La mirada hacia la historia contribuye a relativizar la legítima gravedad con que reaccionamos a la epidemia del coronavirus. Nos ha sorprendido la enfermedad. Ha cuestionado las certezas y las garantías de la sociedad del bienestar, pero los episodios históricos relacionados con las pestes y los confinamientos aconsejan eludir la tentación de las comparaciones o de las extrapolaciones, tanto desde el punto de vista cuantitativo como desde la perspectiva cualitativa.
Y no hay que remontarse a las maldiciones bíblicas, ni a las resistencias numantinas, ahora que las ha desmentido el tratado desmitificador de Henry Kamen (‘La invención de España’). El cerco de Leningrado se produjo hace apenas 80 años. Y representa acaso el mayor ejemplo o el más estremecedor de una ciudad desabastecida y condenada. No fueron dos ni cuatro semanas de estado de alarma.
El asedio se prolongó durante dos años, cuatro meses y 19 días. Murieron entre los “muros” de Leningrado 642.000 civiles. Y 400.000 más lo hicieron en el trance de las evacuaciones, más allá de las bajas militares. Que son tan humanas como las otras. Y que engrosaron medio millón de muertos en el ejército nazi y el doble en las listas del ejército rojo.
Prolifera la literatura y el ensayo respecto al confinamiento más atroz que ha conocido la Humanidad, aunque una manera fascinante de conocerlo proviene de las páginas de ‘Leningrado, asedio y sinfonía’ (Galaxia Gutenberg). Lo escribió el historiador y periodista Brian Moynahan en 2014, no ya reconstruyendo el cerco siniestro que programó Hitler en el frente ruso, sino documentando la atrocidad preventiva que Stalin impuso a la gran ciudad de la cultura. Quiere decirse que hubo un asedio soviético a Leningrado antes del asedio nazi, una purga descomunal que descabezó las voces opositoras y que introdujo entre los ciudadanos el mecanismo de la delación como argumento de supervivencia.
Leningrado había sido martirizada por Stalin antes de convertirla Hitler en el escarmiento de una ciudad sitiada. Y Stalin aprovechó la brutal ofensiva nazi para hacer uso propagandístico del martirio, encubrir sus crímenes, exponerse como un redentor del mundo libre con la sangre derramada por sus compatriotas.
La Séptima
Era el contexto en que Shostakovich compuso la sinfonía del heroísmo, la ‘Séptima’. Lo hizo condicionado por los requisitos de la demagogia staliniana, sometido a un lenguaje musical que debía aglutinar la abnegación del pueblo, el espíritu de sacrificio, la resistencia al conquistador y la victoria. Nada que ver con la pornofonía que el Pravda atribuyó a Lady Macbeth en 1934 ni con el «formalismo» que los censores restregaron al propio compositor para neutralizar el estreno de la ‘Cuarta sinfonía’.
Shostakovich fue evacuado de Leningrado para componer el acto de responsabilidad patriótica. Lo terminó y lo estrenó en Kuibyshev, la capital de Samara, pero la gran repercusión propagandística sobrevino con la versión de emergencia nacional propuesta a orillas del Neva el 9 de agosto de 1942.
Con la artillería nazi a 11 kilómetros del concierto, hubo que improvisar una orquesta de supervivientes, voluntarios
Porque la artillería nazi estaba a 11 kilómetros del concierto. Porque hubo que improvisar una orquesta de supervivientes, voluntarios y hasta de aficionados en el cráter de la hambruna y de las fosas comunes. Porque los chaqués de gala concedían a los cadáveres andantes un aspecto estremecedor. Y porque el maestro Eliasberg temía desde el podio que sus músicos fallecieran en el trance de la interpretación misma.
Stalin movilizó la radio para que la sinfonía de Shostakovich se escuchara en toda la Unión Soviética como una respuesta sublime al asedio nazi. Y el compositor ruso apareció incluso en la portada de Time, consciente de que la Séptima sinfonía se había convertido en un símbolo precursor de la victoria. Y no sólo en la Unión Soviética. La partitura se microfilmó y se trasladó hasta Nueva York clandestinamente pasando por Teherán, El Cairo y Casablanca, de forma que Toscanini pudo estrenarla en julio de 1942 con todos los síntomas de un himno de esperanza a la resistencia.
Es la crónica entusiasta, triunfal, de la ‘Séptima sinfonía’. La crónica oscura, reflejada con escrúpulo en el libro de Moynahan, se atiene a la aberración que supuso la dictadura stalinista antes de la guerra, durante la guerra y después de la guerra, adjudicando a Shostakovich un papel doloroso, especulativo, oportunista, desgarrado, brutal, triunfal, sumiso, resignado y cuantos adjetivos puedan utilizarse para definir su papel de superviviente.
Murió Dimitri Shostakovich a los 68 años. Un hito de longevidad no en términos convencionales, pero sí considerando el peligro que conllevaba haber adquirido una posición relevante en tiempos de Stalin. Que fue el carcelero del compositor ruso, aunque no hasta el extremo de fusilarlo ni de mandarlo al exilio, como sucedió con tantos artistas y mártires.
Le convino utilizarlo tanto como a Shotakovich le convino dejarse utilizar. Estaba en juego su vida y su obra, como la estuvo en los casos de tantos amigos ejecutados por el régimen del terror que Stalin impuso en Leningrado en respuesta al delirio de las conspiraciones y como facultad absoluta de la endogamia.