Según Andreas Malm, necesitamos dejar de ver el cambio climático como un problema para el futuro, y usar el poder del estado para imponer una transformación radical de nuestro modelo económico…
El discurso de la prensa más poderosa ha tratado la pandemia como un shock ajeno al normal funcionamiento de nuestras economías, cuyas raíces se encontrarían en unos procesos naturales divorciados de la influencia humana o las posibles defectos de una cultura o un país en particular, sobre todo los de China…
Al mismo tiempo, la actual crisis climática ha desaparecido de la narrativa oficial. Las redes sociales quedaron inundadas de imágenes de cielos azules sobre ciudades normalmente cubiertas por la niebla más sucia, de delfines nadando por ríos y animales salvajes buscando comida en ciudades desiertas…
En un intento de comprender esta pandemia, sus orígenes y consecuencias para el movimiento por la justicia climática, Dominic Mealy, d la redacción de Jacobin, se ha reunido con Andreas Malm, un académico de referencia en el terreno de la ecología humana. Dominic Mealy: ¿Puedes comenzar explicando la relación entre la pandemia del coronavirus y el cambio climático?
Andreas Malm: Desde muy al principio de la pandemia ha habido quien quería establecer comparaciones entre la crisis de la Covid-19 y la climática. Sin embargo, creo que nos equivocamos con las comparaciones directas en tanto la pandemia supone un evento específico, mientras que el calentamiento global es una tendencia secular. Aun así, se nos escapa la esencia de la Covid-19 si no lo reconocemos como lo que es: una manifestación extrema de otra tendencia, la del ascenso de las enfermedades infecciosas que pasan de los animales salvajes a las poblaciones humanas. Se trata de una tendencia que ha ido en aumento en las últimas décadas y que se espera que vaya a más con el futuro.
Un elemento fundamental de la creación de pandemias, como demuestra la literatura científica, es la deforestación, que también contribuye, y mucho, al calentamiento global. Es en las selvas tropicales donde encontramos los espacios más biodiversos del planeta, y dicha biodiversidad incluye patógenos. Estos patógenos, que circulan entre los animales no humanos, no suelen suponer un problema para la humanidad mientras no nos acerquemos mucho. Sin embargo, nos encontramos con este problema cuando la economía humana invade estos espacios. La destrucción de bosques para la tala, agricultura, minería y construcción de carreteras, genera nuevos contextos de contacto entre humanos y hábitats salvajes. A través de estas experiencias, los patógenos animales pueden mutar y dar el salto a la población humana en un proceso conocido como derrame zoonótico.
El calentamiento global acelera esta tendencia. Conforme suben las temperaturas, ciertos animales se ven obligados a migrar en busca de climas más parecidos a aquellos a los que están acostumbrados. Se origina un caos generalizado en el que las poblaciones animales (incluyendo, significativamente, murciélagos) entran en contacto con las humanas, aumentando la ratio de transmisiones. Mientras que hay más de 1200 especies de murciélagos, todas comparten un rasgo común que las vuelven un mamífero único: el hecho de volar. Esta característica compartida no solo les vuelve particularmente móviles y susceptibles a la migración forzada por cambio climático, también requiere prodigiosas cantidades de energía, lo que origina ritmos metabólicos que producen temperaturas corporales de 40 grados durante horas, algo que la mayoría de mamíferos experimentan como un estado de fiebre. Se ha postulado este proceso como la razón primaria de que los murciélagos acarreen patógenos como los distintos coronavirus. Los virus que se asientan en animales deben adaptarse a cuerpos con temperaturas febriles.
Mientras que estos patógenos no destruyen los sistemas inmunitarios de los murciélagos que los acogen, sí pueden acabar con los sistemas inmunológicos de otros animales, si consiguen infectarles. En todo el mundo, los murciélagos están perdiendo sus hábitats naturales por culpa de la deforestación, desplazándose hacia latitudes más altas debido al ascenso de las temperaturas, y China no es ninguna excepción a todo esto. Las poblaciones de murciélagos han alcanzado el norte e interior de China, viviendo en mayor proximidad de poblaciones humanas densamente habitadas, generando una mayor probabilidad para el derrame zoonótico.
