¿Cómo se convirtió en economista?
Michel Husson: Creo que lo que me llevó a la economía fue un interés general por las ciencias sociales, una vocación que combinaba dos elementos: preocupación por la sociedad y atracción por la cuantificación matemática. Y así, por eliminaciones sucesivas, después de haber cursado un poco en Ciencias Políticas, volví a centrarme en la economía. Al acabar, tenía tres opciones: proletarizarme, convirtiéndome en profesor de secundaria, seguir la carrera universitaria, o ir al INSEE. Elegí el INSEE en 1971. Lo que me gustaba de esa opción era estar en el aparato estatal, para poder analizarlo y criticarlo desde dentro. Y además, en comparación con la carrera universitaria, no hacía falta cortejar a ningún mandarín: bastaba con aprobar una oposición para ingresar. Así pues entré en la Dirección de la Previsión (DP) del Ministerio de Hacienda en 1975. Y allí inicié una carrera doble, de economista profesional y de militante político que intervenía principalmente en relación con cuestiones económicas y sociales.
En su recorrido, ¿el activismo político ha tenido el mismo peso que la economía?
Sí, debido a 1968. Venía de provincias y evolucioné bastante rápidamente. Como estudiante en Panthéon-Assas, estaba inmerso en la cultura marxista de la época. Creo que adquirí mi cultura marxista como reacción a las enseñanzas de la facultad. Tuve a Raymond Barre como profesor, y recuerdo una sesión en la que dibujó dos curvas para demostrar que los sindicatos impedían la consecución del pleno empleo. Son recuerdos que marcan. Además, en ese momento, derecho y ciencias económicas estaban mezclados, y teníamos profesores de economía que eran muy malos y había que buscar en otra parte lo que no enseñaban. Una excepción importante, un profesor que me abrió las puertas de la teoría economica fue Carlo Benetti, quien enseñaba en DES. Fue un verdadero shock intelectual: nos transmitió la idea de que, si te interesa la historia del pensamiento económico, hay que leer directamente a los grandes autores. Nos transmitió una preocupación por el rigor.
¿Esta formación en economía marxista fue enriquecida con otras lecturas?
Si. Marx importaba, por supuesto, pero yo no era dogmático. Mis dos maestros en ese momento fueron sin duda André Gorz y Ernest Mandel. El Gorz que más me impresionó fue el teórico del PSU (donde militaba esos años), el autor de Estrategia obrera y neocapitalismo [1965], el de los años 1960-70, que intentó combinar una crítica del capitalismo con elementos de estrategia coherentes con esta crítica, en definitiva la idea de un reformismo radical bastante cercano a mi entender a un programa de transición. Después, continué siguiendo el trabajo de Gorz, y algún tiempo antes de su muerte incluso tuvimos un pequeño intercambio de cartas. Mandel fue, por supuesto, el referente trotskista en cuestiones económicas y políticas. Lo que me gustaba de Mandel era que su formación, bastante ortodoxa, se combinaba con un marxismo abierto; que no era pura repetición del dogma, el análisis infinito de los textos de Marx. Para mí fue el modelo de la aplicación de la teoría marxista a las alternativas políticas. Evidentemente, sería necesario citar otros nombres. Por ejemplo, estuve influido por el equipo de la revista Critique de l’économie politique (Pierre Salama, Jacques Valier). Escribí dos o tres artículos para la revista en 1981 y 1982, no en la primera fase (trotskista) de la revista. Luego me propusieron formar parte del comité de redacción. ¡Y dos meses después, la revista cerró!
Ha mencionado su ingreso en la Dirección de Previsión y su “carrera con dos lados”. ¿Cómo fue su vida como economista del Estado y cómo se conjugaba con su compromiso político?
