La pandemia del nuevo coronavirus en Venezuela ha resucitado en cuestión de un mes el panorama de desestabilización económica aguda de tiempos anteriores.
La estampida del dólar paralelo y en consecuencia los altos precios en los anaqueles, vuelven a convertirse en los factores determinantes de un escenario de enorme dificultad económica para el país en el corto y mediano plazo.
A diferencia de los ciclos de desabastecimiento de 2015 y 2016 y de hiperinflación sistemática de 2017 y 2018, el cortocircuito de la economía venezolana, en esta oportunidad, viene de la mano de este evento externo e impredecible, acompañado por sus efectos destructivos sobre los precios mundiales del petróleo y el comercio internacional.
Como efecto inmediato, la pandemia ha interrumpido de golpe el frágil equilibrio de poder que había construido el Gobierno venezolano con los actores económicos privados desde principios de este año, lo que trajo consigo la estabilización del precio del dólar, la movilidad de la actividad económica (sobre todo comercial) a partir del flujo de divisas provenientes de las remesas y cierto grado de alivio comparado con el caos de años anteriores.
Al mismo tiempo, Estados Unidos ha aprovechado la pandemia para radicalizar su guerra híbrida contra Venezuela (un tema bastante bien explicado por Arantxa Tirado en su último artículo), mientras el Gobierno venezolano se concentra en sofocar la curva de contagios del Covid-19.
Como viene diciendo el Departamento de Estado de EEUU desde el año 2018, “las sanciones están funcionando”.
Y la realidad ofrece el testimonio vivo de esa afirmación: el país se ha quedado con inventarios mínimos de gasolina, el dinero robado a la República a manos del Departamento del Tesoro de EEUU se está distribuyendo entre la capa gerencial del golpe continuado, mientras que las importaciones e ingresos petroleros de los que depende el país están en el piso como nunca antes en su historia reciente.
Con sus últimos movimientos, encuadrados en el despliegue militar “antinarcóticos” y una sobredosis de sanciones ilegales, la Administración Trump está exhibiendo su interés de transformar el Covid-19 en un instrumento artillado de la confrontación contra Venezuela.
La intención es llevar al país a un clima de tensión social y política extrema que genere las condiciones para una nueva escaramuza golpista, a medida que el endurecimiento del bloqueo hace su trabajo complicando la gestión sanitaria y económica de la pandemia.
Dado que no está garantizado el éxito de este nuevo cálculo macabro de la Casa Blanca, mientras tanto han instrumentalizado la cuestión venezolana para distraer la atención, lo más posible, del caos social y sanitario que va propiciando la pandemia fronteras adentro del territorio estadounidense. Esto lo confirma nada más y nada menos que la revista gringa Newsweek.
Por primera vez en la onda corta del conflicto por el control (geo)político de Venezuela, Washington recrudece sus maniobras para derrocar al chavismo mientras se encuentra a la deriva como Estado-nación y potencia mundial.
Han comenzado los ruidos de secesión, los aspavientos de guerra civil y estallido social frente al desempleo crónico, la pila de muertos y la desigualdad crítica que esté dejando la pandemia. Este cuadro de colapso sistémico ha provocado que el liderazgo estadounidense en el sistema internacional se vaya erosionando, generando las condiciones de inestabilidad, caos e incertidumbre que han llevado consigo las grandes transiciones geopolíticas en los últimos cinco siglos.
A las dificultades materiales del país en medio de estas condiciones inéditas e incontrolables, se suman las dificultades ideológicas para comprender el marco de la situación actual. Hay una sensación de vacío y pérdida de las coordenadas ideológicas que solían explicar nuestra realidad de forma coherente, sobre todo desde la izquierda. Pero va más allá.
Existe cierta idea de que ningún planteamiento logra explicar a totalidad el marco social y político en el que nos movemos. Entre las diversas causas históricas y sociales que provocan esta sensación, destaca el pensamiento fragmentado que se mundializó tras el derrumbe de la experiencia socialista en 1989–1991. El paradigma neoliberal se alzó victorioso.
