"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

¿Deseo o necesidad de revolución?

El partido de las flores y de los ruiseñores

está estrechamente ligado a la revolución

Heinrich Heine, Sobre Alemania

Creemos que una revolución es una solución nítida, y sabemos que esto tampoco es exacto. Son burdas simplificaciones de las cosas.

Paul Valéry

El problema está hoy en la deseabilidad de la revolución

Michel Foucault, 1977

I

Hace algunos años, la revista Lignes 1/ publicó una encuesta sobre “el deseo de revolución”. ¿Deseo o necesidad de revolución? Ese deseo falsamente juvenil y vagamente sesentayochista desprende un agrio perfume a flor marchita olvidada sobre una tumba. El deseo o las ganas es todo lo que queda cuando el impulso inicial y el entusiasmo de la primera vez están definitivamente agotadas: ¡una veleidad sin fuerza, una avidez sin apetito, una pulsión de muerte, un fantasma de libertad, un capricho erótico!

Una subjetividad doblegada al sentimiento no práctico de lo posible. Este deseo que se cree liberado de las necesidades no es, en el fondo, más que la versión consumista: la máquina deseosa es ante todo máquina de consumir. Es el reflejo inverso de la mercancía expuesta, que capta con una ojeada el cliente atraído por los sortilegios luminosos del escaparate.

La sustitución de la necesidad por el deseo tiene una historia teórica, la sustitución del valor-trabajo por el valor-deseo de Leon Walras en sus Elementos de economía política de 1874. Con la subjetivización marginalista del valor, “el objeto surge del deseo”. Para medir el valor, el economista Charles Gide sustituye así el término demasiado objetivo de utilidad por el de deseabilidad.

Conscientemente o no, Foucault se inspiraba en esta herencia cuando se preguntaba, a finales de los años setenta, si la revolución era todavía deseable 2/.

II

En cuanto a la revolución, es una larga historia. Jan Patocka ve en la idea misma de revolución “un rasgo fundamental de la modernidad”. Entre el ensayo de Chateaubriand sobre las revoluciones y el de Hannah Arendt sobre la Revolución, esta idea entra, con rango de mayúscula en singular, detrás de la Historia, el Progreso, la Ciencia o el Arte. Se apunta a la nueva semántica de los tiempos, donde el pasado ya no explica el porvenir, donde el porvenir explica el presente. Después de la Revolución Francesa, la Revolución se convierte así en el nombre propio de las esperas y de las esperanzas de emancipación. Declarada locomotora de la historia, arremete hacia el futuro con toda su potencia metálica, hasta que su sueño maquinizado se destroza con el descarrilamiento de los vagones de ganado.

Erigida en oscuro objeto de deseo fetichista, esta revolución conserva un pie en lo sagrado. Aureola todavía el acontecimiento con una sed de milagro. Para descender de la transcendencia del deseo (con su cohorte de tentaciones y de pecados) a la inmanencia de las necesidades, hizo falta un lento y largo trabajo de secularización, siempre contrariado, sin cesar recomenzado. Siguiendo las experiencias y las pruebas, la revolución descendió poco a poco del cielo a la tierra, de la revelación divina a la historia profana. El mito se difuminó ante el proyecto.

“La emancipación del proletariado”, escribía Marx en 1848, es “el secreto de la revolución del siglo XIX”. Este secreto desvelado rompe en dos la historia del mundo, divide al pueblo contra sí mismo –clase contra clase–, deshace el mito unitario de la Revolución y de la República. Siembra la cizaña entre la primera y la segunda. De la simplicidad primera hace brotar las complejidades plurales de las revoluciones burguesas o proletarias, conservadoras o sociales. En una palabra, este secreto destapado revoluciona la revolución: “El 25 de febrero de 1848 otorgó la república, el 25 de junio impuso la revolución. Después de Junio, revolución quiso decir derrocamiento de la sociedad burguesa, mientras que antes de febrero significaba sólo derrocamiento del sistema de gobierno”.

Las experiencias de la Comuna de París o de Octubre de 1917 añadieron a esta determinación social de los contenidos revolucionarios la determinación estratégica de la lucha por el poder: huelga de masas e insurrección armada.

Hoy en día, ocurre por el contrario como si ese profundo movimiento de secularización estuviera agotado y como si, remontando el tiempo de las revoluciones hacia su fuente mística, se abandonasen por el camino las experiencias y los contenidos. El debate estratégico alcanzó en los años ochenta su grado cero. Mientras las revoluciones efectivas llevaban nombres de lugares y de fechas, los lugares parecían condenados a desaparecer en espacios sin bordes, las fechas se perdían en un tiempo estirado con hastío en el que se conmemora sin inventar. La perspectiva temporal se retraía a un eterno presente de gestión.