En la década de los setenta, todavía existían toda una serie de enclaves críticos en la administración económica, que fueron eliminados progresivamente. Por mi parte, llegué a la DP en 1975, cuando Edmond Malinvaud empezó a desprenderse de todo lo que era demasiado subversivo (en particular de Robert Boyer): el neoclasicismo empezaba a barrer al keynesianismo hasta entonces dominante. Diría que la situación era ambivalente. Es verdad que hubo una especie de esquizofrenia: por un lado, en la DP yo elaboraba y trabajaba los modelos; por otro, en Critique de l’économie politique, hacía una crítica de esos mismos modelos. Pero tanto el INSEE como la DP aún dejaban espacio para la economía crítica: en el INSEE aún se realizaban estudios macro sobre el capitalismo francés, que luego podían utilizarse en discursos políticos críticos; el INSEE hacía estudios de variantes que podrían ayudar a arrojar luz en el debate público. El discurso crítico era, bajo ciertas condiciones, todavía admisible en la administración económica. Tengo un ejemplo en mente: Hugues Bertrand realizó un trabajo notable de análisis de la economía francesa, utilizando marcos de análisis marxistas (sector de medios de producción, sector de medios de consumo) e hizo dos versiones de ese trabajo: una, propiamente marxista, en Critique de l’économie politique y otra en la revista oficial del ministerio. Estableció una especie de glosario puente. Por ejemplo, cuando hablaba de la composición orgánica del capital, lo traducía por “intensidad capitalística”; la tasa de explotación se convirtió, en la revista del ministerio, en “reparto de los salarios”, etc. Así que todavía podíamos usar matrices ideológicas o conceptuales marxistas, pero prestando atención a la formulación. Pero de nuevo, eso fue al final. Posteriormente todo se normalizó.
En el medio todavía bastante politizado de los economistas del Estado, ¿cómo eran las relaciones? ¿Había proximidad política, intercambios interpartidarios bastante densos, relaciones tensas?
Había cierta cercanía, aunque no pertenecíamos a las mismas organizaciones. En la DP, apenas había economistas del PCF, con quienes existía la misma hostilidad mutua que entre el PCF y los izquierdistas. Estaba Bruno Théret, que estaba como yo en el grupo Taupe [próximo a la LCR], y Hugues Bertrand, que debía ser maoistizante. Ambos se convertirían en destacados regulacionistas.
¿Y con los regulacionistas? En varios textos se ha mostrado bastante crítico con ellos.
Tuvimos una relación bastante positiva con las contribuciones de los regulacionistas: Boyer era más bien un maestro, Aglietta también. Pero también una relación crítica, porque, en cierto modo, era necesario mantener la identidad marxista frente a ellos. Es cierto que he escrito artículos bastante críticos sobre el regulacionismo, el primero en 1983, pero, por otro lado, a menudo me han considerado un «regulacionista-marxista«, lo que implica una relación de préstamo y al mismo tiempo de delimitación, que no excluye cierta proximidad. En esa época, en todo caso. Luego hubo un cambio, cuando Boyer, Mistral y otros intentaron encontrar un nuevo modo de regulación -construido en torno a nuevas productividades, nuevos compromisos sociales-, que tal vez nos parecía deseable en abstracto, pero completamente distanciado de los procesos que estaban realmente en marcha.
A finales de la década de 1970 se afilió a la LCR, de la que estaba cerca desde hacía algunos años. ¿Cuál fue su actividad como economista militante en ese momento? Por ejemplo, ¿contribuía a escribir los programas?
Al principio no, realmente, no. La redacción de programas, lo había hecho un poco antes, cuando estaba en el PSU, hasta 1970. No, a finales de los setenta y principios de los ochenta, recuerdo haber trabajado mucho sobre Sraffa y el problema de la transformación de los valores en precios de producción. Eso me parecía importante, útil… y político. Por supuesto, la gente no se manifestaba en las calles en función de la teoría del valor. Pero el argumento de que Marx estaba equivocado, porque su teoría del valor (en el Libro I del Capital) no se correspondía con su teoría de los precios de producción (en el Libro III), jugó un papel muy importante en los círculos académicos para desacreditar a Marx, y ya desde finales del siglo XIX. Por tanto, me pareció útil trabajar esta cuestión. Escribí un manuscrito completo. Hice un artículo en Critique de l’économie politique, y ese artículo no tuvo resonancia. Envié el manuscrito a varios economistas, sin efecto. Me llamó mucho la atención, porque en este debate, hay mucho chiflado que piensa que ha encontrado la solución con montañas de ecuaciones. Y pensé: tal vez soy uno de ellos. Así que lo dejé de lado. El artículo tuvo después cierta resonancia en los Estados Unidos. Pero en ese momento fue un fracaso. Y luego, a principios de la década de 1980, comencé a escribir en la prensa de la LCR, en Critique communiste, después en Rouge, donde tenía una columna semanal. Era, por supuesto, otro tipo de escritura.
¿Este compromiso partidista se doblaba con una actividad sindical?
