Antes de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, el derecho internacional se ocupaba de las relaciones entre Estados, pero no de lo que estos podían hacer con sus habitantes. En las décadas siguientes se fueron poniendo en vigencia tratados –leyes internacionales– que configuraron el sistema universal y los tribunales regionales (europeo, americano, africano). El relato de este proceso es la historia del derecho internacional de los Derechos Humanos.
Pero hay otra historia de los Derechos Humanos, que es la de su gestación ideológica, que explica cómo se desarrolló la idea de estos derechos, pues sin una idea previa no hubiesen podido concretarse en leyes.
Por cierto, las dos historias no son independientes, sino que después de 1948 se siguen entrelazando hasta el presente. Los diversos tratados internacionales –como cualquier ley– no pasan del deber ser normativo al ser real en el mundo, es decir, no cobran eficacia plena en forma automática. Si los tratados de Derechos tuviesen plena eficacia en el plano del ser viviríamos en sociedades ideales, pero esto dista de ser realidad. En estos –como en general respecto de todos los derechos– la eficacia se obtiene por lucha, como decía Jhering en el siglo XIX.
Y en materia de Derechos Humanos, la lucha continúa porque las propias disposiciones de los tratados siguen siendo materia de controversias interpretativas, distorsiones, tergiversaciones y racionalizaciones, es decir que son materia de confrontaciones de poder envueltas en diferentes sistemas de ideas. Los tratados son instrumentos, pero esta rama del derecho –como todo el derecho– siempre fue y sigue siendo lucha y, en particular, lucha ideológica.
Cuando preguntamos por la historia de la gestación de la idea de los Derechos Humanos, se nos suele ofrecer el relato o narración de una paulatina toma de conciencia de la especie humana que, impulsada por el motor de la razón, habría atravesado sucesivas etapas de creciente madurez, en un proceso cuyo origen y delantera la tuvo Europa, que asumió la función de punta de lanza de este continuo curso progresivo.
Así, nos relatan que las primeras vueltas del motor de la razón se dieron en Grecia, de allí pasó a Roma y, luego de una etapa más o menos oscura, retomó su ritmo y desde 1492 se extendió a América. Luego, la revolución industrial europea perfeccionó la idea de un ser humano consciente de su libertad, configurándose un Occidente que se expande al mundo, frente a un Oriente un poco atrasado.
Esta es la historia oficial, eurocéntrica o –más claramente dicho– colonial, que desde la literatura infantil y adolescente nos enseñaron de diversas maneras. Creemos que su más fino narrador –no superado hasta hoy– fue Hegel en sus famosas Vorlesungen o Lecciones sobre la filosofía de la historia universal.
Según la narración hegeliana, nuestra región no tuvo historia hasta 1492, porque estaba habitada por millones de originarios que se desintegraron al soplo del europeo, pues eran débiles, como nuestra geografía, húmeda, con montañas que, al no correr como las europeas, hacen que todo se pudra, incluso todo lo que se trae, hasta el mismo europeo se debilita en ella. También no dice que los africanos subsaharianos –negros– son peores que nosotros, pues es difícil reconocer en ellos la humanidad, por lo que se les hizo un favor esclavizándolos, dado que así estarán mejor que en sus tribus.
Hay algo demasiado contradictorio en esta narración: no es coherente que el soplo de la razón que impulsa lo que Hegel llama el espíritu (el Geist) que anunciaría lo que hoy llamamos Derechos Humanos, legitime la supresión de millones de originarios y la esclavitud de los africanos. ¿Qué clase de razón es esta, que motoriza un espíritu genocida? ¿Esto es un espíritu o un espectro?
Todo indica que debe haber otro relato o narración, pero no porque el de Hegel sea del todo falso, pues si bien omite datos (los ausenta), en general los restantes son verdaderos: acabaron con millones de indios, esclavizaron africanos, todo lo cual es verdad, sólo que los interpreta (relata, narra) desde su posición de prusiano del siglo XIX. Es obvio que debe haber otra narración más coherente de los Derechos Humanos, que incorpore los datos ausentados por Hegel y relate de modo diferente los que éste menciona. Si desde el centro que colonizó nuestra región y luego el resto del planeta se relata esta historia, no pueden faltar las narraciones de los colonizados y, en efecto, hay narraciones que reconstruyen esa historia desde Oriente y desde África y, por supuesto, también desde nuestra región.
