En su división del mundo en dos categorías fundamentales, los hombres y los subhombres, la historia de la humanidad lleva la marca de Occidente. Su movimiento es el mismo que el de esta dualidad, que apareció con su forma definitiva, sobre todo, en las últimas décadas del siglo XIX. Sea cual sea el vocablo utilizado para designarlos: atrasados, bárbaros, indígenas o subdesarrollados, esos subhombres siguen siendo, a través de su propia evolución, subproductos de la humanidad, y su determinación como tales constituye el fundamento mismo de la historia de Occidente como historia dominante de la humanidad. Los hombres hacían la historia, los subhombres la padecían. Era el reino de Occidente. El universo era su morada. Todo sucedía armoniosamente en el marco de esta estructura dual –pero simple– del mundo.
Ahora bien, los subhombres comienzan a despertar de su sueño secular y, al reivindicar su pertenencia a la humanidad, se esfuerzan por incorporarse a la historia, sembrando de este modo los primeros gérmenes de un profundo desconcierto que pone en peligro el desarrollo armonioso del orden occidental. Pero despiertan en medio de una miseria en la que se hallan instalados, de la que perciben la causa, que para ellos reside en esa misma estructura dual del mundo, que opone la miseria revoltosa de unos a la opulencia escandalosa de otros en un movimiento antagonista cuyo fundamento no es otro que la historia dominante y colonialista de Occidente.
Aislada de su sentido, esta miseria era ineficaz. No suponía ninguna amenaza, ningún peligro. Era absurda en su desnudez, asumida como un destino. Sin embargo, a partir del momento en que encontró su sentido en la conciencia de los subhombres que la vivían, se ha convertido en una fuerza amenazadora que choca con la historia dominante que la engendró. Al rechazarla, estos subhombres pretenden forjar su propia historia, pero este rechazo, que por fuerza tiene que adoptar la forma de la violencia, el Occidente colonialista lo percibe como una amenaza para su dominación de la historia, como un arma que le estremece en su ser. Para mantener su dominación pretende mantener esta división que ha instalado en el corazón del mundo, en el corazón del hombre. Entre él y los demás, que somos nosotros, se desarrolla un combate, aparentemente desigual, que confiere a los tiempos modernos su sentido histórico.
Esta es la realidad inhumana de la humanidad actual en la que se fija la mirada penetrante de Fanon, cuyo pensamiento, cuya erupción cálida y ardiente es la expresión profunda, a la vez poética y racional, de esta realidad. Poética porque, al sufrir como tantos otros el universo aplastante de la opresión colonial, se forjó en la lucha en el corazón mismo del combate épico liberador. No puede ser sino un grito, el grito de cólera, pero también de esperanza. Racional porque supo desgajar del movimiento tumultuoso y ambiguo de los actos cotidianos las líneas fundamentales de la historia.
Poniendo en perspectiva el acontecimiento, este pensamiento nos situó en el devenir de la revolución y nos reveló de este modo el sentido del porvenir revolucionario y su orientación. Relacionando el pasado con el presente en un único y mismo acto inteligible, nos desveló lo posible en la necesidad misma de su realización. Canto, pero para comprender y hacer comprender mejor, palabra, pero con vistas al acto, poesía, pero que se dirige a la razón y razón que se dirige al corazón, así es el pensamiento de Fanon. Para comprenderlo, hay que captarlo en su unidad. Separar la imagen del concepto, o el ritmo de la idea, o el grito de su sentido, no solo es traicionarlo, sino sobre todo traicionarlo para neutralizarlo, para ahogar en él el aliento revolucionario, en suma, para silenciarlo.
Un diálogo permanente
Los mismos que resienten sus palabras como una mordedura y que se ven amenazados directamente por sus condenas lo han intentado, pero sus intentos son vanos. Porque el pensamiento de Fanon, tal como está articulado y con el despliegue de posibilidades de desarrollo que encierra, se identifica prácticamente, como expresión, con la historia de los llamados pueblos subdesarrollados. No se puede mistificar un pensamiento con el que millones de personas mantienen, en su práctica social, un diálogo cotidiano que lo enriquece y lo mantiene perpetuamente vivo y actual. Máxime cuando quienes establecen este diálogo práctico con el pensamiento fanoniano pertenecen, sobre todo, a esta tierra de Argelia, que constituye el espacio en cuyo interior se mueve y se desarrolla este pensamiento.
Así, si quiere ser constructora y auténtica, la mirada que contempla a este último debe ser de interrogación. Pero toda pregunta es cuestionamiento. El pensamiento humano está hecho de manera que para consolidarse en su unidad, respetar su continuidad y mantenerse fiel a sí mismo, debe ponerse a prueba y correr el riesgo de desintegrarse en el mismo acto por el que se constituye y se estructura. Es la aventura de todo pensamiento que se pretende universal: si se interroga, acaba siendo más grande y más sólido y se fundamenta en la crítica de su fundamento y a través de ella. Para abrazar la realidad de la que surge, el pensamiento ha de someterse a su movimiento, y captar, no el hecho, sino su devenir, no el acto aislado, sino su sentido histórico.
A la luz de esta forma de comprensión quisiéramos continuar un diálogo que, desgraciadamente, no puede ser más que teórico, pero que espera hallar en la práctica una prolongación eficaz, un diálogo con ciertos aspectos del pensamiento fanoniano, no con su totalidad, pues esto rebasaría el marco de este ensayo y los límites de nuestras posibilidades. No obstante, por lealtad escrupulosa a este pensamiento, trataremos de resaltar los aspectos que constituyen, de una manera por cierto aparente, no su periferia secundaria y accesoria, sino su núcleo originario e intención fundamental. Para ello, el método que parece más idóneo para nuestra investigación consiste en seguir el movimiento mismo del esfuerzo indagador del pensamiento fanoniano, asociándolo, como un trasfondo indispensable del que extrae su sentido, al movimiento mismo de esta realidad a la que se refería.