Estaba en la CFDT. De manera espontánea, tal vez me hubiera inclinado más por la CGT, pero en ese momento habían expulsado a todos los izquierdistas. Entonces me afilie a la CFDT, incluso, durante un tiempo, fui secretario de sección en la DP. En particular, participé en la revista Collectif, dirigida por sindicalistas de izquierda de varias centrales sindicales. Y hubo, a nivel de los sindicatos del INSEE y la DP, una época en la que solíamos trabajar juntos. En el momento de la transición a la austeridad, por ejemplo, habíamos publicado, como grupo sindical, nuestro comentario como economistas sobre los presupuestos nacionales.
Política y económicamente, la década de 1980 marcó el cambio hacia una nueva era, que tendrá la oportunidad de analizar más adelante. ¿Cuándo percibió usted, a la vez economista y militante, esa entrada en un sistema económico y social diferente?
El cambio de época económica, ya se había vislumbrado con la recesión anterior, la de los 70. No digo que hubiera anticipado todo, pero tenía la sensación de que algo fundamental había cambiado. En cuanto al punto de inflexión político, pudimos verlo con bastante rapidez. Ya en mayo de 1981, la negativa a devaluar por principio nos apareció como una primera forma de sometimiento al sistema financiero internacional. También, muy rápidamente, hubo la voluntad confirmada del gobierno de no utilizar las nacionalizaciones como palanca política, sino solo como un medio para sanear los grandes grupos empresariales. Más tarde, en 1982 y 1983, el giro hacia la austeridad confirmó la tendencia.
¿Cómo reaccionó la LCR a este cambio de época?
En 1982, la Liga relanzó su comisión económica, el “grupo de trabajo económico” (GTE). La izquierda llegó al poder, comenzaba a girar hacia la austeridad y teníamos que fortalecer nuestro discurso económico. El impulso provino de la dirección de la LCR, que creó una comisión en la que participaban especialmente a Thomas Coutrot, Norbert Holcblat, Jacques Bournay. El principio se trataba de producir análisis concretos. Recuerdo que durante una reunión, un compañero dijo: «Deberíamos estudiar la ley del valor a nivel internacional», y todo el mundo dijo: “¡Oh no, ciertamente no!”. La idea era realmente hacer algo concreto, útil, para tratar de comprender lo que estaba pasando. El GTE, del que en la práctica fui el animador, fue una buena experiencia. Hicimos un buen trabajo de formación en el interior de la Liga, produciendo argumentarios. Quizás, la dirección podía habernos utilizado más…
¿Tenía esta actividad intelectual y militante una dimensión internacional en ese momento? Pensamos en la redes de la IVª Internacional.
Sí. Había una escuela de formación de la Cuarta en Ámsterdam. Mandel estuvo allí una o dos veces. Y los intercambios fueron muy fructíferos. Había gente como Francisco Louça, ahora líder del Bloco de izquierda en Portugal. También españoles que tenían cargos en el Banco de España, pero que practicaban el marxismo abiertamente. Gente de todas partes del mundo, lo que nos inmunizaba contra un cierto eurocentrismo.
En el nuevo contexto ideológico de las décadas de 1980 y 1990, ¿cómo se las arregló para seguir siendo marxista?
Fue un momento difícil. Fue un poco como cruzar el desierto, hubo una especie de reflujo que nos arrastró. En el mundo intelectual, por ejemplo con la desaparición de Critique de l’économie politique. Y a nivel de organización política, por supuesto. Recuerdo una fiesta organizada por la LCR, por el 20 aniversario de mayo del 68 creo, en un descampado. Fue absolutamente deprimente. Y los efectivos militantes se desvanecieron. Hoy, en este tipo de organizaciones, la ruptura generacional es clara: hay muchos viejos y jóvenes que ingresan hoy; y en medio, nada, una especie de generación perdida, la generación de esos años. Creo que es el efecto Mitterrand, el resultado de la esperanza decepcionada de los años 80. En resumen, estábamos muy debilitados y marginados. Pero la fuerza de la LCR estaba en su implantación en los sindicatos y en los movimientos sociales.