Esto obedece a que el historiador selecciona hechos del pasado, pero no todos (no le interesa si a Colón lo picaron los mosquitos), sino sólo los que son significativos desde su presente y en el lugar en que relata su historia. Desde ese ser-ahí le otorga significación (lo toma en cuenta) y significado (lo interpreta). Y desde nuestro ser-aquí no podemos dejar de caer en la cuenta de que la selección e interpretación (significación) de los hechos del relato eurocéntrico, pretende narrarnos que el colonialismo gestó la idea de los Derechos Humanos mientras cometía las peores violaciones de esos mismos derechos.
Si este relato se repite entre nosotros, es porque el poder colonialista nos condiciona para pensar, valorar y adquirir saberes conforme a su epistemología, nos limita como sujetos de conocimiento y valoración. Llamamos colonialidad a ese condicionamiento que nos limita el conocimiento, como el efecto colonizador de nuestro equipo psicológico.
Pero nuestro ser-aquí es golpeado con una vivencia cotidiana demasiado brutal que nos expulsa del cómodo dejarnos llevar por el se dice (on dit, das man) del relato de la colonialidad. No podemos eludir que no sólo estamos aquí, sino que somos en un continente que los europeos llamaron América y que luego subestimaron agregándole Latina, en sociedades muy estratificadas, con enorme concentración de riqueza (con los coeficientes de Gini más altos del mundo); con selectiva distribución de la sanidad y de la educación; donde los más ricos en melanina se concentran en los estratos pobres, en las cárceles y en los muertos violentos; con muy marcada discriminación de género y violencia contra mujeres y personas de orientación sexual no binaria; con culturas originarias marginadas y sitiadas por explotaciones agrícolas y mineras que las privan de sus medios de supervivencia; con sectores poblacionales que carecen de alimentación adecuada y de proteínas en los primeros años de la vida; con sistemas represivos de alta letalidad, con desapariciones forzadas, torturas, etc.
Recibimos este fuerte cachetazo de la visión presente, sabiendo que el presente es sólo una línea que separa el pasado del futuro –recordemos la aporía agustiniana–, pero que nos exige una explicación que obliga a dirigir la vista hacia el pasado, del que emerge otra narración diferente, que muy cerca en el tiempo nos muestra los asesinatos masivos de aldeas en Centroamérica y las desapariciones forzadas y ejecuciones clandestinas en las dictaduras sudamericanas, productos del neocolonialismo de seguridad nacional.
Si nuestra vista se aleja más en el tiempo, vemos repúblicas oligárquicas, masacres de campesinos del Farabundo Martí, la guerra del perejil de Dominicana, la “campaña al desierto” argentina, la represión de Canudos en Brasil, la vergonzosa guerra de la Triple Alianza, la esclavitud apenas abolida en 1888, nuestros latifundistas sometiendo la región al neocolonialismo oligárquico.
Saltando otros muchos crímenes estatales de letalidad masiva, si nos extendemos hasta el colonialismo originario, nos aparece el desbaratamiento de los sistemas políticos y económicos originarios, el etnocidio del Anáhuac y el Tawantisuyo, la muerte por explotación y contaminación de millones de originarios en servidumbre y el transporte esclavista.
Desde aquí no podemos menos que resignificar estos hechos como medio milenio de violaciones de Derechos Humanos, ni tampoco dejar de observar que el colonialismo originario jerarquizó racialmente nuestras sociedades: en la base los indios y negros, un poco más arriba los mestizos y mulatos, luego los hijos de los europeos y en la cima estos últimos, sin contar con la previa subhumanización de media población, debida a la fortísima misoginia traída por el colonizador. No se explica que Europa haya gestado la idea de los Derechos Humanos, cuando su colonialismo subhumanizó a la mayor parte de la humanidad: el 50% de mujeres más todos los colonizados del mundo.
Nuestras independencias llevaron a los blancos descendientes de europeos a ocupar el lugar de éstos, pero hacia abajo nada cambió. Por eso pretendieron imponer modelos estatales copiados a los colonizadores, en los que no cabían los indios ni los negros y siguieron adelante cometiendo masacres, porque esos modelos no podían funcionar sin negarlos o eliminarlos.