El comienzo de otra historia
Desde su primer lance, el pensamiento de Fanon se instala en el meollo del problema colonial, que nos define en términos nuevos que tal vez escandalicen a ciertos espíritus refinados. En las primeras líneas de Los condenados de la Tierra enuncia una verdad, la de nuestra historia, en un lenguaje brusco y brutal que es fiel reflejo de la violencia real de la verdad que expresa.
La descolonización sigue siendo un fenómeno violento… es lisa y llanamente la sustitución de una “especie” de hombres por otra “especie” de hombres. Sin transición se produce una sustitución total, completa, absoluta… esta especie de tabla rasa define al comienzo la descolonización. Su importancia inhabitual estriba en que constituye, desde el primer día, la reivindicación mínima del colonizado… (es) un programa de desorden absoluto. (p. 29)
Con este lenguaje, efectivamente inhabitual, la razón colonizada expresa su universo. Violencia pura en su presencia, el universo colonial revela su secreto en la pura inmediatez de su existencia, todo en él es apariencia o, más precisamente, todo su ser deviene apariencia. Porque en su misma racionalidad está hecho de manera que, para realizar su dialéctica, tiene que paralizar necesariamente, en su devenir, la misma dialéctica de su devenir. Y cuando su evolución conduce a su fin, todo en él se revela. Es el parón de la historia. Es el comienzo de otra historia.
Por tanto, no es extraño que el primer momento del pensamiento fanoniano sea un momento descriptivo. Una descripción casi fenomenológica sartriana, que obtiene su legitimidad, no de este método filosófico, sino más bien de ese momento privilegiado de la historia del universo colonial en que se niega esta historia y en que el mundo se despega de su fondo para devenir uno con su figura, haciendo desaparecer así toda dimensión temporal. En efecto, el universo colonial es, según Fanon, un universo maniqueo. De un lado todos los males, del otro todos los bienes. De un lado el colono y de otro el colonizado. De un lado toda la fuerza del mundo, y toda su humillación del otro. Una estructura insolente por su sencillez: los dos momentos de esta estructura del universo colonial se oponen absolutamente en una pura exterioridad. O más bien la interioridad de la relación colonial consiste en otra exterioridad.
Los dos términos de esta falsa unidad se excluyen de una manera absoluta. Sin mediación, toda dialéctica histórica es imposible. Esta ruptura radical que se ha producido en el interior de la realidad colonial anula entonces toda posibilidad de un devenir colonial. Este bloqueo absoluto de todo devenir histórico, individual y colectivo al mismo tiempo, lo resiente trágicamente el colonizado en todos los niveles de su vida cotidiana. Frente al colono en los campos, frente al patrón en las fábricas, frente a sus jueces en los tribunales, frente al policía o al legionario horrible y desdeñoso a cada paso en la calle, el colonizado choca, en los mínimos detalles de su vida, con ese universo cerrado y asfixiante como con un enorme muro infranqueable.
Vive su devenir, en su carne y sus entrañas, como una pura imposibilidad de devenir. Está anclado en un mundo inmóvil cuyo espacio es plenitud, vivida como una destrucción. Al hallarse en la impotencia total para desplazarse libremente, el colonizado sueña con la acción, el salto, la agresión. Al no poder liberarse realmente, se libera en el plano imaginario. Sin embargo, esta liberación imaginaria no hace más que agudizar su opresión real, que halla en un primer momento un desahogo desviado en la revuelta contra el hermano. Esta liberación alienada se traduce entonces en una destrucción imaginaria, incluso mágica, del orden colonial, que de hecho expresa una verdadera autodestrucción colectiva.
El papel de la violencia
Así, la superación en el plano imaginario de la contradicción del universo colonial (colono colonizado), lejos de resolver esta contradicción, no hace más que agudizarla y hacerla todavía más insostenible. Este es un momento decisivo de la historia de la descolonización, o lo que es lo mismo, de la historia de la destrucción del colonialismo. Esta violencia imaginaria que se volvía contra el colonizado era una violencia alienada y alienante. En efecto, a falta de toda intencionalidad y de todo sentido, la violencia se reduce a un puro acto absurdo y al mismo tiempo ineficaz. Sin el sentido que la integra en la historia, se convierte efectivamente en un culto y una mística.
Sin embargo, el pensamiento de Fanon es completamente ajeno a esta concepción falsa e incluso fascista de la violencia. Este es uno de los aspectos fundamentales del pensamiento fanoniano que ha sido mistificado adrede, sobre todo por ciertos críticos occidentales, como Claude Julien, si no me equivoco. No cabe duda que la violencia desempeña para Fanon un papel primordial en la construcción por el pueblo colonizado de su propia historia. Porque en el universo colonial, es el colono quien hace la historia. Pero en realidad esta no es más que la prolongación natural, lógica y necesaria de la historia de la metrópolis. En otras palabras, es el desarrollo interno de la historia del Occidente capitalista el que, en su fase colonialista, determina necesariamente el espacio mismo del desarrollo histórico de los países colonizados.
Mientras que el colonizado realizaba la historia imaginariamente y la padecía realmente, el colono, ese representante supremo del Occidente capitalista, hacía la verdadera historia, que en su misma esencia no era más que la negación radical de la historia del colonizado. Sin embargo, esta misma contradicción del universo colonial, que encontramos aquí situado en el plano de la historia, hallará su superación real y no ya imaginaria en la violencia del colonizado, realmente destructora del orden colonial, por estar orientada y dirigida, por tener un sentido o más bien por convertirse en el sentido de la historia colonizada. Únicamente a través de ella se produce la resolución práctica de la contradicción colonial.
Es el colono quien impone al colonizado el arma del combate, su nivel y su naturaleza. Estas dos violencias se desarrollan en el mismo plano y en una única unidad antagonista cuya resolución implica la aniquilación radical de la violencia colonialista.
