Por mucho tiempo se ha descrito la crisis del euro que estalló hace una década como un choque entre el norte frugal y el sur derrochador del continente. En realidad, fue en esencia una cruda guerra de clases que dejó a Europa, incluidos sus capitalistas, muy debilitada frente a los Estados Unidos y China. Peor todavía, la respuesta de la Unión Europea a la pandemia, incluido el fondo de recuperación de la UE que se está debatiendo, no hará más que intensificarla y asestar otro golpe al modelo socioeconómico europeo.
Si algo hemos aprendido en las últimas décadas es que no tiene sentido centrarse aisladamente en la economía de un país determinado. Hubo un tiempo en que el dinero fluía entre países principalmente para financiar el comercio y la mayor parte del consumo beneficiaba a los productores locales, condiciones en las cuales se podían evaluar las fortalezas y debilidades de una economía nacional. Pero ya no es el caso. Hoy las debilidades de, por ejemplo, China y Alemania están entrelazadas con las de países como los Estados Unidos y Grecia.
La liberalización de las finanzas a principios de la década de los 80, tras la eliminación de los controles de capitales que seguían en pie en el sistema de Bretton Woods, posibilitó la generación de inmensos desequilibrios comerciales financiados por ríos de dinero creado por el sector privado mediante ingeniería financiera. La hegemonía de Estados Unidos creció a medida que pasaba de tener un superávit comercial a un enorme déficit. Sus importaciones mantienen la demanda global y se financian por el flujo de las utilidades extranjeras que se transan en Wall Street.
El banco central de facto del mundo, la Reserva Federal estadounidense, administra este extraño proceso de reciclaje. Y mantener una creación así de notable –un sistema global en permanente desequilibrio- precisa de la constante intensificación de la guerra de clases tanto en los países deficitarios como en los que cuentan con superávit.
Todos los países deficitarios se parecen en un aspecto importante: ya sean poderosos como Estados Unidos o débiles como Grecia, parecen condenados a generar burbujas de deuda mientras sus trabajadores contemplan impotentes cómo las áreas industriales se convierten en zonas oxidadas de fábricas en decadencia. Cuando las burbujas estallan, los trabajadores en el Medio Oeste o el Peloponeso quedan encadenados a sus deudas y sufren una brusca caída en sus niveles de vida.
Si bien los países con superávit también se caracterizan por una guerra de clases contra los trabajadores, difieren entre sí de manera importante. Por ejemplo, China y Alemania. Ambos presentan grandes superávits comerciales con Estados Unidos y el resto de Europa. Ambos limitan el ingreso y la riqueza de sus trabajadores. La principal diferencia entre ellos es que China mantiene enormes niveles de inversión a través de una burbuja crediticia interna, mientras que las corporaciones alemanas invierten mucho menos y dependen de burbujas crediticias en el resto de la eurozona.
La crisis del euro nunca fue un choque entre los alemanes y los griegos (simplificación del supuesto y mítico choque entre norte y sur). En lugar de ello, se originó en una intensificación de la guerra de clases al interior de Alemania y Grecia a manos de una oligarquía sin fronteras que vive de los flujos financieros.
Por ejemplo, cuando el estado griego entró en bancarrota en 2010, la austeridad impuesta a la mayoría de los griegos hizo maravillas para restringir la inversión en el país. Pero hizo lo mismo en Alemania, al refrenar indirectamente los salarios alemanes en momentos en que la emisión de dinero del Banco Central Europeo hacía que se dispararan los precios de las acciones (y los bonos de los directores germanos).
Se supone que la guerra de clases es más brutal en China y Estados Unidos que en Europa. Pero la falta de unión política de Europa hace que esta bordee el sinsentido, incluso desde la perspectiva de los capitalistas.
No es difícil encontrar evidencias de cómo los capitalistas alemanes derrocharon la riqueza extraída a las clases trabajadoras de la UE. La crisis del euro provocó una masiva devaluación de un 7% de los superávits que el sector privado alemán había acumulado desde 1999, ya que los dueños del capital no tuvieron más alternativa que prestar estos billones a extranjeros cuyos problemas subsiguientes llevaron a sufrir grandes pérdidas.
Este no es un problema alemán solamente, sino uno que afecta a otros países con superávits de la UE. El periódico alemán Handelsblatt reveló hace poco un notable revés. Mientras que en 2007 las corporaciones de la UE ganaron cerca de €100 mil millones ($113 mil millones) más que sus contrapartes estadounidenses, en 2019 la situación se había revertido.
Más aún, se trata de una tendencia en aceleración. En 2019, las ganancias corporativas se elevaron un 50% más rápido en EE.UU. que en Europa, y se espera que la recesión causada por la pandemia las afecte menos, con una pérdida de 20% en 2020 comparada con un 33% en Europa.
El núcleo del enigma europeo es que, si bien es una economía con superávits, su fragmentación asegura que las pérdidas de ingreso de los trabajadores alemanes y griegos ni siquiera se conviertan en utilidades sostenibles para los capitalistas europeos. En pocas palabras, tras la narrativa de la frugalidad del norte acecha el fantasma de una explotación inútil.
Los reportes de que el COVID-19 hizo que la UE elevara sus apuestas son muy exagerados. La lenta muerte de la mutualización de la deuda europea garantiza que al gigantesco aumento de los déficits fiscales nacionales le siga una austeridad de proporciones equivalentes en cada país. En otras palabras, aumentará la intensidad de la guerra de clases que ya ha socavado los ingresos de las mayorías. “Pero ¿qué hay del fondo de recuperación de €750 mil millones que se ha propuesto?”, se podría preguntar. “¿No es un paso adelante el acuerdo de emitir deuda en común?
Sí y no. Los instrumentos de deuda en común son una condición necesaria pero no suficiente para aliviar la guerra de clases intensificada. Para desempeñar un papel progresista, la deuda en común debe financiar a los hogares y las empresas más débiles en toda el área económica común: tanto en Alemania como en Grecia. Y debe hacerlo automáticamente, sin depender de la buena disposición de los oligarcas locales. Debe funcionar como un mecanismo de reciclaje automático que traspase superávits a aquellos en déficit dentro de cada ciudad, región y estado. Por ejemplo, en los EE.UU. las estampillas de alimentos y los pagos de seguridad social apoyan a los más vulnerables en California y Missouri, al tiempo que reasignan recursos netos de un estado al otro sin la intromisión de los gobernadores estatales o los burócratas locales.
En contraste, la asignación fija del fondo de recuperación de la UE a los estados miembros hará que se enfrenten entre sí, ya que la cantidad fija de dinero que se dé a Italia o Grecia se presenta a la clase trabajadora alemana como un impuesto. Más todavía, la idea es transferir los fondos a los gobiernos nacionales, lo que en la práctica equivale a confiar su distribución a la oligarquía local.
Fortalecer la solidaridad de los oligarcas de Europa no es una buena estrategia para empoderar a las mayorías del continente. Muy por el contrario. Cualquier “recuperación” que se logre con esa fórmula defraudará a los europeos y lanzará a la mayoría a un sufrimiento mayor.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen