser capitalistas puros y duros, sino capitalistas, hombres que han obrado perversamente. Y nuestro punto de vista es el siguiente: en la organización burguesa de la sociedad italiana hay instituciones de control que no funcionan, que dañan así la producción capitalista genuina, porque han dejado que los pervertidos, los criminales continuaran sus actividades a pesar de que éstas eran tan sospechosas que difícilmente podían ser ignoradas. Lo que significa que la organización burguesa italiana es malvada también en su concepción del capitalismo.
El proletariado tiene la tarea específica de presionar continuamente sobre la organización actual para que se renueve y se haga cada vez más favorable a la producción, al aumento de la riqueza: debe presionar para que en la burguesía se afirmen sólo aquellos individuos que, a través de su actividad capitalista honesta, rindan las condiciones mecánicas y naturales de la vida social más adecuada para un traspaso de clase en el poder. Por eso los socialistas quieren que las instituciones de control estatal sean competentes y puedan ejercer eficientemente su oficio. Sólo los socialistas pueden querer esto, porque son desinteresados, porque están fuera del geénna de los negocios. Y no pueden conformarse con las abstracciones, con las responsabilidades genéricas. De hecho, hay una burocracia que debería controlar la actividad comercial de los industriales de los residuos, y el poder ejecutivo debería impedir la especulación. ¿Qué ha hecho la burocracia? ¿Ha cumplido con su deber? Y, en todo caso, ¿por qué no lo ha hecho? La investigación se debe hacer, las responsabilidades deben ser establecidas. Los incompetentes, los estafadores deben ser eliminados. Es una prueba de fuego para el régimen: porque sólo demostrando que son siempre capaces de cumplir su función social se consigue. Pero si nadie lo obliga constantemente a pasar la prueba, se perpetuará entre la indiferencia de todos, que se entretienen hablando de capitalismo, sin cuya voluntad no se mueve una sola hoja.
4. La tendencia a disminuir al adversario
«Cada mañana, cuando me despierto otra vez bajo el manto del cielo, siento que es para mí año nuevo. De ahí que odie esos Años Nuevos de fecha fija que convierten la vida y el espíritu humano en un asunto comercial con sus consumos y su balance y previsión de gastos e ingresos de la vieja y nueva gestión»-Antonio Gramsci
Es sin más un documento de la inferioridad del que la tiene; se tiende infantilmente a disminuir rabiosamente al adversario para poder creer que se le vencerá sin ninguna duda. Por eso hay oscuramente en esa tendencia un juicio acerca de la propia incapacidad y debilidad (que quiere animarse), y hasta podría reconocerse en ella un conato de autocrítica (que se avergüenza de sí misma, que tiene miedo de manifestarse explícitamente y con coherencia sistemática).
Se cree en la «voluntad de creer» como condición de la victoria, lo cual no sería erróneo si no se concibiera mecánicamente, convirtiéndose en un autoengaño (cuando contiene una indebida confusión entre masas y jefes y rebaja la función del jefe al nivel del seguidor más atrasado y sin luces; en el momento de la acción, el jefe puede intentar infundir en los seguidores la convicción de que el adversario será derrotado sin ninguna duda, pero él mismo tiene que hacerse un juicio más exacto, y calcular todas las posibilidades, incluso las más pesimistas).
Un elemento de esta tendencia es de la naturaleza del opio: es, efectivamente, propio de débiles el abandonarse a las fantasías, el soñar con los ojos abiertos que los propios deseos son la realidad, que todo se desarrolló según los deseos de uno. Por eso se atribuyen a una parte la incapacidad, la estupidez, la barbarie, la cobardía, etc., y a la otra las dotes más altas del carácter y de la inteligencia: la lucha no puede ser dudosa, y ya parece que se tenga la victoria en la mano. Pero esa lucha es soñada, y vencida en sueños.
Otro aspecto de esta tendencia consiste en ver las cosas como en la pintura histórica de las estampas populares, en los momentos culminantes de alta epicidad. En la realidad, se empiece a actuar por donde se empiece, las dificultades resultan inmediatamente graves porque no se ha pensado nunca concretamente en ellas, y como siempre hay que empezar por cosas pequeñas (pues, por regla general, las cosas grandes son conjuntos de cosas pequeñas), la «cosa pequeña» se desprecia: es mejor seguir soñando y retrasar la acción hasta el momento de la «gran cosa».
La función de centinela es molesta, pesada, agotadora; ¿por qué «desperdiciar» así la personalidad humana, en vez de reservarla para la hora grande del heroísmo?, etc. No se tiene en cuenta que si el adversario te está dominando mientras tú lo disminuyes, reconoces ser dominado por uno al que consideras inferior: pero entonces, ¿cómo es que ha conseguido dominarte? ¿Cómo es que te ha vencido y ha sido superior a ti precisamente en aquel instante decisivo que tenía que dar la medida de tu superioridad y de su inferioridad? No hay duda: algún diablo anda por en medio. Pues bien: aprende a conseguir que el diablo se ponga de tu parte.