Si existe una tragedia migratoria en nuestro continente es la eterna tragedia de los espaldas mojadas: millones de personas huyendo del hambre y la violencia que el saqueo colonial les impone. Sus historias, pesadillas en carne viva. El infierno que viven los que huyen del infierno creyendo que el cielo existe para ellos. Una tragedia añeja, cotidiana, que la costumbre terminó haciendo invisible.
A veces se nos atraviesa un reportaje sobre el Tren de la Muerte: una máquina fantasmagórica que cruza de sur a norte por Centro América llevando gente sin nombre: mujeres, hombres, jóvenes, viejos, niños solos arrebatados de sus casas por la pobreza… El tren, los coyotes, los refugios clandestinos, maquilas de prostitución y tráfico de órganos, la policía, la selva, el Río Grande, la valla, el desierto, la Migra, los “vigilantes”, una mortal molienda que cuando no mata, mastica la humanidad del migrante, buscando convertirlo en un temeroso, dócil y más explotable bagazo.
Pues, por esa frontera terrible, por un trecho llanito, tranquilito, bien bonito del río, en esa frontera que no distingue, donde todos somos indeseables “latinous” ilegales, pues ahí, como en una escena de una mala novela, aparece un grupo venezolanos, todos con ropa limpiecita, como vestidos para una excursión; con sus morrales de colores, con sus maletas llenas, con sus niños con peluches, con abuelas que de dejaron cargar como sacos de papas para que fuera más triste todo… ¡Luces cámaras, acción!
Venezolanos espaldas mojadas que no se mojaron, que viajaron en avión a México -dicen- y de ahí cruzaron el río por un paso que nadie conocía, donde hay periodistas para verlos cruzar a ellos, solo a ellos; por donde la Migra es buena y te recibe con abrazos. Ahí no te lanzan al suelo a gritos y empujones, ni te esposan como a un delincuente, ni te mandan a un centro de detención donde te separan de tus hijos y los meten en jaulas… Por ese paso Disney del río Grande cruzó este gente decente y pensante, profesionales clase media, buscando “la calidad de vida” que el comunismo malvado les robó. “Míralos, son venezolanos huyendo de Maduro, ¡pobrecitos!” -corean los medios de desinformación.
Y ruedan los videos de un gordo cuya papada gelatinosa tiembla de rabia mientras denuncia ante el oportuno micrófono fronterizo que Maduro nos está matando de hambre. Su compañera de elenco lo mira como diciendo, no exageres Lupita. La foto de un bebé en brazos de la agente de la Migra que ese día no le tocó encerrar hondureñitos en jaulas. Fotos con pucheros, fotos mirando al horizonte con cara de esperanza, fotos como si estuvieran llegando a Disney World, a South Beach, a Key Biscayne, como esas que tienen en sus Instagram y no borraron, torpes migrantes de pacotilla.
Fichas desechables -ya lo comprobarán un día- de una vergonzosa pieza de propaganda barata para contar una historia que se estrella contra la realidad de sus protagonistas, con su egoísmo, hasta con su estupidez… Gente que por una visa mayamera es capaz de vender el alma que no tiene, para servir a una narrativa falsa que engorde un expediente ídem contra su propio país.
Sus llantos fingidos son una burla al sufrimiento de millones que han sido parte de esa continua y vieja marcha hacia la incertidumbre, donde lo único cierto es el dolor y tantas veces la muerte.
Espaldas mojadas, espaldas secas, otro episodio en esta historia que nos ha dejado escenas estrepitosas como la invasión humanitaria con burdel cucuteño, el presidente (E) que no preside nada, la nevera de Fabiana, la toma de la Carlota por afuera y con guacal de plátanos… Otra inteligentísima estrategia de fake news que, como siempre, por grotesca y torpe se les derrumbó antes de empezarla a montar.