En esta anemia del imaginario social, no se sabe todavía lo que pertenece a la coyuntura, a un abatimiento pasajero consecutivo a las grandes derrotas del siglo transcurrido, o a una nueva transformación de los tiempos históricos. Pero el resultado es que la idea revolucionaria tiende a perder su sustancia política para reducirse a una postura deseante, estética o ética, a una cuestión de gusto o a un acto de fe. Parece descuartizada entre una voluntad de resistencia sin perspectiva de contraataque y la espera de un improbable milagro redentor; entre un peregrinaje a las fuentes purificadoras de una revolución original y un deseo crepuscular de revolución conservadora, cuyo terciopelo consensual vestiría lo justamente contrario a una revolución, Este reencantamiento melancólico es también un reengaño, al que es urgente oponer un nuevo esfuerzo de historización y un arrebato de politización.

Como “parte no fatal del devenir”, la revolución profana no deriva de una dinámica compulsiva de los deseos sino de una dialéctica de las necesidades. No obedece a los caprichos del deseo sino al imperativo razonado de cambiar el mundo –revolucionarlo– antes de que se hunda con el estruendo de los ídolos de ceniza. Esta necesidad no es una pasión triste, encarnada en llenar un vacío irreductible, sino la pasión alegre de una revolución en permanencia, donde se entrelazan la larga duración y el acontecimiento, las condiciones determinadas de la situación histórica y las incertidumbres de la acción política que se dedica a transformar el campo de los posibles.

III

El problema del término de revolución es que tiene tanto de mito (en el sentido soreliano) como de concepto. Habría que empezar por desentrañar (o intentar hacerlo) sus significados. Se puede decir, a grandes rasgos, que la revolución (desde la Revolución francesa) se ha vuelto la fórmula algebraica del cambio social y político en las sociedades contemporáneas. Desde ese punto de vista constituye, en la terminología prerrevolucionaria de Kant, una “profecía política”, una “espera reflexiva del futuro”, que organiza las voluntades y estructura su horizonte de espera. En la medida en que abre la vía a otro mundo posible, esta idea es siempre tan necesaria contra las resignaciones corrientes, los acomodamientos tácticos, y contra la disolución de la política en el zaping.

Tal como se precisa con la Revolución francesa, esta noción de revolución está relacionada también con la elaboración de una temporalidad moderna, con la “semántica de los tiempos históricos” estudiada por Koselleck (1993 y 1997) o Goulemot (1996). Se asocia entonces a sentimientos de aceleración, de perfeccionamiento, de progreso. Esta es la representación del mundo que se ha vuelto problemática bajo el shock de las catástrofes del siglo que acaba. Por ello, se puede comprender que la idea de revolución no cumple ya de igual manera su función mítica (de imagen indeterminada del futuro, a la manera como la huelga general representa para Sorel una imagen indeterminada del acontecimiento estratégico).

En fin, la noción de revolución se ha cargado, siguiendo las experiencias, con un contenido estratégico efectivo. Hubo un tiempo en que se discutía prácticamente de estos contenidos: insurrección armada, huelga general insurreccional, guerra popular prolongada, dualidad de poder… Estos debates parecen hoy día lejanos, aunque tienden a resurgir bajos los efectos de las crisis sociales y de las guerras imperiales 3/. Hay muchas razones para ello. Una, y no de las menores, está expresada indirectamente en algunos textos del subcomandante zapatista Marcos. Si la estrategia (desde Bonaparte en todo caso) fue el arte de concentrar sus fuerzas en un punto y en un momento dado, ¿qué ocurre con esta concentración ante la disolución de los espacios y la diseminación de los poderes, en la época de las redes? Vasta discusión. Los militares tienen fama de llevar siempre una guerra de retraso, como los revolucionarios tienen siempre una (o dos) revoluciones de retraso.

IV

El topo es perseverante en sus ideas. Sigue con su vida tranquila: “Ha sido necesario que las grandes revoluciones que saltan a los ojos fueran precedidas primero por una revolución silenciosa y secreta del espíritu de la época, una revolución que no es visible para todos los ojos”, escribe Hegel. Fuera del alcance de las apariencias y de los aparentes, cava en silencio, secretamente, cuando todo duerme. Aunque es miope, la propia época es ciega, insiste Hegel, ante “su empuje, cuando continúa escarbando en el interior”.

De Blanqui a Benjamin, pasando por el Stephen de Joyce, la infernal repetición de las derrotas es más como una pesadilla de la que hay que despertarse que un sueño sereno. La historia, como es sabido, balbucea y tartamudea. Pasando de tragedias a farsas: del tío al sobrino, del gran Napoleón al pequeño Napoleón. Y de tragedias a tragedias: de las masacres de junio de 1848 a la Semana sangrienta.

Marx lo dice y lo repite. Entre una alusión y otra, el pasado es citado a comparecer. El viejo topo del 18 Brumario resucita el espectro del rey asesinado rodando en la escena de Hamlet. Es siempre una historia de “excavación invisible”, de underground y de aparecidos, de procesos y de pasos: “La revolución hace su camino. Todavía está atravesando el purgatorio”, como dice Marx en El 18 Brumario. Rasca y socava profundamente, gründlich, hasta la raíz.