Estos son solo algunas de las conexiones causales entre la Covid-19 y la crisis climática. Mientras que debemos establecer una distinción, las tendencias tanto de calentamiento como de enfermización global están entrelazadas por una variedad de factores causales y, por tanto, son dos dimensiones de una catástrofe ecológica mucho mayor que se cierne sobre nosotros/as.
D.M.: Y sin embargo la respuesta no podría haber sido más diferente. Mientras que se ha reaccionado contra el cambio climático con inacción o medidas extraordinariamente insuficientes, la pandemia ha traído un nivel de intervención en la economía inusitado desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo explica este contraste?
A.M.: En marzo de 2020 muchas personas en el movimiento por la justicia climática nos quedamos sorprendidas al ver a los gobiernos de Europa y todo el mundo dispuestos a clausurar sus economías en la lucha contra la pandemia. La comparación con las medidas tomadas para afrontar el cambio climático sorprende. La gran diferencia entre una respuesta y otra procede de las cronologías de las víctimas.
Sin embargo, la pandemia se ha comportado de manera parecida al calentamiento global en tanto quienes más han sufrido y tienen más probabilidad de morir son las clase trabajadoras, en particular la racializada del Sur Global. Los ricos no han tenido problema para aislarse en sus casas de campo y su acceso a la sanidad privada.
También hay una diferencia importante: la anomalía de la Covid-19, que muy al principio impactó a los ricos, los capitalistas, los famosos y los líderes políticos que enfermaron, a quienes no les afecta el cambio climático en particular, al menos por ahora. Al contrario que con el calentamiento global, la transmisión de los distintos coronavirus se ha dado por medio de las líneas de aviación y, simplificando las cosas, los ricos vuelan más que los pobres. Mientras que la pandemia se ha extendido por otros medios al llegar a nuevos países, la aviación ha supuesto la entrada principal para el virus, produciendo la paradoja de que entre las primeras víctimas del virus encontramos muchas personas ricas. En Brasil, por ejemplo, fue la sección más acomodada de la sociedad la que introdujo el virus, pero ahora son las clases trabajadoras las que mueren en masa. Esto no es lo que encontramos con los desastres climáticos, y es uno de los factores claves que explican las reacciones diametralmente diferentes de los gobiernos.
Para las personas del Norte Global lo normal es que los desastres ocurran en Haití, en Somalia o en otros países con unas condiciones de vida miserables. Tienen terremotos, ébola o VIH, y esta es una realidad que se ha vuelto una música de fondo en nuestras vidas. Mientras tanto, la pandemia ha afectado a los países ricos de forma súbita y desde el principio, y por tanto supone una amenaza directa para la integridad física de quienes controlan la producción y consumo mundiales desde el corazón del capitalismo. El Estado tenía que intervenir sí o sí porque en ello iba la propia supervivencia política del gobierno. Por esto se entiende el giro de 180 grados del gobierno británico. Al principio apostaron por una estrategia de inmunidad colectiva para después imponer un confinamiento y otras medidas intervencionistas al descubrir que habían arriesgado la muerte de cientos de miles de personas y que pagarían el precio político en las próximas elecciones.
M. : Parece que a la izquierda le ha pillado con la guardia baja esta escala de intervención estatal para combatir la pandemia. Ciertas propuestas que unos meses atrás se hubiesen considerado imposibles ahora son una realidad. ¿Es este el fin del capitalismo neoliberal? ¿Se trata de una oportunidad para que aumente el apoyo popular hacia las propuestas de la izquierda?
A.M. : En general, los gobiernos han adoptado estas medidas con la expectativa de que la crisis terminará pronto y volveremos al business as usual. Por el momento, no veo que ninguna de las iniciativas contra la Covid-19 busque hacer otra cosa que mantener el sistema que tenemos. Sin embargo, se trata de una oportunidad en tanto ha traído el cese temporal de ciertas actividades ecocidas, se ha suspendido la aviación masiva, han bajado las emisiones de CO2, estamos extrayendo menos combustibles fósiles del subsuelo, etc. Ahora podemos decirles a los gobiernos: “Si podéis intervenir contra el virus, también podéis hacerlo contra la crisis climática, que es todavía peor”. Esta situación nos permite oponernos al business as usual y presionar por una transformación global de la economía y la adopción de un Green New Deal.