Para el colonizado, la vida solo puede brotar del cadáver en descomposición del colono (y a la inversa). Esta es en definitiva la correspondencia de los dos razonamientos. (p. 69)
Por consiguiente, la violencia es el único medio por el que el colonizado destruye el sistema colonial y comienza de este modo el primer acto de la constitución de su propia historia. Hasta ahora solo hemos considerado la violencia desde el punto de vista de la historia, pero ahora hay que considerarla desde el punto de vista de la vida cotidiana y ver los cambios que experimenta en la propia personalidad del individuo colonizado.
Nacimiento de la diferenciación
Hemos visto que el hombre colonizado, ese esclavo de los tiempos modernos, según expresión de Fanon, se presenta ante todo como un hombre radicalmente alienado, hasta en sus sueños, hasta en su imaginación, y tanto más en su vida cotidiana, familiar o tribal. Porque padecía la vida, no la hacía. Sin embargo, con el reino de la violencia, destructora a fuer de liberadora, todo se transforma. El colonizado no sueña más con actuar o agredir, ya ha realizado su sueño. Actúa, en la práctica cotidiana de su violencia, se libera de sus obsesiones, productos del universo colonial que destruye con su acto constructor. “El colonizado”, nos dice Fanon, “descubre lo real y lo transforma en el movimiento de su praxis, en el ejercicio de su violencia, en su proyecto de liberación.” (p. 45)
Así, la violencia se materializa como la conciencia en el nivel del acto. Es conciencia devenida acto, y este acto cotidiano, liberador, adquiere efectivamente, a los ojos del colonizado, y por primera vez en su historia, un significado universal. Porque en su violencia constitutiva de un universo nuevo, el colonizado vive la cotidianeidad a escala de la historia. Desaparece la cotidianeidad y lo cotidiano y lo histórico se funden en un único y mismo acto.
En el individuo, la violencia es desmistificación y desalienación. Por otro lado, en el pueblo la violencia liberadora constituye la praxis revolucionaria del pueblo colonizado. Es esencialmente totalizadora y unificadora. Convierte al pueblo en una única totalidad, sin fisuras, y disuelve el tribalismo, el regionalismo, generados y mantenidos por el universo colonial. Unifica al pueblo unificando el sentido de su combate, la dirección de su lucha. Es por tanto totalizadora, pero no diferenciadora, pues aspira a disolver las diferenciaciones generadas por el colonialismo.
Sin embargo, este aspecto no diferenciador de la violencia no constituye más que un primer momento de su desarrollo. Mientras el objetivo –a saber, la destrucción del orden colonial– era claro y preciso, la violencia era simple e indiferenciada. Pero a partir del momento en que abordamos la segunda fase de constitución histórica, que es la de la edificación de una sociedad libre en su devenir, la violencia cambia entonces de forma, de dirección y de sentido, y se vuelve, en la prolongación misma de su movimiento liberador, esencialmente diferenciadora. No pierde en modo alguno su dinámica unificadora y totalizadora, sino todo lo contrario, esta dinámica se profundiza, se vuelve más compleja, menos inmediata y menos directa. Se convierte en un movimiento de unificación por diferenciación. Diferencia al pueblo para unificarlo mejor, y distingue en su seno, por un lado, a las masas revolucionarias constituidas por el campesinado y el proletariado y una parte de la intelectualidad, y por otro a la burguesía nacional, que se niega a participar en el nuevo sentido del devenir histórico.
La lucha del campesinado
Por cierto que la violencia desencadena ya este movimiento de diferenciación incluso durante la primera fase de la lucha de liberación. Este movimiento de diferenciación se inicia ya en su misma génesis social. Y Fanon nos aporta un análisis admirable de este proceso de profundización del sentido y de la naturaleza de la violencia en la segunda y la tercera partes de Los condenados de la Tierra, tituladas respectivamente Grandeza y flaquezas de la espontaneidad y Desventuras de la conciencia nacional. Fanon subraya en ellas un rasgo específico de la historia de los países llamados subdesarrollados, a saber: el papel eminentemente revolucionario que desempeña el campesinado en la constitución de la historia de estos países.
Un rasgo que, por cierto, también destacó, con respecto a la revolución cubana, Ernesto Che Guevara en su Guerra de guerrillas. Justificando esta especificidad del devenir de los países colonizados, Fanon constata que:
La historia de las revoluciones burguesas y la historia de las revoluciones proletarias han demostrado que las masas campesinas constituyen a menudo un freno para la revolución. Las masas campesinas en los países industrializados suelen ser los elementos menos conscientes, menos organizados y asimismo los más anarquistas. Presentan todo un conjunto de rasgos… que definen un comportamiento objetivamente reaccionario. (p.85)
Por otro lado, las masas campesinas “constituyen las únicas fuerzas espontáneamente revolucionarias en el país colonizado” (p. 93). ¿Por qué la historia privilegia al campesinado colonizado? Porque, como nos dice Fanon:
Todo es simple (para el campesinado)…: las masas rurales nunca han dejado de plantear el problema de su liberación en términos de violencia, de tierra que hay que recuperar de los extranjeros, de lucha nacional, de insurrección armada. (p. 96)
Por consiguiente, para el campesinado la solución del problema pasa por la lucha armada. Es perfectamente consciente, a diferencia de la burguesía nacional, de que el cambio no se producirá mediante una reforma lenta y progresiva de la estructura colonial. Para liberarse hay que quebrar esta estructura, destruirla. Esto lo afirma en contra de la burguesía nacional, que como nos dice Fanon, por su propia naturaleza es propensa a soluciones de compromiso con el colonialismo, tanto antes como después de la independencia.