“Brav gewühlt, alter Maulwurf!”. ¡Bien profundo, viejo topo!

De traducción a trasposición, de lapsus a colada, de Shakespeare a Schlegel, de Hegel a Marx, el viejo amigo se metamorfosea, hasta sentirse tan fuerte como para atacar a la superficie: “El espíritu parece a veces estar olvidado y perdido, pero íntimamente dividido contra sí mismo, continúa trabajando por dentro hacia delante, como dice Hamlet del espectro de su padre: bien trabajado, bravo topo −hasta que sea lo bastante fuerte para romper la corteza de tierra que le ocultaba el sol” 4/. Entre subsuelo y superficie, entre escena y bastidores, es la imagen no heroica de la abnegación preparatoria, de los preliminares indispensables, del trabajo antes del umbral. Un agente de la profundidad y de la latencia. Una especie de texto invisible que corre siempre bajo el texto escrito, que muchas veces lo corrige y a veces lo contradice.

V

La revolución interrumpe el curso ordinario de las cosas. Hace acontecimiento. “¿Y si ocurriese esto, que el siglo XXI fuera incapaz de salvar del XX, que todavía haya acontecimientos?”, se pregunta Michel Surya. ¿Las desilusiones del siglo de los extremos habrían aniquilado la posibilidad de cualquier tipo de acontecimiento?

Desde nuestra estruendosa caída en la modernidad, “la revolución fue el nombre de este acontecimiento que no ha llegado, al que se debía todo el nombre del acontecimiento; o lo que aún es peor, que ha llegado bajo la forma de su desmentido absoluto. Si no hay acontecimiento que salvar, lo único que se habría querido poder salvar fue esa espantosa metamorfosis” (Surya, 2000).

Esta herida de la esperanza pesará mucho tiempo todavía sobre los hombros de las generaciones por venir. Durante mucho tiempo ensombrecerá el futuro. En vez de resignarse a esta desaparición sin más, tal vez haya tiempo todavía para transformar una pérdida en ganancia.

A condición de desacralizar y laicizar el acontecimiento mismo. De arrancarlo de la teología para devolverlo en la historia y a la política profanas.

Hasta la Gran Guerra, toda la política se basaba en esta posibilidad del acontecimiento resistente a “la insidiosa noción de ley histórica” que amenazaba con tragárselo. Inmediatamente después de esta prueba, Paul Valéry se preguntaba ya si el espíritu político no iba a dejar de “pensar por acontecimiento”, y si no se había descuidado repensar “como convendría” esta noción fundamental: “Toda acción hace repercutir una cantidad de intereses imprevistos por todas partes, engendra su serie de acontecimientos inmediatos”. Sus efectos “se hacen sentir casi instantáneamente a cualquier distancia, vuelven en seguida hacia sus causas, y sólo se amortiguan de forma imprevista”. Por ello “la antigua geometría histórica y la antigua mecánica política no coinciden para nada” (Valéry, 1996: 17).

La retórica postmoderna amenaza hoy al acontecimiento de otra manera diferente. Del tartamudeo extenuado de los grandes relatos emerge el coro ensordecedor de las mercancías ventrílocuas. La historia se retrae en torno a un presente eterno. El espectro del Capital se aparece en las ruinas de las esperanzas rotas. Cansados de escrutar en el horizonte el acontecimiento que no llega, vigías y centinelas entumecidos se dejan vencer por el sueño.

Rechazando la fatalidad de una historia reducida a una eternidad mercantil, los discursos filosóficos del acontecimiento responden a su eclipse político con su celebración mística. “Surgido de nada”, se presenta entonces como un comienzo absoluto, un “puro preludio a sí mismo”, sin antecedentes ni condiciones. Como la primera cita a menudo soñada del encuentro amoroso, aparece a la vez improbable y con una “evidencia inmemorial”.

VI

¿Qué valdría un encuentro si no hiciese vacilar las certidumbres y no destruyese la insidiosa tentación de habituarse al orden de las cosas? Para que haga acontecimiento, hay que ser capaz de dejarse sorprender y de arriesgarse por completo a la incertidumbre de lo que sobreviene.

Pero una revelación o una iluminación repentinas no harían más un acontecimiento. Privados de toda lógica histórica, estaríamos reducidos a confiar en la Providencia o en el Destino para que, de tarde en tarde, “surgiese el imposible milagro del acontecimiento”. Una política profana se volvería así tan impensable como impracticable.

Lo que deja huella históricamente “no tiene que ver con las cualidades intrínsecas del acontecimiento mismo, sino con la manera como se produce en la situación en que emerge”. En la condición del hombre moderno, señala Péguy (2009), “no esperar nada” no equivale sin embargo a un “casi nada de esperanza”. Y un proyecto sin resultado garantizado “no es tampoco una nulidad de proyecto”. Implica una responsabilidad hacia lo posible. El acontecimiento, pura iniciación a sí mismo, es entonces “una floración de lo posible en el instante”, “una entrada en materia de tiempo”: “Nada es tan misterioso como estos cambios, como estas renovaciones, como estos reinicios profundos. Es el secreto del acontecimiento” (Zizek, 1999). Como en la revolución, estos reinicios y estas renovaciones implican sin embargo que no hay tabla rasa y que nunca se parte de cero. “Se recomienza siempre por la mitad”, le gustaba decir a Deleuze.

