Sin duda la muerte es una de las situaciones que genera más angustia en el ser humano aunque en ocasiones este se niegue a aceptarlo y que, al mismo tiempo, provoca gran expectación al no saber con certeza si hay algo así como un más allá después que nuestras funciones vitales cesan. Al respecto, célebre es la frase de Epicuro que señala lo siguiente: “Así pues, el mal que más pone los pelos de punta, la muerte, no va nada con nosotros, justamente porque cuando existimos nosotros la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no existimos” (Epicuro, 2012: 88). En la cita ya podemos apreciar el carácter paradójico que presenta la muerte, pues cuando esta nos sobreviene ya no existimos para poder dar cuenta de ella. En este sentido, la muerte no debería preocuparnos tal y como pensaba Epicuro, ya que la muerte es por antonomasia privación del sentir y ahí donde ya no hay sensación tampoco hay dolor. Entonces, pensar en la muerte parece ser algo irrelevante y poco inteligente más en tiempos de pandemia cuando lo que necesitamos es no sumar más angustia al actual estado de incertidumbre que predomina debido a la propagación del COVID-19 en todo el mundo. Pero, ¿no es precisamente en tiempos de pandemia en que la muerte ha estado más vigente que nunca en nuestras conciencias?
Los días pasan y los informes del Ministerio de salud (MINSAL) actualizan cada mañana las nuevas cifras de personas fallecidas por coronavirus. Nadie puede quedar indiferente frente a la cantidad de personas que han fallecido desde que comenzó la pandemia en Chile y, aún peor, si pensamos la cantidad de personas que han muerto a nivel mundial. La muerte como nunca antes ha convivido entre nosotros de forma tan manifiesta y explícita como se ha hecho con la llegada del coronavirus. Lo que no significa que la muerte en cuanto posibilidad no se encuentre presente en todas las posibilidades del ser humano, porque como bien explica Heidegger la única posibilidad que atraviesa todas las demás posibilidades es la posibilidad de la muerte: “La muerte es la posibilidad de la radical imposibilidad de existir (Daseinsunmöglichkeit). La muerte se revela así como la posibilidad más propia, irrespectiva e insuperable” (Heidegger, 2017: 273).
Lo que pasa es que el ser humano encubre la posibilidad de la muerte para no asumir que es un ser finito y mortal, por lo que vive instalado en el presente y en las contingencias de la vida creyendo que tiene un tiempo ilimitado. En el caso de Heidegger la muerte refiere siempre a mi propia muerte, es decir, que la muerte no puede ser definida a partir de la muerte de los otros, pues en la muerte me individualizo como Dasein: “El morir debe asumirlo cada Dasein por sí mismo. La muerte, en la medida en que ella “es”, es por esencia cada vez la mía” (Heidegger, 2017: 263). La muerte es la posibilidad más radical que anula todas las demás posibilidades y, por tanto, permite que el Dasein sea consciente de sus propios límites y pueda asumir su existencia auténtica en su ser-en-el-mundo. Para Heidegger la muerte refiere siempre a “mi muerte” porque nadie puede morir por mí por más que alguien quiera ofrecer su vida a cambio de la mía. La muerte aquí tiene un profundo significado individual y existencial.
Ahora bien, ¿dónde está la dimensión social de la muerte? ¿qué pasa cuando vemos que cada día mueren más personas por coronavirus y que entre ellos se encuentran nuestros seres queridos? Si bien el análisis que realiza Heidegger en Ser y tiempo le otorga gran importancia a la muerte en cuanto estructura ontológico-existencial que individualiza radicalmente al Dasein, no ocurre lo mismo con la muerte de los demás. Por esto, me parece fundamental en tiempos de pandemia referirme a la dimensión social y compartida de la muerte porque mi relación con la muerte surge también a partir de la experiencia sobre la muerte de los demás. A diferencia de Heidegger para el filósofo Emmanuel Lévinas el ser no puede ser concebido sin la alteridad y, por ende, sin el otro. Para Lévinas el significado que le concedemos a la muerte pasa por el sentido de la muerte de los demás, es decir, que lo que sabemos de la muerte nos llega de forma indirecta cuando la muerte le sobreviene a los otros: “El prójimo me caracteriza como individuo por la responsabilidad que tengo sobre él. La muerte del otro que muere me afecta en mi propia identidad como responsable, identidad no substancial, no simple coherencia de los diversos actos de identificación, sino formada por la responsabilidad inefable” (Lévinas, 1994: 23).