Usted mismo se une a los movimientos sociales, ya que a principios de los noventa se involucró fuertemente en Agir contre lo chömage (AC!) …
Sí, en 1993 hubo un punto de inflexión, un período de recesión bastante fuerte, con un aumento muy fuerte del desempleo, que afectó incluso a los trabajadores más cualificados (eliminando así la idea de que el desempleo está vinculado a la falta de cualificación). Por iniciativa de Claire Villiers y Christophe Aguiton, surgió la idea de lanzar un movimiento, que se llamó AC! (Actuar juntos contra el paro), lo más amplio posible, y yo era el economista de guardia. Por primera vez, hice la conexión entre el trabajo económico abstracto (sobre el tiempo de trabajo, por ejemplo) y un movimiento social que necesitaba un argumentario. Se organizaron dos marchas contra el desempleo, una en Francia y otra a nivel europeo. Después el movimiento se deshilachó. Y fueron las tesis negristas las que prevalecieron, contra el pleno empleo, contra la reducción del tiempo de trabajo. En resumen, la consigna El ingreso es un derecho se impuso a la de El empleo es un derecho, cuando las dos tenían que combinarse.
En estos debates en torno a las políticas de empleo, ¿qué posiciones defendía?
En el programa de Mitterrand de 1981, se dio el paso a las 35 horas… en 1985. Y nosotros fuimos los portadores de esta idea: trabajar menos para trabajar todos y todas. Pero incluso entre los partidarios de una reducción del tiempo de trabajo, los debates fueron fuertes. Durante la campaña de Juquin en 1988, ya había desacuerdos dentro del «staff» sobre la política de ingresos que debería asociarse con esta reducción. En 1993, vimos resurgir estos debates. Alain Lipietz defendió la idea de que era necesario compartir la masa salarial y que la reducción de la jornada laboral debía ir acompañada de una caída de los salarios. Para mí (y para otros), la idea era la contraria: era necesario modificar la división del valor agregado entre salarios y beneficios. Pero creo que todos hemos subestimado la verdadera pregunta que era la obligación [para los patronos] de realizar contratatos compensatorias. Después de todo, eso era más importante que el salario. Porque si realmente hubiéramos progresado hacia el pleno empleo, eso habría cambiado el equilibrio de poder y habría permitido plantear mejor la cuestión de los salarios.
Una renta garantizada más que el pleno empleo, esta tesis cuyo éxito lamenta, ¿no es aproximadamente la de su maestro André Gorz?
Es complicado, porque Gorz evolucionó mucho en estos temas, especialmente en el de la renta universal. Al principio, fue crítico, pero luego se unió a esa idea. Su tesis, en Adiós al proletariado (1980) fue que uno no puede liberarse mediante el trabajo, que de todos modos hay una parte del trabajo que es heterónomo, que en el lugar de trabajo siempre habrá explotación y que es en otro lugar donde hay que liberarse. Siempre he sido crítico con Gorz en este punto: un proyecto de transformación social también significa liberarse en el trabajo. La idea de la convivencia de un ámbito [el trabajo] en el todo seguiría como antes y de un ámbito el que uno se liberaría [con la renta universal] es una estrategia, o una representación, que no es coherente. Sobre esto, pienso como Simone Weil: “nadie estaría de acuerdo en ser esclavo durante dos horas; la esclavitud, para que sea aceptada, debe durar lo suficiente cada día como para quebrar algo en el ser humano”.
Su dedicación en AC! ¿Se corresponde para usted con una nueva época, una nueva lógica, donde los movimientos sociales reemplazarían a la forma partidaria clásica?
Cierto, eso corresponde a la entrada en una nueva fase, marcada por la movilización de 1995, luego por la formación de Attac (1998). Pero, ¿deberían estas nuevas formas de movilización reemplazar al partido? Es un debate que tuvo lugar en la LCR en ese momento, porque notamos que había una brecha entre los líderes más políticos y los que, sobre todo, estaban interviniendo en los movimientos sociales. Hay que decir que la intervención en los movimientos sociales, en ese momento, era más prometedora que la participación en las reuniones del comité central de la LCR… Entonces surgió la cuestión de la forma partido. Pero todavía tengo un antiguo trasfondo leninista, lo que me lleva a pensar que la forma partido es necesaria para dar una dimensión global a las intervenciones locales o sectoriales.
A principios de la década del 2000, también puso sus conocimientos como economista al servicio del movimiento de defensa de las pensiones.
Hubo un trabajo conjunto entre la Fundación Copernic y Attac para construir argumentarios, que inicialmente no tuvieron casi eco. Y de repente, el movimiento los hizo suyos. A pesar de la derrota final, fue un momento interesante. De repente se produjo un cruce entre el trabajo de análisis teórico y el movimiento social. Recuerdo haber tenido reuniones siniestras en febrero de 2003, con solo unas pocas personas en la sala. Y luego, unos meses más tarde, en un lugar remoto de Seine-et-Marne, una sala con 300 o 400 personas. Lo mismo nos pasó en 2005, en el momento del referéndum sobre el Tratado Constitucional Europeo.