En la medida en que “siempre le ocurre a alguien” y que nosotros podemos ser ese alguien, podemos esperar llegar a descubrir este secreto y su misterio. En lugar de celebrarlo como “pura posibilidad de lo posible”, hay que devolver el acontecimiento a las condiciones históricas que determinan su lugar. Mientras que el milagro pertenece al orden de la fe, el acontecimiento determina las condiciones de una política en forma de desafío razonado. Esta política del acontecimiento rompe tanto con la rutina de un “socialismo fuera del tiempo”, como con las tranquilizadoras “leyes” de una historia determinista. La toma de la Bastilla sólo es racionalmente pensable por la crisis del Antiguo Régimen. La insurrección de Octubre por el estremecimiento de la guerra y por las especificidades del “desarrollo del capitalismo en Rusia”, que hicieron del país el eslabón débil del orden imperial. El desembarco del Gramma, por la dictadura subordinada de una burguesía dependiente y corrupta. Los decretos de la voluntad pueden entonces coincidir con las circunstancias de la decisión.

VII

Sólo hay por tanto acontecimiento auténtico en el punto crítico en que la memoria se une a la espera, en que la experiencia va al encuentro de los hechos por llegar. Aunque esperado, sobrevive contra toda espera. Y siempre aparece prematuro, intempestivo, a contratiempo. Es lo que hace su fuerza. Tiene sentido “a partir de su futuro” y de las posibilidades nuevas que inaugura. Lleva en sí “las condiciones de su propia inteligencia”. Sólo su posteridad da la medida de esta novedad. Ya que remonta a la raíz de los posibles. Altera su horizonte y proclama “una revolución de los tiempos” (Romano, 1999).

El tiempo periodístico, al contrario, no tiene porvenir. Fabricante en serie de la actualidad y del hecho diverso, la producción mediática confunde la novedad efímera con aquella que dejará huella. Su presente siempre recomenzado, no se sitúa en una perspectiva de larga duración que mostraría su sentido. Con mucho refuerzo de titulares, de scoops y de revelaciones, ofrece a bajos precios simulacros de acontecimientos. “Una vez más, el instrumento nos ha sobrepasado”, constataba Karl Kraus. La época “confunde tan fácilmente la edición especial con el acontecimiento mismo” (Kraus, 1999) que, a pesar de su algarabía, las trompetas de la reputación mediática ya no derriban ninguna muralla.

Una política del acontecimiento es un arte estratégico del contratiempo. Necesariamente intempestiva, llega forzosamente siempre demasiado pronto, y siempre demasiado tarde. La hora propicia es siempre prematura. La idea de revolución aparece como un punto de sutura entre necesidad histórica y contingencia eventual. Porque la acción política no sólo se expone a la incertidumbre de sus resultados, sino que produce ella misma sus propias contingencias. ¿Cómo dar cuenta de ello? ¿Por la astucia hegeliana de la razón? La contingencia designa entonces la relación mantenida entre la fragilidad de lo posible y la consistencia de lo efectivo. Irreductible tanto al puro azar como a las lagunas de un conocimiento incompleto, se sitúa en el corazón mismo de la historia, concebida, con palabras de Hegel, como “el acto por el cual el espíritu toma la forma del acontecimiento”.

“La prueba de esta contingencia” es una experiencia a menudo dolorosa de las sinrazones históricas: cómo conciliar la incertidumbre del acontecimiento y la racionalidad supuesta en el concepto mismo de historia? Una historia sin acontecimientos sería tan impensable como un acontecimiento sin historia. Sólo se vuelve inteligible a través de la “trama cambiante” de lo que sucede, pero podría no suceder. La simple realización de un fin anunciado suprimiría en cambio “la prueba de la contingencia” (Mabille, 1999).

VIII

¿De qué necesidad histórica es parte aleatoria el acontecimiento? De la necesidad de la lucha y del conflicto, porque sólo la lucha es previsible, no su desenlace. El modo de producción capitalista, insiste Althusser, no es engendrado por el modo de producción feudal “según el régimen de génesis y filiación”. Surge del encuentro –tan insólito como el del paraguas y la máquina de coser en la mesa de operaciones– entre el dinero capitalizado, la fuerza de trabajo formalmente libre y la innovación tecnológica. El acontecimiento es la forma de esta combinación no necesaria.

El instante decisivo “en que todo parece puesto en cuestión” define por tanto la política como la “colusión en el corazón de la historia” de lo virtual, que es múltiple, y de lo actual, que es único.

“Existe lo imprevisible. Ésa es la tragedia”, constata Merleau-Ponty.