No por ello debemos dejar de ser honestos con nuestra realidad más inmediata. El coronavirus ha paralizado a todo el movimiento por la justicia climática desde principios de año. Todos los movimientos, como la Juventud por el Clima, Extinction Rebellion, Ende Gelände y tantos otros se han quedado en sus casas de manera perfectamente comprensible, pero tenemos que seguir luchando. Estábamos creciendo mucho y ganando músculo para acabar con el actual modelo económico, y aunque hemos probado las acciones online no conseguimos ejercer la misma presión. No puedes sustituir la acción directa y la organización masiva con posts de Instagram. Creo que la virtualización de la política es perjudicial para la izquierda radical de la misma manera que beneficia a la extrema derecha, así que seguir así no nos ayuda en absoluto.
También tenemos que ser realistas con la correlación de fuerzas. En muchas partes del mundo lo que estábamos viendo es un avance de la extrema derecha. En varios países, los de la Unión Europea en particular, los hemos visto provisionalmente marginalizados al apoyar los votantes las medidas adoptadas por los gobiernos actuales. Lo interesante viene ahora, cuando relajamos las cuarentenas y confinamientos. La situación política se va a descongelar, con algunas de las fuerzas más vivas antes de la Covid-19 recuperando la iniciativa mientras pasamos de una crisis de salud pública a un intento de afrontar la crisis económica.
La cuestión entonces es la de cuáles son las fuerzas mejor posicionadas para beneficiarse de esta situación de gran desempleo y dislocación social. Quizás peque de pesimista, pero creo que será la extrema derecha, simplemente porque ya estaba muy fuerte antes de la llegada de la Covid-19, y además porque la pandemia ha reforzado ciertos paradigmas nativistas en términos de fronteras, priorizar la nación propia y cierta desconfianza hacia las personas inmigrantes.
Esto supone un serio problema para el movimiento medioambiental ya que la extrema derecha, sea en Europa, Estados Unidos o Brasil, se ha erigido en feroz defensora del capitalismo fósil. Niegan la ciencia climática y promueven más deforestación masiva y extracción de combustibles fósiles. Se evidencia que, por ejemplo, si quieres cerrar las minas de carbón de Alemania, tendrás que derrotar también a Alternativa por Alemania. Si quieres frenar la destrucción del Amazonas, te tendrás que enfrentar a todo el movimiento alrededor de Jair Bolsonaro. Por tanto, no puede haber una mitigación climática sin una derrota histórica de la extrema derecha tanto en los países capitalistas más enriquecidos como los que no.
Una estrategia exitosa para abordar la crisis climática necesitará aunar la justicia medioambiental, la lucha de clases y la oposición a la extrema derecha. La salida de esta crisis económica y sanitaria será la creación de un movimiento capaz de traernos una rápida transición relegando los combustibles fósiles al pasado, y no un keynesianismo verde, no forzar a las petroleras que inviertan un poco en las energías renovables, sino la destrucción del capitalismo fósil, el cierre inmediato de las minas de carbón y el cese de la aviación de masas. Para llegar a esa situación necesitamos una gran inversión pública y mayor control estatal en muchos sectores de la economía. Toda crisis es una oportunidad para la izquierda, pero hasta ahora nos hemos demostrado muy capaces de desaprovecharlas.
D.M.: ¿Puede dar a nuestros/as lectores/as una idea del nivel de intervención requerido para conseguir una transición verde sostenible?
A.M. : El nivel de intervención que hace falta es al mismo tiempo más suave y más duro de lo que hemos visto con la pandemia. Nadie pide una cuarentena para solucionar el cambio climático, ni ningún confinamiento para países enteros, o parar la economía global de un día para otro. Por otro lado, necesitamos una transformación fundamental del sistema energético manteniendo una producción sostenida a largo plazo, no solo un cese temporal del estatus quo. Para estabilizar la subida de las temperaturas mundiales en un grado y medio, debemos reducir las emisiones un 8% anual hasta alcanzar las emisiones cero. Este tipo de cambio es completamente imposible de conseguir solo con mecanismos mercantiles o introduciendo nuevos impuestos. Lo que hace falta es una expansión descomunal del control estatal y un ambicioso plan económico.