Todo es simple para el campesinado. ¿Y para la burguesía nacional? Veamos qué dice Fanon: “La insurrección desorienta a los partidos políticos. Su doctrina, en efecto, siempre ha afirmado la ineficacia de toda prueba de fuerza y su existencia misma es una condena continua de toda insurrección.” (p. 96) Este rechazo por parte de la burguesía nacional de la violencia popular como único medio posible de autorrealización es legítimo si nos colocamos en la óptica de esta burguesía. Porque lo que determina el comportamiento social de esta última, según Fanon (p. 47), es que “en realidad teme perderlo todo en esta formidable marea revolucionaria”. En el fondo, es prudente e hipócrita. Prevé el porvenir que el presente ya anuncia. Toma sus distancias y se encuentra, al retroceder, con la burguesía colonialista, a la que tiende la mano. Volveremos sobre ello. O será más bien Fanon quien vuelva sobre ello un poco más abajo.
Así, en el ejercicio de su violencia, incluso liberadora, el pueblo se diferencia, aunque, en un primer momento, de forma espontánea. Debido a que los partidos nacionalistas, núcleo de la organización popular en las ciudades, no incluyen en su programa la necesidad de la lucha armada, la historia privilegia la espontaneidad de las masas. En este nivel de espontaneidad, como primer momento del desarrollo de la conciencia revolucionaria, su forma inmediata e irreflexiva, hay que situar el juicio de Fanon con respecto a la condición social y al papel histórico del proletariado y del lumpenproletariado colonizados.
Contemplado en el interior del movimiento de formación histórica de la conciencia revolucionaria, el pensamiento fanoniano no presenta, en esta cuestión, ninguna contradicción con el devenir de esta realidad social, porque corresponde, en este punto concreto, a la inmediatez del movimiento histórico de esta, de la que es su formulación conceptual, y no a la totalidad de su movimiento, a su devenir en marcha. Así, en un primer momento, Fanon niega toda posibilidad revolucionaria del proletariado del país colonizado, puesto que en comparación con el campesinado, el proletariado urbano está privilegiado. Según Fanon, se trata de
… quienes, eventualmente, tienen todo que perder… Son el núcleo del pueblo colonizado más mimado por el régimen colonial… En efecto, representan la fracción del pueblo colonizado necesaria e insustituible para el buen funcionamiento de la máquina colonial: conductores de tranvías y taxis, mineros, estibadores, intérpretes, enfermeros, etc. Estos son los elementos que constituyen… la fracción burguesa del pueblo colonizado. (p.84).
Este juicio constituye, aparentemente, una condena histórica del proletariado de los países colonizados, pues, como nos dice Fanon (p. 46), “en los países coloniales, solo el campesinado es revolucionario”, y esta realidad revolucionaria del campesinado se caracteriza fundamentalmente por la espontaneidad (p. 93). La afirmación del carácter fundamentalmente campesino de la revolución solo es legítima en virtud de esta espontaneidad, que define, en un primer momento, el nivel en que se mueve el devenir revolucionario de los países colonizados. Pero este, como totalidad, no puede realizarse efectivamente si no engloba, en su desarrollo, a las ciudades al mismo tiempo que a la población rural, o sea, al campesinado y al proletariado. En su movimiento tiende necesariamente hacia este último como al término de su cumplimiento. Por cierto que Fanon era plenamente consciente de ello y lo afirma explícitamente:
Los dirigentes de la insurrección toman conciencia… de la necesidad de extender esta insurrección a las ciudades. Esta toma de conciencia… consagra la dialéctica que preside el desarrollo de una lucha armada de liberación nacional. (p. 96)
De este modo, en el planteamiento típico de su devenir, la revolución en los países colonizados, para alcanzar su objetivo, implica necesariamente la superación de su carácter puramente campesino y su elevación a un nivel superior, que resulta más complejo a causa de la unificación del sentido histórico del combate del campesinado y del proletariado. Es instructivo constatar aquí el encuentro de dos pensamientos, el de Fanon y el del Che Guevara, que reflexionan sobre el movimiento histórico de dos realidades revolucionarias similares y desgajan una misma verdad, a saber: en los países colonizados, la revolución parte del medio rural para extenderse acto seguido a las ciudades, del campesinado que incorpora después al proletariado y no a la inversa, como es el caso en los países capitalistas e incluso en los países socialistas europeos.
Es el lumpenproletariado, concentrado en los arrabales, y no el proletariado, nos dice Fanon, quien llevó la revolución al corazón de las ciudades. Porque “el lumpenproletariado, esta cohorte de hambrientos destribalizados, desclanizados, constituye una de las fuerzas más espontánea y más radicalmente revolucionarias de un país colonizado” (p. 97). Pero constituye asimismo la base más sólida de la peor reacción. Porque no hay nada que vincule sólidamente con la historia a esta masa de desclasados que no mantiene ningún lazo con el circuito de producción o con la estructura social. El propio Fanon nos dice que:
el colonialismo encontró… en el lumpenproletariado una masa de maniobra importante… Esa reserva humana disponible, si la insurrección no la organiza de inmediato, se volverá mercenaria junto a las tropas colonialistas. En Argelia los harkis y los messalistas surgieron del lumpenproletariado.” (p. 102)
Aparentemente, esta última frase está en contradicción con la anterior. ¿Cómo se puede afirmar que el lumpenproletariado es al mismo tiempo la fuerza “más espontánea y más radicalmente revolucionaria de un país colonizado” y la fuerza más reaccionaria, la más inconsciente y la más ignorante de este pueblo? La contradicción en este punto es mucho más real que lógica. Es propia de esta realidad social, no del pensamiento de Fanon. Además, solo aparece como algo real en la medida en que se la separa de su devenir, que operará su superación, su resolución. Porque solo cabe considerar que el lumpenproletariado y el campesinado son las únicas fuerzas verdaderamente revolucionarias en un país colonizado si de entrada se determina la realidad revolucionaria de una clase social esencialmente por su carácter espontáneo. Sucede que la espontaneidad corresponde ante todo a la inmediatez del movimiento de la historia, no a su totalidad. El lumpenproletariado y al mismo tiempo el campesinado no son revolucionarios porque lo sean espontáneamente, sino porque se vuelven revolucionarios históricamente.