Hace falta todavía que esta libertad trágica, bajo pena de girar al puro capricho del deseo, conozca los límites que le asignan la coyuntura y las circunstancias. A diferencia del santo o del héroe clásico, que actúan con un único impulso, el militante profano afronta la incertidumbre de una decisión, cuyo resultado corre siempre el riesgo de contradecir sus intenciones. La fragilidad de las valoraciones políticas e históricas se impone así como antídoto necesario tanto a las tentaciones dogmáticas y doctrinarias como a la indiferencia cínica.

Cambiar el mundo es interpretarlo para cambiarlo. Es también cambiarlo interpretándolo.

IX

La historia estratégica y su memorial de posibles se distinguen así de las banalidades del hecho consumado. Los mismos historiadores para quienes el acontecimiento es obvio cuando coincide con el supuesto sentido de la historia, se acaloran por los errores de los políticos cuando se trata de ir contra la corriente. Eso les da “la posibilidad de exponer su sabiduría retrospectiva enumerando y catalogando los fallos, las omisiones, las torpezas”. Por desgracia, “estos historiadores se abstienen de indicar la vía que habría podido permitir conducir a un moderado a la victoria en un período revolucionario o, al contrario, indicar una política revolucionaria razonable y victoriosa en un período termidoriano (Naville, 1988: 85). Fedataria del hecho consumado, esta historia historiada sacrifica lo contingente a lo necesario, y lo posible a lo real.

La historia crítica descifra en cambio el acontecimiento desde el punto de vista de la intervención de sus actores. Libera las posibilidades cautivas del hecho consumado. Contra la fuerza implacable de las cosas, la prueba de la contingencia y la incertidumbre de la lucha abren así una brecha en el taciturno encadenamiento de los trabajos y los días.

Marx pensó la política “en un horizonte desgarrado entre lo aleatorio del encuentro y la necesidad de la revolución” (Althusser, 1982): “sería desde luego muy cómodo hacer la historia universal si sólo se emprendiese la lucha a condición de tener oportunidades infaliblemente favorables. Esta historia sería por lo demás muy mística, si los azares no jugasen ningún papel. Naturalmente, estos azares entran en el marco de la marcha de la revolución y son compensados a su vez por otros azares. Pero la aceleración o la ralentización del movimiento dependen mucho de azares de este tipo –y entre ellos figura este otro azar: el carácter de la gente que se encuentra inicialmente a la cabeza del movimiento”, escribe Marx a Kugelmann.

Habiendo abandonado la filosofía especulativa de la historia por la crítica de la economía política, pone su agudo sentido del acontecimiento –las guerras y las revoluciones– en la lógica sistémica y las leyes tendenciales del Capital. Contra el misticismo providencial de la historia universal, tiene en cuenta lo incierto. Pero, apenas reconocido, esto parece inmediatamente neutralizado por una mecánica de contrapesos y de compensaciones. Los “azares” se anulan en su resultado previsible “en el marco de la marcha de la revolución”. Las “oscuras encrucijadas” se difuminan en una alternancia de aceleraciones y ralentizaciones. La singularidad del acontecimiento se pierde de nuevo en el gran relato del progreso, y la contingencia política se disuelve en la necesidad histórica.

Este retorno a la razón en la historia apenas permite comprender el enigma de Termidor y de su recurrencia. El entrelazamiento enigmático entre revolución y contrarrevolución se reduce a una diferencia reconfortante entre revoluciones burguesas y revoluciones proletarias, cuyo desenlace sigue, in fine, asegurado: “las revoluciones burguesas se precipitan cada vez más rápidamente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se sobrepasan, hombres y cosas parecen encajados en diamantes de fuego, cada día el espíritu llega al éxtasis; pero su vida efímera, su punto culminante se alcanza pronto, y la sociedad está cogida en una larga resaca antes de aprender a asimilar los resultados de su Sturm und Drang. Las revoluciones proletarias, por el contrario, como las del siglo XIX, se someten ellas mismas a una crítica permanente, no dejan de interrumpir su propio curso, vuelve a lo que parecía ya estar conseguido, para volver a comenzar una vez más, se burlan sin complacencia de las veleidades, debilidades y miserias de sus primeros intentos, parece no derribar a su adversario más que para que pueda sacar nuevas fuerzas del suelo y volverse a alzar aún más crecido frente a ellas, no dejan de retroceder ante la inmensidad caótica de sus propios objetivos, hasta que al fin la situación creada hace imposible toda vuelta atrás y las mismas circunstancias lanzan este grito: ‘Hic Rhodus, hic salta!’ ¡Aquí está la rosa, aquí debes bailar!”.

Las revoluciones sociales sólo retrocederían para poder saltar mejor. Si la revolución inaugural resplandece como un magnífico amanecer, la contrarrevolución es oblicua y crepuscular. Se descubre a toro pasado. Demasiado tarde. Cuando ya está consumada. Porque revolución y contrarrevolución no son un simple juego de avances y retrocesos en el mismo eje temporal. No son simétricas. Lo soltó Joseph de Maistre, experto en reacción: la contrarrevolución no es una revolución en sentido contrario, una revolución inversa y hacia atrás, sino “lo contrario de una revolución”.