D.M.: ¿Cómo respondes a la típica objeción contra sus argumentos de que muchas empresas claves ya son públicas y no por ello emiten menos?
A.M. : La nacionalización no es la panacea, pero facilita mucho el proceso de descarbonización. La ventaja de tener empresas públicas es que permite que los gobiernos las reorganicen fácilmente. No hace falta expropiarlas primero o convencer a las empresas privadas para que no extraigan más.
D.M. : Eres uno de los mayores críticos de la nación del Antropoceno y prefieres el de Capitaloceno para describir la actual época geológica. La aparición de la Covid-19 parece haber revivido la idea de una culpabilidad colectiva por esta crisis, como se expresa en el eslogan “corona es la cura, los humanos son la enfermedad”. ¿Cómo respondes a este desarrollo?
A.M.: Este argumento, que la humanidad es el problema, es un espectro que amenaza el discurso ecologista. En el reciente documental de Michael Moore Planet of the Humans hay una retórica propia de la extrema derecha y del ecologismo liberal manipuladora, equivocada y políticamente peligrosa. La pandemia del COVID-19 no la vuelve más creíble de lo que era antes. No es la humanidad en general la responsable de la deforestación, del calentamiento global y el tráfico de animales salvajes, que constituye una de las fuentes más importantes del derrame zoonótico. Es el capital.
Las políticas que se han adoptado para luchar contra la pandemia solo abordan los síntomas, no el propio virus, mientras que no hacen nada contra las raíces del problema. Se ha externalizado la obligación de contener el contagio de la enfermedad en la población civil, para luego castigarla si no pueden aislarse. No puedes acabar con los factores detrás de una pandemia solo pidiéndole a la población que cambie su rutina, de la misma manera que cambiando el consumo individual no solucionamos el cambio climático.
Por ejemplo, el aceite de palma, cuyo cultivo es una de las principales causas de la deforestación en los trópicos, en especial en el sudeste asiático, donde un gran número de murciélagos y otros animales salvajes sufren por la destrucción de sus hábitats. Si, aquí en Suecia, yo quiero comer crepes, difícilmente encontraré unos que no contengan aceite de palma y, como consumidor, no puedo hacer nada al respecto. La culpa es del productor. Es más, la mayor parte del aceite de palma no se destina a la producción para el consumidor medio, sino para procesos industriales que no se pueden alterar solo con hipotéticos cambios en el consumo.
D.M.: ¿Deberían los Estados restringir ciertos tipos de consumo medioambientalmente destructivos, o deberían centrarse en cambiar los modelos de producción?
A.M.: El poder estatal debería usarse para prevenir las emisiones fruto del lujo de los ricos, como sus aviones privados, que deberíamos prohibir de inmediato, y también los todoterrenos y otros vehículos que utilizan cantidades indefendibles de combustible. Este es un objetivo fácil para la justicia climática, porque hay escasa defensa social para estas emisiones. La situación se complica cuando hablamos de las emisiones de metano de los arrozales de India, donde entra en escena la necesidad que tiene la población local de alimento. Una transición exitosa que deje atrás los combustibles fósiles no implicaría una planificación completa de la economía en el sentido de planes quinquenales y racionamiento de la comida, en absoluto. Pero algunas formas de consumo tendrán que limitarse o desaparecer por completo, y esto no se consigue por medio del mercado o del consumo ético, sino por medio de la regulación del Estado.
El aumento del poder estatal conlleva el riesgo de burocratización y pérdida de libertades. A día de hoy ya vemos una trayectoria en esa dirección en Hungría, donde se usa la pandemia para acabar con la democracia e imponer coerción desde las esferas del Estado. Sin embargo, con una transición energética impulsada por los movimientos populares de base, con movimientos sociales imponiéndose sobre las instituciones públicas para dirigir esta transición, se limita este riesgo. Aunque nos parezca una utopía, debemos proponer el cierre de aquellas instituciones dedicadas al control y vigilancia de la población y rediseñarlas para que ataquen el capital, acabando con las fuentes del calentamiento global y la transmisión zoonótica. En el libro, por ejemplo, propongo abolir las autoridades fronterizas y que las convirtamos en instituciones contra el tráfico de animales.