El devenir prima sobre el ser y constituye su fundamento. Privilegiar un momento elevándolo a lo absoluto es reducirlo a un puro estatismo llano y perder de vista la dinámica interna de su dialéctica que, por ser real, reabsorbe sus contradicciones, en el interior mismo del movimiento histórico de la formación de la conciencia revolucionaria. Existe por tanto una génesis y un desarrollo de la conciencia revolucionaria que no puede reducirse en modo alguno a su momento de espontaneidad. Visto bajo esta luz, el pensamiento de Fanon se sitúa en el corazón mismo del devenir histórico del país colonizado, a la sazón Argelia, cuya estructura analiza admirablemente.
Por tanto, si el proletariado de los países subdesarrollados no se presenta efectivamente, en la inmediatez de la historia, como espontáneamente revolucionario, no por ello se puede concluir que sea de naturaleza no revolucionaria. El proletariado subdesarrollado deviene revolucionario y no puede no hacerlo, pues su devenir es el devenir de la revolución. Este problema se plantea al mismo tiempo en términos de realidad y de conciencia. Fue el proletariado urbano –a pesar de su condición social relativamente privilegiada, que determina aparentemente su comportamiento revolucionario–, y no únicamente el lumpenproletariado, quien protagonizó las manifestaciones de diciembre de 1960 y de octubre de 1961. Fueron él y el campesinado quienes, al fundar los comités de autogestión, abrieron la vía al socialismo.
La revolución no se lleva a cabo nunca de forma espontánea. A la realidad revolucionaria, cuya estructura temporal integra lo posible como una de sus dimensiones, se une la conciencia revolucionaria, que a su vez, en su formación histórica, convierte en necesaria la realización misma de eso que es posible. El devenir histórico, incluso y sobre todo de la revolución, no puede ser un proceso del que se excluya la conciencia, pues esta es el sentido sin el cual toda historia es aventura en que se niega la razón. Realidad cuya estructura se revela a través del proyecto revolucionario que la atraviesa, y conciencia que, como acto a la vez práctico y teórico, se identifica justamente con dicho proyecto; estos son los dos términos del movimiento dialéctico de la historia cuya mediación es la violencia.
En este nivel es donde hay que situar el núcleo propiamente dicho del pensamiento fanoniano. La violencia, como negación absoluta, se materializaba, al comienzo del movimiento revolucionario, como ideología en acto, como pura conciencia práctica, únicamente porque era violencia espontánea, unidad indiferenciada de todo el pueblo colonizado. Sin embargo, con el desarrollo de la lucha de liberación, la profundización de la violencia como praxis revolucionaria se convirtió en una necesidad imperiosa. Era señal de que se había rebasado la fase de la espontaneidad. Como acto constitutivo de la historia, la violencia exigía a partir de entonces un sentido que no podía darse más que situándose en el interior de una perspectiva ideológica neta y precisa. Mientras que en el primer momento de su génesis se contentaba con ser pura conciencia práctica, ahora tiende a volverse realmente operativa, a hallar en la conciencia teórica un fundamento indispensable. De este modo,
… este voluntarismo espectacular, que pretendía llevar de golpe al pueblo colonizado a la soberanía absoluta… resulta ser en la experiencia una enorme flaqueza… Mientras se aferraba al milagro de la inmediatez de sus músculos, el colonizado no realizaba verdaderos avances en el vía del conocimiento. Su conciencia no dejó de ser rudimentaria. (p. 103)
Una conciencia despolitizada y puramente práctica o, mejor dicho, empírica, no es en modo alguno revolucionaria. “… Esta gran pasión de las primeras horas se desintegra si pretende nutrirse de su propia sustancia… el odio no puede constituir un programa.” (p. 104) Por tanto, la fuerza de la violencia, su función primordial en la constitución de la historia, residen esencialmente en su sentido ideológico. Quienes piensan encontrar en Fanon una mística de la violencia no han comprendido para nada su obra. O mejor dicho, la han comprendido demasiado bien. Porque al privilegiar deliberadamente la espontaneidad de las masas y al subestimar la necesidad histórica de una ideología revolucionaria, mistifican el pensamiento de Fanon para destruir en él el potente fermento revolucionario. Este es el objetivo político que subyace tras esta gran y erudita mistificación del pensamiento fanoniano.
¿Por qué la burguesía nacional?
En su combate cotidiano, antes y sobre todo después de la independencia, el pueblo colonizado se diferencia. Su unidad se profundiza, se desarrolla sobre nuevas bases sólidas. Paralelamente, su violencia, que es su praxis revolucionaria, se diferencia, se jerarquiza, se relativiza. Cambia de sentido y de dirección. Se enriquece enriqueciendo su conciencia. Se desarrolla en múltiples niveles y reviste múltiples formas. Mientras que antes de la independencia era en lo esencial una lucha nacional, después de la independencia se convierte en una genuina lucha de clases.
Hemos visto que, en el ejercicio de su violencia, el pueblo descubre la realidad social y desvela su estructura. Teoriza su conciencia dando un sentido a su actividad cotidiana. Y es precisamente la práctica social la que le señala su nuevo enemigo de clase: la burguesía nacional. Pero ¿por qué la burguesía nacional? La respuesta se esboza en el capítulo 3 de Los condenados de la Tierra, titulado Desventuras de la conciencia nacional. En él, Fanon resalta uno de los aspectos fundamentales de la especificidad del devenir de los países subdesarrollados, a saber: la diferencia radical del papel histórico de la burguesía capitalista y de la burguesía subdesarrollada.