Y ninguna corriente de pensamiento moderno escapa de ese legado.
El choque catastrófico con la realidad, en términos concretos, ha generado un mosaico de percepciones erradas en torno a los diversos de temas y debates públicos que articulan nuestra realidad política. Una muestra de ello, por escala de importancia, la tenemos en el filtro idealista a la hora de analizar el desempeño del chavismo en el Estado y en la economía.
Desde la derecha, históricamente, se asume que el Gobierno insiste en un modelo fracasado. En eso no hay novedad. Sin embargo, la corriente dominante de la autodenominada “izquierda” venezolana, insiste en agregar un matiz: no se trataría ya de mala de gestión económica, que también, sino de una conspiración entre Maduro y el capital privado para, intencionalmente, provocar el hambre de millones de personas con un sueldo de 4 dólares.
Según dejan ver sus planteamientos, Maduro disfrutaría de esta situación como parte de su política sistemática de entregar el legado de Chávez, siendo a su vez cómplice activo de las corrientes capitalistas que están intencionalmente acabando con el país.
Para ellos, el Gobierno ha optado por una vertiente neoliberal para sacar provecho político y económico sin importarle al resto de la sociedad.
El principal problema de este planteamiento es que parte de premisas que no aterrizan en las condiciones materiales del país.
El petróleo venezolano cotiza a 9 dólares (se está produciendo a pérdida), históricamente el país importa lo que necesita con esos ingresos y ahora mismo los recursos mil millonarios de la República están secuestrados por la mafia Washington-Guaidó. En resumen: el país está financieramente en una situación que roza la quiebra al combinarse la crisis petrolera con el bloqueo estadounidense y la pandemia.
Sin embargo, estos factores de distorsión y crisis evidente no se toman en cuenta a la hora de analizar el problema económico, pues se trata de forzar la idea de que la economía son números y cifras y no relaciones de poder.
Como en sus cabezas gobierna el panfleto, están ansiosos de proclamas y ediptos “revolucionarios” de expropiación y otras medidas “radicales” que cambien la situación por completo, como si la realidad funcionara así, por principios. Aseguran que la situación puede dar un vuelco si se toman medidas “revolucionarias”, evadiendo algo tan importante y elemental como que el país no tiene dinero.
Mientras piensan que todo se reduce a proclamas y medidas efectistas, Maduro debe cabalgar las contradicciones de estar al frente de un Estado ineficiente históricamente como el venezolano, incapacitado para movilizar recursos financieros, en poder de una moneda devaluada y conviviendo con un sector privado que se desarrolló a la luz de una renta petrolera que va menguando. En condiciones así, es difícil proyectar un escenario de victoria fulminante.
Se impone el purismo ideológico (gobernar con “el pueblo”, “acabar con la burocracia”, “distribuir la riqueza”, etc.) por encima de una realidad que marca unos límites políticos concretos. Se parte de la falsa idea de que se puede hacer una revolución a la venezolana, enfrentarse a las potencias dominantes, y al mismo tiempo, tener un estilo de vida y una realidad política que sobreviva a las tensiones existenciales que generan procesos de estas características. Es el pensamiento fragmentado.
Para ellos, Maduro debería “defender” - verdaderamente, no de mentira como suele hacer- a la “clase obrera”. No importa que, en vez de formarse una clase obrera en el país, se formó históricamente un proletariado dependiente del Estado y del sector terciario estimulado por el consumo de una renta petrolera menguada y en mínimos. Pero eso es lo de menos; conocer cómo funciona la sociedad en la que vives siempre es un elemento secundario.
Maduro también debería destruir a los capitalistas, declararle una guerra sin cuartel, sin importar si esas medidas generan desabastecimiento o si agudizan las dificultades en medio de la pandemia. Eso no importa. Lo importante es tener una postura radical, “revolucionaria”, quedar bien consigo mismo.