X

Según Merleau-Ponty, las revoluciones serían “verdaderas como movimiento” y “falsas como régimen”. El orden institucional sólo sería, según Manheim, el “residuo maléfico” de la esperanza utópica. Para Badiou, Termidor designa el cese del acontecimiento, tan brusco y milagroso como su irrupción, una “traición de la fidelidad” más que una reacción histórica y social. La recurrente alternancia de la apertura del acontecimiento y de su cierre burocrático confirmaría así las intermitencias de una política reducida a algunos instantes de epifanía.

De Marx a Trotsky, la paradójica fórmula de la revolución en permanencia designa el nudo problemático entre acontecimiento e historia, entre ruptura y continuidad, entre el instante de la acción y la duración del proceso. Merleau-Ponty destaca que para Trotsky la razón histórica ya no es una divinidad secularizada que conduce el tren del mundo. Aunque la historia se emancipa así tanto de la teleología como del determinismo económico, sospecha pese a todo la huella de una creencia en un final anunciado.

Todo depende, en efecto, de la manera como el concepto de revolución se articula en la historicidad. En una perspectiva genética, la revolución permanente bien pudiera ser la nariz postiza de una fe laica en un progreso garantizado. Las ambiguas nociones de superación o de transcrecimiento serían muestras de la interpretación evolucionista “de una revolución cuya etapa está contenida en germen en la etapa precedente”, escribe Trotsky en La revolución permanente.

Pero la revolución permanente puede revestir también un sentido contrario al etapismo mecánico (siniestramente ilustrado en la vulgata estaliniana por la taciturna cronología de los modos de producción): un sentido performativo y estratégico. Expresa entonces el lazo hipotético y condicional entre una revolución circunscrita a un espacio-tiempo determinado y su extensión espacial (la revolución mundial) y temporal (“se extiende necesariamente durante decenas de años”). El cambio revolucionario del mundo toma entonces la dimensión de una “lucha interior continua” del poder constituyente contra su petrificación termidoriana.

XI

La relación entre resistencia, acontecimiento e historia se establece en la noción estratégica de crisis, cuando las fallas de la normalidad y los fallos de la rutina alcanzan toda su amplitud. Etimológicamente, la crisis es un momento de decisión y de verdad, cuando la historia duda ante un punto de bifurcación en el que se abren los caminos montaraces de “los posibles laterales”.

Tema característico de la modernidad, la crisis representa la cara oculta del progreso. Ha tomado su sentido actual pasando del vocabulario médico al vocabulario económico, y después al político. La gran crisis económica de 1929 coincide extrañamente con El Malestar de la civilización de Freud (1929) o La Crisis de las ciencias europeas de Husserl (1935). Para Husserl, “la crisis de las ciencias europeas” significa que su cientifismo se ha vuelto dudoso. En la crisis social y política, la legitimidad de las instituciones y el poder del orden establecido se encuentran a su vez quebrados. Como si el malestar anunciase la crisis, y como si la crisis se extendiese a las diferentes esferas de la vida social e intelectual.

El malestar es el momento crítico de la desilusión represiva. Síntoma de un nuevo malestar en la civilización, el discurso desencantado de la postmodernidad se vuelve hoy propicio a la crueldad melancólica de la acción sin objetivo. La crisis, al contrario, es la parte activa del malestar. En un parpadeo, el topo entrevé entonces la luz.

De Marx a Lenin, la crisis ha revestido un sentido claramente estratégico. Designa en adelante el nudo eventual que conmociona el campo de los posibles. Clarifica los antagonismos. Jerarquiza las contradicciones. Combina los ritmos sociales y desentraña las pertenencias múltiples 5/.

Desde comienzos del siglo XVII, constata Marx, Europa no ha conocido revolución radical “que no haya sido precedida de una crisis comercial y financiera”: “Por su repetición periódica, las crisis comerciales amenazan la existencia de la sociedad burguesa. Estalla una epidemia social. Bruscamente, la sociedad se ve arrojada a un estado de barbarie momentánea”. La crisis puede tardar todavía algunas semanas, “pero tiene que estallar”, escribe en el Manifiesto del Partido Comunista. Se presenta así como la manera en que “el conflicto debe ser constantemente superado” y como la forma bajo la cual el equilibrio roto es restablecido violentamente. Este diagnóstico no escapa a lo que Michel Dobry califica de “ilusión etiológica”. La anterioridad de la crisis comercial respecto a la crisis revolucionaria parece establecer entre ellas un vínculo directo, confirmado por la metáfora médica de la “epidemia social”.