Su posición en relación con este problema es de condena absolutamente categórica de esta burguesía nacional, que como clase solo contribuye a la constitución de la historia de los países subdesarrollados para frenar el desarrollo de esta historia y paralizar su movimiento. La legitimidad de esta condena reside en un análisis penetrante de la génesis y de la estructura de esta clase embrionaria y parásita. Lo que caracteriza esencialmente a la burguesía nacional, nos dice Fanon, es “su incapacidad de racionalizar la praxis popular, es decir, de deducir su razón” (p. 113). En efecto, la burguesía nacional aparece históricamente como un subproducto del régimen colonial, del que depende genéticamente.
Engendrada involuntariamente por el propio desarrollo de la burguesía colonialista, pero mantenida después voluntariamente por esta, la burguesía nacional se halla, desde su concepción, predeterminada en su estructura y su comportamiento por esta burguesía madre, con la que tiende a colaborar necesariamente. El espacio interno de su desarrollo aparece como una excrecencia del espacio de desarrollo del capitalismo metropolitano y no como una parte constitutiva de la historia del pueblo colonizado. Esta es la razón por la que se oponía ferozmente a la lucha armada como método de resolución del problema nacional. Mientras este problema se planteaba en términos de reformas dentro del marco colonial, la burguesía subdesarrollada se afirmaba naturalmente como la clase dirigente del movimiento nacional, pero a partir del momento en que el problema se planteaba en términos revolucionarios de ruptura radical y violenta con el marco colonial, la iniciativa histórica pasó a manos de las masas campesinas y proletarias, y la burguesía nacional quedó excluida del movimiento de la historia que se realiza y se fundamenta a través de la praxis popular.
De este modo, el sentido del devenir aparece sin ambigüedad y se encamina necesariamente en una dinámica antiburguesa. Incapaz de romper el cordón umbilical que la ata a la burguesía colonialista, incapaz de comprender el sentido de la historia que se libera y se constituye, la burguesía nacional, por su comportamiento apocado e indeciso, asume la responsabilidad de su propia condena por la historia. Su génesis y su estructura la destinan necesariamente a desaparecer como clase. A diferencia de la burguesía occidental, no desempeña y no puede desempeñar ningún papel en la historia de los países subdesarrollados. Porque, como nos dice Fanon, la burguesía en estos países es básicamente una burguesía occidental antes de la independencia.
Durante la lucha y tras la independencia, la burguesía se reduce a una casta –carente de bases económicas sólidas– de comerciantes e intelectuales, o más bien de falsos intelectuales, que se definen fundamentalmente por una voluntad permanente de identificación con la burguesía occidental. Es el mimetismo burdo y vacío el que determina su manera de ser, su comportamiento social. No se puede hablar de una verdadera clase con respecto a esta famosa burguesía nacional, pues carece de todo lo que hace falta para ser realmente una clase que desempeña una función histórica. Sobre todo le falta capital, que constituye la base misma de toda burguesía de verdad. A falta de capital productivo, la burguesía nacional se orienta hacia actividades de tipo intermedio. Tiene por tanto esencialmente una estructura parasitaria. Al no desempeñar ningún papel en el proceso de producción del capital, sino únicamente en el proceso de circulación del capital, aspira, según Fanon, a ocupar el lugar de la antigua población europea: médicos, abogados, comerciantes… transitarios, etc. (y se complace) sin complejos y con toda dignidad en el papel de agente de negocios de la burguesía occidental (p. 116).
Su ideal se corresponde con su estructura socioeconómica. Por tanto, nunca pretenderá asumir, como la burguesía madre, una misión histórica. Excluida de la historia, su vocación histórica, nos dice Fanon, consiste en negarse como burguesía, negarse como instrumento del capital y someterse al capital revolucionario que constituye el pueblo… Debe hacer suyo el deber imperioso de aprender del pueblo y de poner a disposición del pueblo el capital intelectual y técnico que ha adquirido durante su paso por las universidades coloniales. Sin embargo, a menudo la burguesía nacional no muestra interés por seguir esta vía heroica… para emprender con la conciencia tranquila la vía horrible, porque es antinacional, de una burguesía clásica, de una burguesía hueca, burda y cínicamente burguesa. (p. 114)
El poder estatal de la burguesía occidental se justifica históricamente por el hecho ser la clase que llevó a cabo –sin duda mediante la explotación violenta del proletariado– la acumulación primitiva de capital, necesaria para todo despegue económico, e impulsó con fuerza el desarrollo de las fuerzas productivas. Ahora bien, debido a su génesis y a su estructura, la burguesía nacional es incapaz de llevar a cabo esta tarea económica. En efecto, al ser de naturaleza esencialmente comercial y orientarse sobre todo a la exportación, su capital se inscribe mucho más en la lógica interna del capital occidental del que depende que en la del capital nacional, del que está aislada. De este modo, aumenta desmesuradamente sus ganancias, pero no mediante una inversión industrial, sino de una mantera artificial mediante operaciones especulativas que no corresponden en absoluto a un verdadero aumento de la producción.