Por último, debería implementar las comunas y darle todo el poder al “poder popular”, como si un cambio cultural se oficializara por decreto.
Pero la política no funciona así. A Maduro le ha tocado manejar un Estado que se va haciendo inviable, una economía destruida y una guerra internacional que ya le ha puesto precio a su cabeza. En un escenario así, donde cada movimiento define cuestiones estratégicas, le ha tocado construir consensos con sectores que apuestan por su caída. Eso implica gobernar.
Es muy fácil pedir la cabeza de los empresarios, pero no asumir los costos de que el país se quede sin los pocos insumos básicos que le quedan o que Washington arrecie su embestida.
Es tremendamente sencillo exigir cambios estructurales en la economía, en el Estado, pero no tener que administrar las crecientes necesidades del país con las arcas públicas en el piso.
Este extravío intelectual va mucho más allá de lo económico. Y su visión sobre ello parte de un error clave en la comprensión del proceso político venezolano en sus orígenes y formación.
Suelen creer, y dar por sentado, que el chavismo es un movimiento popular organizado y sistemático que luego cristaliza Chávez en unas elecciones. Y no, es totalmente lo contrario: el chavismo nació como un movimiento militar que al llegar al Estado se hizo hegemónico en la sociedad venezolana porque supo interpretarla.
Caen en la equivocación de pensar que el chavismo es una especie de entidad autónoma, tratando de teatralizar un enfrentamiento entre “el pueblo” y “los burócratas” y “los militares”. Y esto también es una lectura errónea: el chavismo tomó forma porque se forjó en una lógica de gestión del poder, y no porque haya luchado organizadamente contra los gobiernos neoliberales anteriores a Chávez.
El problema con esta percepción es que todo lo relacionado con el Estado, desde los CLAP o la gestión comunitaria de distintos temas en instituciones públicas, es visto como formas de organización no revolucionarias o poco transformadoras. Lo “revolucionario” es aquello que es más puro, el que grita más fuerte, el que hace las mejores proclamas reivindicativas de la clase obrera.
Estas distorsiones intelectuales abarcan todos los demás ámbitos, incluyendo el terrible fallo de analizar el proceso venezolano desde una perspectiva economicista, donde el éxito político se mide en función del PIB o la inflación. El golpe en Bolivia ha tirado al piso el mito de que la economía precede a la política.
Se escapan del análisis las dinámicas políticas, sociales, los instrumentos organizativos que ha creado el chavismo, en medio de circunstancias donde comer y tener servicios públicos es un desafío diario. El pensamiento fragmentado vuelve a vencer y eclipsa el esfuerzo común de miles de venezolanos que se enfrentan a una situación inédita, organizándose según les indica el instinto y las lecciones de Chávez.
Las corrientes autodenominadas de “izquierda” se han extraviado por sus propios mitos. Según su corolario, los militares (y menos los policías) por esencia no son revolucionarios, la comuna debe sustituir toda forma de “burocracia”, el Estado siempre es malo, siempre se debe acorralar a los empresarios.
De este pensamiento mágico emana la tesis de que la política es una cuestión de principios y no una contingencia de factores históricos y sociales siempre cambiantes. Esto provoca que su teoría del poder y de la política sea sumamente infantil, aunque se revista de marxismo. En tanto la política son principios y esencias, el campo de acción siempre será limitado: todo lo que no sea “revolucionario”, y puro ideológicamente, debe ser desechado.
Tener una estrategia política que abarque a diversos sectores de la sociedad, parece ser sinónimo de traición.
Si Chávez hubiera basado su estrategia política con estos esquemas, no hubiésemos llegado acá. Y eso se lo siguen cobrando los que se autodenominan de “izquierda”.
Sigamos aprendiendo de lo que nos enseñó para no extraviarnos.