Si en la filosofía de Heidegger la muerte es antes que nada “mi muerte”, la filosofía de Lévinas instala en primer lugar la muerte del otro. La muerte del otro me interpela, me conmueve, y me atañe desde lo profundo porque incluso afecta mi propia identidad. Para Lévinas el primer acceso a la muerte es a través de mí ser afectado o conmocionado por la muerte del otro, este otro que me es entregado. Por esto, la afección que me produce la muerte del otro es la que despierta mi relación de responsabilidad ética con él: “El hecho de admitir que la muerte del otro es más importante que la mía es el milagro mismo de lo humano en el ser: fundamento de todas las obligaciones” (Hirsch, 1988: 99). En este sentido, cuando cada mañana escuchamos los reportes del MINSAL no podemos pasar por alto que aquellas cifras que se actualizan no son, precisamente, cifras o números sino seres humanos valiosos: amigos, familiares, hermanos, abuelos, padres, madresque han muerto a causa del coronavirus, pérdidas que han removido en lo más profundo nuestra existencia y el sentido de nuestras vidas. Seres humanos con historias de vida, con sueños, y proyectos de vida que se vieron truncados por la irrupción de un virus que nadie esperaba y que llegó para evidenciar el profundo estado de precariedad de la vida humana.
En tiempos de pandemia la muerte tiene el rostro del otro, ya sea el de algún familiar cercano o incluso un rostro desconocido. Si hay algo importante para Lévinas es que el otro se hace patente en la desnudez de su rostro que llama, en sus gestos que están dirigidos hacia mí, ya que en el rostro se refleja su vulnerabilidad y su grandeza: “Lo que se expresa en la desnudez -el rostro- es alguien hasta el punto de apelar a mí, de colocarse bajo mi responsabilidad; desde ese momento, yo tengo que responder por él” (Lévinas, 1994: 23). Por esto, en tiempos de pandemia hay un imperativo ético de responsabilidad para con el otro pues sabemos que nuestros comportamientos tienen una incidencia directa en la salud de los demás y también en evitar la propagación del coronavirus. El ser humano no es un sujeto individualista y autosuficiente (como afirma el capitalismo duro) es más bien un ser infinitamente colaborador y solidario que se interesa por de los demás seres humanos con quienes comparte el mundo que habita. La relación con el otro no es solo un gesto social para evadir la soledad, sino que es un acotamiento que nos arroja al encuentro con lo verdaderamente humano. Por lo mismo, no podemos desconocer que la muerte del otro nos concierne directamente si consideramos que hasta ahora las mejores medidas contra la propagación del coronavirus han sido el distanciamiento físico y el confinamiento en nuestros hogares. Algo que sabemos queda sujeto en gran medida al cumplimiento de nuestra voluntad, aunque existan restricciones que limiten nuestra libertad de acción y de movimiento, una norma impositiva externa no es garantía alguna del cumplimiento efectivo de las cuarentenas.
En estas circunstancias un actuar consciente y responsable tiene mayor sentido que nunca, pues si las medidas del gobierno han resultado insuficientes o tardías como ya han señalado los expertos, no queda más que apelar al buen juicio y al razonamiento de los ciudadanos. En este contexto, la responsabilidad con el otro es fundamental porque la muerte del otro me conmueve y me mueve a no solo preocuparme por mi propia muerte, sino a preocuparme por la muerte del otro, a reconocerlo en cuanto otro valioso, y a actuar de tal forma que yo me sienta responsable por él.
En suma, la muerte del otro debería preocuparnos como señala Lévinas incluso más que nuestra propia muerte, más en tiempos de pandemia en que la vida humana ha quedado tan expuesta y vulnerable a los efectos de un virus de la naturaleza que hasta ahora se ha resistido al control técnico-médico y, que al parecer, nos obliga a reforzar comportamientos más solidarios en los que el otro prevalezca por sobre mi propia individualidad.
Referencias
Epicuro. (2012). Obras completas. Madrid: Ediciones Cátedra.
Heidegger, Martin. (2017). Ser y tiempo. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
Levinas, Emmanuel. (1994). Dios, la muerte, y el tiempo. Madrid: Cátedra.
Hirsch, Emmanuel. (1988). Racismes: l’autre et son visage: grands entretiens. París: Cerf.