Marx no se contenta sin embargo con interpretar la sucesión cronológica como una relación causal. Penetra la lógica íntima de las crisis económicas y financieras. Pero la crisis económica no es todavía más que un relámpago frío, la forma “más abstracta” y “sin contenido” de lo posible. No es la causa mecánica de las crisis políticas, sino sólo su condición de posibilidad. La transformación de una crisis en crisis revolucionaria depende de la aptitud de los actores para captar la oportunidad estratégica de la coyuntura. La acción de una fuerza coherente dotada de un proyecto claro se vuelve entonces una condición decisiva del desenlace: “La revolución no surge de cualquier situación revolucionaria, sino sólo en el caso en que a todos los cambios objetivos enumerados se añada un cambio subjetivo, a saber la capacidad de la clase revolucionaria para llevar a cabo acciones de masas lo bastante vigorosas para quebrar por completo al antiguo gobierno que nunca caerá, ni siquiera en una época de crisis, si no se le hace caer”, escribe Lenin en La bancarrota de la Segunda Internacional 6/. Lenin pone así el acento en una característica esencial de las crisis: la desobjetivación de las relaciones sociales y la desfatalización de las leyes de la historia. La salida de la crisis se juega entre dos o varios protagonistas, y sus actores toman ellos mismos consistencia a través del “intercambio de golpes”.

XII

Desde mediados de los años setenta, el mundo se ha instalado en una atmósfera de crisis que no consiguen disipar los efímeros embellecimientos económicos. El futuro social, ecológico, tecnológico, queda sombrío de inquietudes y de peligros. Indefinible, la crisis se atrasa. El temor de un fin espantoso se eterniza en el estiramiento de un espanto sin fin.

Se trata de algo distinto a una crisis industrial o financiera: de un nuevo malestar de la civilización. De una crisis global de las relaciones sociales y de las relaciones de la humanidad con su medio natural, de un desarreglo general de los espacios y de los ritmos. La crisis en la civilización es una crisis de desmesura y de falsa medida. Que dura y se prolonga en una podredumbre sin solución. Negri hace la hipótesis de que las grandes crisis desaparecerían con la modernidad en beneficio de una proliferación postmoderna de “pequeñas crisis” ramificadas en rizoma. Si se confirma que las soberanías estatales se deshacen en las mallas de la red imperial, no es sorprendente que las crisis rápidas y violentas en torno a envites de poder identificables cedan el lugar a crisis lentas de “corrupción”.

La noción de crisis cambiaría entonces de sentido y de función. Ya no haría agujeros en la estructura, ruptura en la continuidad. En adelante haría piña con la historia. Coincidiría con la “tendencia general de la historia”. Sería su modalidad misma. Volvemos a encontrar aquí los acentos catastrofistas que Negri pretendía evitar. Marx consideraba más sobriamente que el capital se convierte en su propia barrera.

Esta contradicción alcanza hoy un punto crítico. Pero ¿cómo salir de ella?

Hemos conocido muchos imperios decadentes y muchas civilizaciones en ruinas. La historia no es un río tranquilo. No tiene un final feliz asegurado. Aunque la crisis no es todavía el acontecimiento, manifiesta su posibilidad concreta. Su desenlace no está decidido de antemano. La alternativa entre liberación o barbarie, planteada a comienzos del siglo transcurrido, es más apremiante que nunca. De guerras mundiales a bombas atómicas, de genocidios a desastres ecológicos, la barbarie ha tomado varios largos de anticipación. La crisis aparece como algo muy distinto que un simple giro histórico: como un gran tránsito, una bifurcación crucial, el punto de encuentro entre las imposiciones de la situación y la contingencia de la acción.

La catástrofe puede todavía ser conjurada. Si… No hay otra opción que emplearse en ello. Éste es el trabajo del topo.

XIII

Hegel hablaba de la revolución “silenciosa y secreta” que preludia la aparición de un espíritu nuevo. A través de las sinrazones de la historia, el astuto enterramiento del topo trazaba, según él, la vía de la Razón. El topo no tiene prisa. No “se apresura”. Necesita “longitud de tiempo” y “dispone de suficiente tiempo”. No se retira para hibernar sino para perforar. Sus desvíos y sus retrocesos le conducen a donde quiere surgir. No desaparece, sólo se vuelve invisible.

Esta metáfora del topo estaría, según Toni Negri, condenada por la postmodernidad: “Sospechamos que el viejo topo está muerto”. Su enterramiento dejaría lugar a las “infinitas ondulaciones de la serpiente” y a las luchas reptilianas. Este veredicto sigue mostrando la ilusión cronológica de que la postmodernidad sucedería a una modernidad relegada al museo de antigüedades. Pero el topo es ambivalente. A la vez moderno y postmoderno. Discretamente ocupado en sus rizomas subterráneos y tronante, de pronto, en su cráter.

Con el pretexto de renunciar a los grandes relatos históricos, los discursos filosóficos de la postmodernidad son propicios a las místicas y a los mistagogos: una sociedad que no tiene profetas tiene adivinos, decía Chateaubriand. Es lo propio de los períodos de reacción y de restauración. Después de las masacres de junio de 1848 y el 18 Brumario del pequeño Napoleón, el movimiento socialista se cargó de “cristolatría” (Lefrançais, 1971: 191).

