En los momentos extremos, cuando las crisis parecen traspasar las líneas habituales y alcanzar puntos de no retorno, es cuando podemos percibir con mayor claridad los cambios que se han producido en el escenario global.
En las últimas semanas emergieron algunas de las características de la nueva geopolítica que está en proceso de cristalización. La crisis en las relaciones entre EEUU e Iránmostró los realineamientos que se han producido, digamos, desde la crisis financiera de 2008, así como los límites de las principales potencias y las capacidades mostradas por las alianzas que se han ido tejiendo a raíz de aquella crisis.
El primer hecho que llama la atención es la determinación de un país como Irán para no dejarse intimidar, incluso por una gran potencia que tiene la capacidad de borrarla del mapa si se empeñara en ello.
No es cuestión solo de la determinación de los iraníes, sino también de la percepción creciente de que EEUU ya no tiene ni la voluntad ni la capacidad para empeñarse a fondo en una agresión de larga duración. Esto vale tanto para Irán como para Venezuela.
El punto de inflexión pudo haber sido Siria. El fracaso de EEUU y sus aliados, incluyendo a Israel y Arabia Saudí, en su empeño por derrocar al presidente Bashar Asad e imponer un cambio en el mando del país, mostró los límites de las alianzas tradicionales; pero también la capacidad de pequeñas organizaciones para influir en el tablero regional. En este caso, Hizbulá, que ha sido capaz de influir en el escenario sirio y, por lo tanto, en el regional.
Este último es un aspecto fundamental, ya que enseña que en una situación de gran fluidez, en la cual los equilibrios son necesariamente inestables, la presencia de actores de pequeña o mediana envergadura pueden, incluso, superar a los más potentes y tradicionales ejércitos.
La segunda cuestión que muestra la coyuntura actual es que la resolución de los conflictos puede estar fuera del control de las grandes potencias, y que la propia inercia de los acontecimientos puede desembocar en situaciones caóticas en las cuales una escalada no deseada conduzca, por ejemplo, a la utilización de armas nucleares.
Nos guste o no, y ciertamente nadie sensato apostaría a la guerra, el conflicto armado entre grandes naciones es parte del repertorio posible en situaciones extremas como las actuales. El problema radica en que el propio devenir de la crisis sistémica ha neutralizado las capacidades de negociación e intermediación vigentes en períodos anteriores. La incapacidad de las Naciones Unidas, y de otras instituciones, para moderar los ímpetus, es quizá la mayor muestra de la crisis de este tipo de mediaciones.
Por lo tanto, saldrán adelante quienes tengan mayor capacidad para afrontar las situaciones más difíciles, con mayor serenidad de ánimo y un abanico más amplio de opciones a la hora de tomar decisiones. En las guerras, las armas son importantes pero no decisivas. Las guerras del siglo XX así lo demuestran. Las potencias que llevaron la iniciativa militar en los momentos iniciales del conflicto, salieron perdedoras.
En este punto, el aspecto decisivo es la cohesión de la población y la determinación para afrontar las penurias que depara la guerra. En esta coyuntura, la potencia peor parada es la mejor armada, EEUU, mientras China parece contar con una población bastante decidida a defender lo conseguido desde 1949 a la fecha. Dicho esto, nadie puede tener la certeza de lo que sucederá, tratándose apenas de hipótesis de trabajo.
La tercera cuestión gira en torno a las alianzas que se han tejido en los últimos años, así como la incapacidad de buena parte de los Estados para ponerse a tono con la evolución global.
En efecto, la alianza entre China y Rusia es, en estos momentos, más sólida que nunca desde —por lo menos— el último medio siglo. No debemos olvidar que el triunfo de EEUU ante la Unión Soviética se debió en gran medida a que fue hábil para interponer una cuña entre las dos naciones que habían protagonizado sendas revoluciones socialistas.
En paralelo, destacan alianzas regionales nuevas, como la que tienen ambos países con Irán y Venezuela. Sin embargo, las alianzas más pujantes son la Ruta de la Seda y la Organización para la Cooperación de Shanghái. Ninguna de las dos incluye a las potencias occidentales, pero la primera consiguió atraer a un importante país del G7, como Italia, a su esfera de influencia.
Debe anotarse, de forma muy especial, la enorme dispersión de intereses de los principales países que integran la Unión Europea que, tiempo atrás, era una aliado incondicional del EEUU. La principal característica de la UE actual consiste en la falta de norte, de proyecto propio autónomo en un escenario global que exige cohesión y unidad de mando para afrontar las dificultades con éxito.
En cuarto lugar, están las grandes tendencias históricas, de las que nadie puede escapar, aunque actúan en el largo plazo. La primera de estas tendencias es el declive de Occidente y el ascenso de la región de Asia Pacífico como relevo hegemónico. Un proceso que puede durar todo lo que resta del siglo XXI.
En paralelo, y como consecuencia de este declive, se registra una crisis de las democracias occidentales, que habían sido uno de los principales atractivos de las naciones capitalistas más desarrolladas y que jugó a su favor en la competencia con la URSS. La Administración Trump es una muestra del vaciamiento de las democracias, pero se trata de un viraje de larga duración y no una coyuntura que habrá de superarse con un cambio de Gobierno.
No sabemos aún qué tipo de régimen habrá de suceder a las democracias. La hegemonía asiática en construcción enseña, como señala el analista brasileño José Luis Fiori, que para representar los intereses de los pueblos no es imprescindible que exista un sistema electoral de competencia de partidos. La legitimidad de los gobernantes puede conseguirse de otros modos, en tanto los sistemas electorales se han convertido en el dominio de una oligarquía de ricos y poderosos.