Unas palabras sobre cómo se ve a sí mismo. Escribe en uno de sus libros: “el economista crítico debe cubrir los dos extremos”, es decir, ser científicamente sólido y capaz de ser pedagógico. ¿Cómo se logra esta hazaña y qué tipo de intervención requiere?
La imagen que tengo es la de una cadena productiva: por un lado hay incomprensibles estudios económicos, técnicos, matemáticos, y luego toda una serie de intermediarios que dominan al discurso político ordinario (por ejemplo: “hay que bajar el salario mínimo para los jóvenes, ya que de lo contrario no se les puede emplear»). Mi trabajo como economista crítico es mostrar cómo pasamos de lo uno a lo otro, criticar, como economista, el razonamiento de origen, invalidar las consecuencias políticas que se desprenden de él. Eso es hacer un contra-informe. Es construir una contra-cadena, oponerse a la cadena dominante. Por tanto, debemos jugar con dos registros, el científico y el político. Y eso es muy difícil. Porque para el mundo académico somos demasiado militantes y para la comunidad militante somos demasiado técnicos. En cuanto al modo de exposición requerido, me parece que debemos intentar mezclar los dos. Tengo la impresión de que muchos de mis textos no son muy homogéneos, que combinan partes bastante técnicas y partes más radicales. Eso tiene que ver con esta cuestión, con esta dificultad, que sin duda no tiene solución. Pero hay que hacerlo de todos modos. Sobre las pensiones, por ejemplo, el gobierno dijo: “Habrá una gran masa de ancianos, que absorverán todos los ingresos, por lo que debemos reducir las pensiones”. Si no se tienen análisis técnicos que muestren que eso no es tan simple, uno se queda en los márgenes. Por tanto, debemos intentar poner los análisis económicos a disposición de los activistas… Los textos breves, los libros, el sitio web (hussonet.free.fr) sirven para eso.
Una de sus últimas intervenciones políticas consistió en la participación en la auditoría de la deuda griega.
De hecho, fui contactado por Éric Toussaint, que dirige el CADTM con otros. Zoé Konstantopoulou, la presidenta del Parlamento griego, había creado una comisión que tenía un estatus muy oficial para auditar la deuda del país. Fue una experiencia muy enriquecedora con gente que venía de todo el mundo, de Ecuador, Brasil, Chipre, España… no me acuerdo de más. La idea era defender la solicitud de una moratoria de la deuda. Pero este proyecto se vio afectado, aunque trabajamos muy rápido, por los acontecimientos, y en particular por el famoso referéndum de 2015.
¿Actualmente, gracias, por ejemplo, a la crisis, ve un auge del interés en Marx y el marxismo?
Al tener que debatir sobre una biografía reciente que juzga que Marx no tiene nada que aportar a un economista de nuestro tiempo, me hice esa pregunta. Para mí, lo esencial en Marx es, ante todo, la teoría del valor. Por ejemplo, creo que esto sirve aún hoy para analizar las finanzas (que para mí son una punción de valor y no una creación de valor). Y también es la convicción de que el capitalismo es fundamentalmente un destructor de la esperanza, y que solo puede funcionar de manera regresiva. Por eso, en lo que escribo se encuentra una crítica al keynesianismo, a la idea de que podríamos encontrar un resurgimiento, un dinamismo continuo, un equilibrio siempre posible. Sobre la naturaleza del capitalismo y la teoría del valor soy bastante ortodoxo. Pero en otras cuestiones económicas contemporáneas importantes, como la crisis del euro, por ejemplo, creo que no necesitamos a Marx. Por ejemplo, he discutido con marxistas ortodoxos que dicen que la crisis se debe necesariamente a la tendencia descendente de la tasa de ganancia, lo que no me convence en absoluto. Hay una anécdota sobre la relación con Marx que me impactó realmente. Trabajé y enseñé durante dos años en México (entre 1985 y 1987). Estaba haciendo un modelo de la economía mexicana en el Instituto de Estadística y descubrí que el comercio de servicios era, en última instancia, muy sensible desde el punto de vista econométrico al tipo de cambio entre el peso y el dólar. El modelo funcionó bien: cuando el peso estaba fuerte, los mexicanos ricos compraban en Estados Unidos. Y ahí, hubo un estudiante de izquierda que me dijo conmocionado: “pero bueno, esto es una tesis neoclásica”. Me llamó mucho la atención porque, claro, el arbitraje de precios relativos es neoclásico si se quiere, pero negarse a admitirlo porque no es estrictamente marxista… Para este estudiante, el marxismo se convirtió en un corsé, y le hizo incapaz de analizar los movimientos reales. Le dije que fuera a la frontera y viera a la gente haciendo cola para poner gasolina en el otro lado.