La ganancia del capital de la burguesía nacional no proviene de un circuito productivo real, sino de un circuito improductivo parasitario, puramente comercial. Pero dado que el comercio de la burguesía nacional se ciñe esencialmente a la importación y exportación, que solo influye negativamente en el conjunto del movimiento de la economía nacional, la ganancia que obtiene constituye por tanto una parte ínfima de una plusvalía que comparte de manera muy desigual con el capital colonial. Su vida es una perpetua supervivencia, basada exclusivamente en la generosidad bien calculada y malévola de la burguesía madre occidental. Afectada desde su nacimiento de raquitismo congénito –Fanon dice que “de senilidad precoz”–, ¿qué sentido tiene imponerle una vida que solo es posible mediante fuertes inyecciones de capital, que en vez de invertir productivamente, ella prefiere gastar en un lujo exhibicionista con el fin de identificarse en la apariencia y en la imaginación con la burguesía occidental? En palabras de Fanon,
En los países subdesarrollados, la fase burguesa es imposible… La burguesía no deberá hallar condiciones propicias para su existencia y su prosperidad. Dicho de otro modo, el esfuerzo de las masas encuadradas en un partido y de intelectuales plenamente conscientes y armados con principios revolucionarios deberá parar los pies a esta burguesía inútil y novata… Hay que oponerse resueltamente a ella porque literalmente no sirve para nada… Tanto más fácil es neutralizar a esta clase burguesa cuanto que es numérica, intelectual y económicamente débil… Pararle los pies es la única manera de avanzar. (pp. 130, 131, 132)
Interpretemos bien las palabras de Fanon. No se trata en modo alguno de quemar etapas o de violentar la historia. Esta manera de interpretarle identifica el porvenir de los países subdesarrollados con el de los países capitalistas, y pierde de vista la originalidad del movimiento histórico de una realidad aparentemente ambigua. Si el devenir de Occidente pasa necesariamente por el capitalismo como forma histórica de su desarrollo, esto no implica para nada, sino todo lo contrario, el paso necesario del devenir de los países subdesarrollados por esta misma forma de desarrollo. Comprender no es identificar, y para discernir el movimiento interno de la historia de estos países, el mejor método no pasa por abordarlo desde fuera con esquemas preestablecidos, que no hallarían en él una resonancia adecuada, precisamente porque se han salido de la realidad histórica de Occidente. Sin un cuestionamiento metódico de estos esquemas espaciotemporales no descubrimos en la realidad histórica que pretendemos analizar más que las formas vacías de nuestro pensamiento y no la estructura original de esta realidad que se nos escapa.
Con la crítica de estos esquemas de explicación histórica no pretendemos negar su universalidad, sino, por el contrario, enriquecer su contenido mediante su confrontación, sin prejuicios, con un devenir que se abre camino, con una historia que se estructura. Redescubrirlos en la realidad que estudiamos y no aplicarlos desde fuera a esta realidad, este es el único método de análisis histórico fecundo. Así, en los países subdesarrollados, a la inversa de lo que sucede en los países capitalistas y los países socialistas europeos, la revolución parte del campesinado para ganarse acto seguido al proletariado; del mismo modo que es la socialización de la agricultura la que determina necesariamente la socialización de la industria y por tanto de toda la producción social.
Mientras que en los países de Occidente es la clase burguesa la que realiza la acumulación de capital mediante la capitalización del conjunto de la economía, en los países subdesarrollados, donde la burguesía nacional no está genética y estructuralmente a la altura de esta tarea, son el campesinado y el proletariado quienes realizan la acumulación de capital, condición principal para superar el subdesarrollo, pero por la vía de la socialización de la producción y no de su capitalización. Por consiguiente, el juicio de Fanon sobre la burguesía nacional de los países subdesarrollados no se sitúa en el plano moral de un odio subjetivo a esta clase, sino en el plano del análisis racional del devenir histórico de estos países.
La actitud de Fanon no es la actitud romántica o lírica de un poeta, sino la actitud científica de un historiador y un sociólogo. No hay en él una mística de la violencia, sino una violencia claramente consciente de sus objetivos y que se materializa como un movimiento revolucionario permanente que profundiza la lucha y la diferencia al pasar del nivel estrictamente nacional a un nivel económico-social de lucha de clases. La conciencia nacional, que Fanon califica de “forma sin contenido, frágil y grosera” (p. 113), es sustituida por la conciencia política y social. El nacionalismo no es una doctrina política, no es un programa.
Hay que pasar rápidamente de la conciencia nacional a la conciencia política y social. La nación no existe en ninguna parte más que en un programa elaborado por una dirección revolucionaria y asumido lúcidamente y con entusiasmo por las masas (p. 150).
Con la superación de la conciencia nacional se profundiza el combate revolucionario, que se diferencia y asciende al nivel superior de la conciencia política, económica y social. Este es el nivel en que Fanon plantea el problema de la cultura nacional.
El problema de la cultura nacional
Este es un problema difícil y complejo, que merece ser tratado aparte. No podemos abordarlo de una manera seria en el marco de este ensayo, que de por sí ya es largo. Por consiguiente, nos contentaremos con esbozar la cuestión muy rápidamente y trazar esquemáticamente la perspectiva tal como la definió Fanon.
Para situar el problema en su contexto y mostrar cómo se inscribe en la obra capital de Fanon, que es Los condenados de la Tierra, hay que señalar de entrada que dicha obra no constituye un conjunto de problemas tratados independientemente unos de otros y que hallan su unidad en su agrupamiento artificial y externo en un mismo libro. Al contrario, el pensamiento fanoniano presenta en dicha obra una unidad estructural que se desarrolla progresivamente en un único movimiento de reflexión. La diversidad de problemas que aborda, lejos de romper su unidad, no hace más que consolidarla en la medida en que los problemas aparecen como las múltiples figuras de la misma realidad histórica. Por tanto, el problema de la cultura se inscribe necesariamente en el marco de esta misma epopeya de la conquista de la identidad emprendida por el pueblo colonizado en todos los planos de su existencia.
Realmente se plantea en términos existenciales. Porque la cultura se define ante todo como la manera de ser fundamental en el mundo, como la forma concreta de la presencia del ser humano en el mundo. El universo humano, incluso en sus aspectos materiales, técnicos y económicos, es esencialmente un universo cultural. O mejor dicho, está sumergido en la cultura, incluso en su modo de ser material. Visto desde este ángulo, el problema de la cultura aparece como el problema fundamental de la existencia del ser humano, y su resolución, en la realidad, se materializa como el término o la culminación del movimiento de liberación de los pueblos colonizados. Ahora bien, querer abrir un debate sobre las perspectivas con las que hay que emprender la constitución de una cultura nacional es una pretensión harto ridícula, ya que el debate está abierto desde que el hombre colonizado ha dejado de serlo al liberar mediante la violencia su pensamiento y su ser. Al asumir el pensamiento de Fanon, nos esforzaremos únicamente por plantear el problema, sin pretender en absoluto resolverlo, lo cual es una tarea histórica del pueblo en su conjunto.