D.M.: Hablando de utopías, pareces desechar por entero los argumentos de la izquierda aceleracionista que apoyan el llamado Fully Automated Luxury Communism y propones en contraposición la idea de un “comunismo de guerra ecológica”. ¿Podrías explicar tus argumentos?
A.M.: La idea de estas perspectivas tecno-utópicas me parece infantil y completamente desligada de nuestras realidades materiales. No se puede sostener racionalmente la noción de que estemos al borde de una abundancia material sin precedentes dadas las severas limitaciones materiales que aparecen por doquier, desde el agotamiento del suelo, el decrecimiento del ciclo de agua y la subida del nivel del mar. Incluso si redujéramos a cero las emisiones mundiales ahora mismo, seguiríamos sufriendo unas repercusiones climáticas muy serias durante mucho, mucho, tiempo.
En mi libro introduzco la idea del comunismo de guerra ecológica como contrapartida de la vieja idea de que la Segunda Guerra Mundial nos provee de un modelo a seguir para combatir la crisis climática, una idea que ha resurgido con la pandemia. Yo digo que mientras que la movilización de entonces ofrece una analogía muy útil, también tiene sus limitaciones, como que el esfuerzo de guerra se basó en un consumo impresionante de combustibles fósiles mientras que dejaba la posición de clase capitalista mayormente intacta.
Afrontar la crisis climática y prevenir el derrame zoonótico requiere sin embargo de una acción de emergencia contraria a facciones muy poderosas de la clase dirigente para facilitar una rápida transformación de nuestras economías. El comunismo de guerra ofrece una analogía que podemos usar, no porque debamos copiar todo lo que hicieron los bolcheviques durante la guerra civil rusa, de la misma manera que el ejemplo de la Segunda Guerra Mundial nos llevaría a afrontar el cambio climático lanzando bombas atómicas. Por el contrario, el comunismo de guerra nos cuenta la historia de una transformación de la producción y organización de la economía rápida y liderada por el Estado en clara guerra contra las clases dominantes. Una transición verde también requerirá un grado de autoridad coercitiva que se imponga sobre las empresas de combustibles fósiles que, hasta ahora, han hecho todo lo posible para posponer y obstruir la mitigación del cambio climático.
D.M.: En el libro continúas con esta idea para acabar proponiendo un leninismo ecológico. ¿Puedes explicar qué significa esto?
A.M.: Dado que deberemos confrontar con el capitalismo para que tenga lugar una transición mínimamente significativa, el legado socialista provee recursos a utilizar. El problema con la democracia social es que no tiene concepto de catástrofe, de hecho se basa en lo opuesto, es decir, la noción de que tenemos tiempo de sobra y que la historia está de nuestra parte. Lo que se traduce en que nos podemos conformar con pasos incrementales hacia la sociedad socialista. Incluso si eso eso fuera válido, desde luego no es el caso ahora. Nos encontramos en una emergencia crónica, con crisis apareciendo cada vez más rápido, imponiéndonos un calendario muy distinto al que vivió la socialdemocracia sueca de los 50 y 60. Es por tanto necesario que recuperemos el legado socialista para afrontar la catástrofe. El anarquismo tampoco nos vale ya que es, por definición, hostil hacia el Estado. Es increíblemente difícil ver cómo cualquier cosa que no sea el poder del Estado podría conseguir la transición que necesitamos, dado que será necesario ejercer una poderosa autoridad coercitiva contra quienes quieren mantener el estatus quo.
La opción obvia cuando buscamos una transición que haga uso del poder estatal en una situación de emergencia crónica es la tradición leninista anti-estalinista. Parte de esta tradición nos da también un ejemplo de los peligros y contradicciones del poder estatal que se derivan de las lecciones de la Revolución bolchevique. La orientación estratégica de Lenin después de 1914 era convertir la Primera Guerra Mundial en un golpe mortal contra el capitalismo. Esa es la misma orientación que debemos seguir hoy, y es a esto a lo que me refiero cuando hablo de leninismo ecologista. Debemos encontrar una manera de convertir la crisis medioambiental en una crisis del propio capitalismo fósil.
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