Si no hay realmente una vuelta a Marx, ¿admite que hay, de manera más general, una vuelta al pensamiento crítico?
Estamos en una fase en la que hay una multiplicidad de cosas interesantes. Hay un florecimiento de discursos críticos, debates sobre diferentes luchas, ambientalistas, feministas, antirracistas, etc. Pero el gran problema, en mi opinión, es la coordinación o convergencia entre estos elementos. Desde este punto de vista, habiendo dejado la LCR en diciembre de 2006, me siento un poco huérfano de una organización política. Con, además, un trasfondo de pesimismo sobre el ritmo del cambio y el desafío climático. Como economista, me he divertido haciendo cálculos comparando los ahorros de CO2 que podemos hacer, el crecimiento demográfico, el posible crecimiento del PIB… Y la conclusión es que los objetivos del IPCC implican transformaciones absolutamente radicales, que lamentablemente parecen fuera de nuestro alcance.
Parece que esta consideración de los problemas ecológicos representa algo nuevo en su pensamiento. ¿Cuando suge? ¿De su texto sobre el socialismo verde, como prefacio del libro de Daniel Tanuro (2010)?
No, es un poco antes. En una escuela de verano de la LCR, tuve una polémica con Michel Lequenne sobre el tema: ¿somos demasiados en la Tierra?. Al mismo tiempo, escribí un artículo sobre este tema en 1994, resaltando una cita de Proudhon que me pareció brillante (“sólo hay un hombre de más en la Tierra, es Malthus”). Y lo hice un poco más tarde, en 2000, en un librito titulado ¿Somos demasiados?, en el que hay toda una sección sobre ecología. Básicamente ahí es cuando la ecología entra en mi trabajo. Pertenezco a una generación que, sin embargo, ha sido bastante productivista… Siempre ha habido, entre los economistas, una crítica al contenido del crecimiento, pero el cuestionamiento de la producción en sí no tenía realmente su lugar. Y luego la evolución se ha dado progresivamente. Pero creo que este desarrollo es más una ampliación que un cambio radical. Porque en Marx ya hay algunos elementos que se pueden utilizar para una crítica ecológica. No digo, como J. Bellamy Foster, que Marx fuera un ecologista precursor, pero se pueden relacionar íntegramente los problemas sociales con los problemas ecológicos.
El proyecto de transformación social que ha llevado a cabo, como economista y como militante, está lejos -hay que admitirlo- de haber triunfado. ¿Cómo analiza este fracaso? En otras palabras: ¿qué ha faltado (y, quizás, todavía falta) en el discurso de los economistas críticos?
Contrariamente a lo que se argumenta a veces la izquierda, la transformación social no adolece de falta de alternativas. Pero obviamente es necesario agregarles una estrategia. Desde este punto de vista, sigo inspirándome en los planteamientos de Gorz y Mandel. También llama la atención recordar que Mandel propuso en la década de 1960 una estrategia de reformas estructurales anticapitalistas, mientras que hoy cuando hablamos de “reformas estructurales” hay que entenderlas como contrarreformas. Así podemos medir el camino recorrido. Pero en su mayor parte, este enfoque sigue siendo válido, en torno a dos principios: una ruptura con el orden capitalista y una bifurcación hacia otro modelo. Es un punto de separación con los que llamo “revolucionaristas” que hacen planes en tres aspectos 1. El capitalismo es monstruoso; 2. El keynesianismo es (en el mejor de los casos) ineficaz; 3. El capitalismo debe ser destruido. Incluso si estoy de acuerdo con estos tres puntos, falta la respuesta a esta pregunta: ¿cómo hacerlo? Cuando alguien me pregunta, por ejemplo, “¿cómo modificar el equilibrio de poder?”, descubro cada vez los límites del análisis, incluso crítico. Y me desespero…