Es un doble problema que se plantea de cara a la constitución de una cultura nacional. Se trata en primer lugar del esfuerzo doloroso por desprenderse uno mismo de la alienación radical en la que el universo colonial ha instalado, léase capturado, la cultura nacional. Sin embargo, este intento de recuperación de uno mismo en el presente implica inevitablemente el segundo aspecto del problema, el de la recuperación de un pasado cultural que queremos vivo. Se trata en realidad de dos aspectos de un mismo problema.
Una auténtica reconciliación con uno mismo mediante el esfuerzo por recuperar esta unidad histórica de la cultura nacional, o lo que es lo mismo, de la manera de ser cultural de la nación, que debe prolongar su pasado en un presente que apenas comienza a curarse de su neurosis y su traumatismo. Ahora bien, la naturaleza de la relación que debe establecer la cultura nacional con su pasado viene forzosamente determinada por la naturaleza de su relación con la cultura europea que es inherente a su estructura y que define, provisionalmente, la modalidad de su presencia. La situación actual del devenir de esta cultura nacional es efectivamente trágico. Porque en la medida en que se remita, para constituirse, a la cultura europea que la atrae interiormente y que se plantea así como un criterio de universalidad, la cultura nacional no podría ser auténtica, y el fundamento mismo de su validez le sería ajeno y no residiría en ella misma.
En otras palabras, si, precisamente como expresión total y existencial, la cultura nacional continúa, como en el pasado, definiéndose, en su devenir, esencialmente con referencia a la cultura europea, no se liberará del universo de su alienación y de este modo se desarrollará siempre en el plano que le viene impuesto por esa cultura que quiere negar y a la que, paradójicamente, se vincula en el esfuerzo mismo de su negación; en suma, experimentará su devenir como destino y no como libertad, emprendida conscientemente en un verdadero movimiento de creación. Sin embargo, el drama de esta cultura es que, para desarrollarse libremente en un universo de autenticidad propio, no puede dejar de defenderse, mediante un esfuerzo de negación, frente a ese intenso poder de fascinación que ejerce sobre ella la cultura europea.
Sin embargo, aunque se sitúe en un plano de alienación, este primer momento de la génesis de la cultura nacional, visto desde la perspectiva de su formación histórica, constituye en cierto modo el último momento de la prehistoria de esta cultura y la condición necesaria para su entrada en la historia, es decir, en el reino de la autenticidad. Por consiguiente, la cultura nacional contempla su pasado en esta relación de negación defensiva de la cultura europea. No obstante, la reivindicación de una cultura nacional anticolonial procede del deseo legítimo de reencontrar, a través incluso de la discontinuidad de la historia nacional y a pesar de las sacudidas que ha experimentado, la unidad radical de la nación. Claro que este retorno legítimo al pasado cultural, por mucho que contemple el pasado como tal, sin proyectarlo al presente y al futuro de la nación, encierra el riesgo de hacernos olvidar los problemas actuales a que se enfrenta el pueblo. La recuperación del pasado puede convertirse así en una recuperación de sí misma en el pasado y devenir una operación de idealización y loa poética del pasado cultural en detrimento incluso de la cultura nacional. Como nos dice Fanon, este creador, que decide describir la verdad nacional, se vuelve paradójicamente hacia el pasado, hacia lo inactual. A lo que apunta en su intencionalidad profunda son las deducciones del pensamiento, lo externo, los cadáveres, el saber definitivamente estabilizado. Sin embargo, el intelectual colonizado que desea realizar una obra auténtica debe saber que la verdad nacional es en primer lugar la realidad nacional. Le hace falta crecer hasta el lugar en ebullición donde se prefigura el saber. (p. 168)
Por tanto, no hay que contemplar el pasado como un cadáver cuyo recuerdo se evoca nostálgicamente, sino al contrario, hay que mirarlo con nuestros ojos de hoy, alumbrarlo y comprenderlo en función de nuestro proyecto revolucionario actual. Porque no puede vivir sin su relación activa con nuestro presente. Unirlo a nuestro presente para prolongarlo a nuestro futuro es la única manera de hacer que viva. Este es el sentido de la siguiente frase Fanon:
El hombre colonizado que escribe para su pueblo, cuando utiliza el pasado, debe hacerlo con la intención de abrir el futuro, de invitar a la acción, de fundar el espíritu. (p. 174)
Así, el pasado no puede tener una estructura temporal independiente y propia. Extrae su fuerza vital que tal vez tenga tan solo de su apertura al presente y al futuro de nuestra realidad actual. Para que deje de ser un cadáver histórico, hace falta conferirle un nuevo devenir que es el de nuestra realidad.
A modo de conclusión podemos decir que la cultura nacional ha de abrirse camino entre dos alienaciones y en contra de ellas: un pasado que se anquilosa y una Europa que fascina. Frente a esta doble amenaza, la voz de Fanon se alza para definir el sentido mismo del combate cultural (p. 169): “Hemos tomado todo del otro lado. Pero el otro lado no nos da nada sin llevarnos, por mil desvíos, en su dirección… atraernos, seducirnos, encarcelarnos. Tomar también es, en múltiples aspectos, ser tomado… No basta con unirse al pueblo en este pasado en que ya no existe, sino en este movimiento brusco que acaba de esbozar y a partir del cual, súbitamente, todo estará en tela de juicio. Es en este lugar de desequilibrio…” donde se sitúa y se prolonga el combate cultural.