A la afirmación mística y adivinatoria, Pierre Bourdieu opone la palabra condicional, preventiva y performativa, del profeta: “Del mismo modo que el sacerdote forma parte del orden cotidiano, así el profeta es el hombre de las situaciones de crisis, cuando el orden establecido se tambalea y el futuro entero está en suspenso”.

El profeta no es un sacerdote. Ni un santo. Aún menos un adivino. Mejor un estratega.

Para conjurar la crisis no bastan las resistencias sin proyecto ni las apuestas por una hipotética salvación eventual. Hay que resistir a la vez en la lógica de la historia y en lo imprevisto del acontecimiento. Quedar disponible a la contingencia del segundo, sin perder el hilo de la primera. Este es el desafío de la acción política. Porque el espíritu no progresa en el tiempo vacío, “sino en un tiempo infinitamente lleno, repleto de luchas”30.

Acontecimientos cuya venida prepara el topo. Con una lenta impaciencia. Con una paciencia apremiante. El topo es un animal profético.

*Publicación con fecha desconocida, probablemente 2007

Notas:

1/ Lignes, nueva serie, 4, febrero 2001.

2/ Sobre la ruptura marginalista y sus ecos filosóficos, estéticos, literarios: Goux (2002).

3/ El eco de los últimos libros de Toni Negri (Imperio) o de John Holloway (Cambiar el mundo sin tomar el poder), muestra en cierta medida esta renovación. En relación con esto, ver Bensaïd (2004).

4/ Hegel, Lecciones sobre la Historia de la filosofía, “We sald, od Mole, decía Hamlet. Brav alter Maulwurf! Wühist so hurtig fort!”, tradujo Schlegel (“¡Muy bien cavado, bravo viejo topo!”). “Brav gearbeitet, wackerer Maulwürf” (“¡Bien trabajado, bravo topo!”), interpreta Hegel. “Brav gewühlt, alter Maulwürf!”, resume Marx, cuya idea de excavación (gewühlt) añade al simple trabajo hegeliano un toque de subversión. Sobre estas transformaciones del topo, ver Martin Harries (1995).

5/ Aun rechazando la idea de crisis como momento de clarificación y de verdad, Michel Dobry (1988) analiza muy finamente algunos rasgos característicos de las crisis políticas tales como la unificación tendencial multisectorial de las lógicas sectoriales, la acentuación de la interdependencia táctica de las decisiones, la “desectorialización coyuntural del espacio social”, la reducción de la autonomía de los sectores sociales en las coyunturas de gran fluidez política, la “simplificación del espacio social”, o incluso la “unidimensionalización de la identidad personal” más allá de la multiplicidad de los roles.

6/ En Historia y Conciencia de clase, Georg Lukacs radicalizó esta tendencia subjetivista: “La diferencia cualitativa entre la crisis decisiva del capitalismo y sus crisis anteriores no residen en una metamorfosis de su extensión y de su profundidad, en resumen de su cantidad y calidad. O más bien, esta metamorfosis se manifiesta en que el proletariado deja de ser simple objeto de la crisis y se desarrolla abiertamente el antagonismo inherente a la producción capitalista”.

Referencias

Althusser, Louis (1982) “Le courant souterrain du materialism de la rencontre”, Écrits philosophiques et Politiques, I, París, Stock.

Bensaïd, Daniel (2004) Cambiar el mundo. Madrid: Catarata y viento sur.

Dobry, Michel (1988) Sociología de las crisis políticas. Madrid: CIS.

Goulemot, Jean-Marie (1996) Le Règne de l’histoire, discours historiques et révolutions, París: Albin Michel.

Goux, Jean Joseph (2002) Frivolité de la valeur. París: Blusson.

Harries, Martin (1995) “Homo alludens, Marx’s Eighteen Brumario”, New German Critique, otoño.

Koselleck, Reinhardt (1993) Futuro pasado: para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona: Paidós.

(1997) L’Expérience de l’histoire. París: Gallimard/Le Seuil.

Kraus, Karl (1999) La grande époque. París: Rivages.

Gustave Lefrançais, Gustave (1971) Souvenirs d’un révolutionnaire. París: Éditions de la Tête de feuille.

Mabille, Bernard (1999) Hegel, l’épreuve de la contingence. París: Aubier.

Naville, Pierre (1988) Trotski vivant. París: Éditions Maurice Nadeau.

Péguy, Charles (2009) Clio. Buenos Aires: Cactus.

Romano, Claude (1999) L’événement et le temps. París: PUF.

Surya, Michel (2000) artículo en La Quinzaine littéraire, 1 de agosto.

Valéry, Paul (1996) Regards sur le monde actuel. París: Folio.

Zizek, Slavo (1999) The Ticklish Subject. Londres: Verso.

 

Fuente

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