Los modelos estatales del norte resultaron de la lucha de las burguesías contra las noblezas, que nada tienen que ver con nuestro aquí, donde nunca hubo monarca ni nobleza, sino elites racistas de sociedades estructuradas como inmensos campos de trabajo forzado. Por eso, nuestras luchas no son del todo clasistas, pues las clases capitalistas surgieron en la etapa que en el norte generó el proletariado, pero que aquí no se dio, en razón del desarrollo periférico de nuestro capitalismo. Nuestras sociedades siguen siendo marcadamente racistas, lo que se observa en la riqueza de melanina en los barrios precarios y las prisiones, en contraste con las universidades, el funcionariado y los barrios residenciales de nuestras urbes.
Todo esto obliga a revisar la usual clasificación de los Derechos Humanos por generaciones, según la cual los habría de primera generación (individuales), de segunda (sociales) y de tercera, el principal de los cuales es el derecho al desarrollo progresivo. Para nosotros, este último es el primero, porque llevamos medio milenio de subdesarrollo colonial, hasta al tardocolonialismo financiero actual.
Como consecuencia del subdesarrollo sufrimos un genocidio por goteo en acto, con los índices de muertes violentas más altos del mundo en algunos países, con muertos por deficiencias sanitarias y atención selectiva de la salud, por suicidios, por inseguridad laboral, por falta de infraestructura vial, etc. Si sumásemos todos los cadáveres anuales que produce el subdesarrollo, veríamos que no es para nada exagerado hablar de un genocidio por goteo y a veces por canilla libre.
Pero escribiendo desde el fondo del sur, no faltará quien observe que no todos somos indios, negros, mulatos ni mestizos, lo que es verdad. ¿Pero entonces, quiénes somos? Aunque la colonialidad dificulte asumirlo, la verdad es que somos el producto de muchas más subhumanizaciones del colonialismo planetario.
Si ponemos a Hegel de cabeza, veremos que narra desde la superioridad de la burguesía de una Europa poderosa, pero oculta que su continente, encerrado por turcos y árabes en el siglo XV, se volvió poderoso y colonizador merced a la colonización y al esclavismo genocidas cometido aquí, que lo proveyó del oro y la plata que generaron sus burguesías y su revolución industrial. Desde esa posición, subestima todas las culturas anteriores a la europea: los orientales por teocráticos, los árabes por sensuales, los judíos por sometidos, los latinos europeos por no alcanzar su nivel de fineza.
Lo que sucede es que la narración del norte es la de todo el colonialismo planetario, de cuyas múltiples subhumanizaciones provenimos todos los habitantes de nuestra región que no somos indios ni negros, aunque la jerarquización racista de nuestras sociedades se lo oculte a muchos. No olvidemos que marginados eran también los propios colonizadores, provenientes del sur de la Península recién reconquistada; lo eran los prófugos traídos por los portugueses; los chinos esclavizados por el Pacífico; los judíos de los pogroms europeos; la emigración masiva expulsada del sur europeo atrasado en la acumulación de capital; los emigrados de la disolución del imperio otomano; los armenios víctimas del genocidio; todos los que llegaron escapando de las guerras mundiales y, sin duda, omitimos otros.
Muchos de los descendientes de los que llegaron son víctimas fáciles del condicionamiento de la colonialidad, porque su pobreza de melanina les hace creer que están destinados al privilegio en las sociedades racistas. Muy pocos lograrán los privilegios, pero nuestras sociedades no superarán su subdesarrollo mientras no caigan en la cuenta de que nuestra narración debe ser la otra, la del sur, la de nuestro aquí.
Por último, no podemos dejar de señalar que la narración desde aquí tiene otro importante efecto sobre nuestra perspectiva de los Derechos Humanos, pues nos obliga a reparar una enorme ausencia que oculta la narración colonial: nuestra idea de estos derechos se gestó y se sigue gestando en las múltiples tácticas de resistencia y de supervivencia a sus violaciones.
Nuestra idea de Derechos Humanos se empezó a gestar con los indios cimarrones, los palenques y quilombos de esclavos prófugos, las sublevaciones de los indios, la revolución de Túpac Amaru, las luchas por la independencia; se continuó con las resistencias populares, las huelgas y una larga lista de tácticas de resistencia y supervivencia que llega hasta las Madres de Plaza de Mayo, sigue hasta el presente y seguirá enriqueciéndose en el futuro, como valiosísimo bagaje cultural latinoamericano. Esta es la verdadera historia no oficial de la gestación de la idea de nuestros Derechos Humanos. Como indicamos al principio citando a Jhering: el derecho es lucha.