"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

¿Más allá de la redistribución?

La desigualdad se ha convertido en uno de los temas políticos centrales de nuestro tiempo, aunque el debate provocado por figuras como Thomas Piketty haya tenido hasta ahora poco efecto sobre las políticas públicas y la tendencia hacia concentraciones cada vez mayores de riqueza mantenga su marcha inexorable. En opinión del economista francés Philippe Askenazy, la «fascinación por el 1 por 100» que ha caracterizado muchos de los trabajos en ese terreno ha embotado su filo crítico. Askenazy, especialista en cuestiones sobre el trabajo y miembro del Conseil d’Analyse Économique del gobierno francés durante los primeros años de la presidencia de Hollande, aboga por un cambio en el planteamiento de la distribución primaria del ingreso y la riqueza. Gran parte de la discusión reciente se ha limitado a argumentos en torno a la redistribución post facto, mediante los impuestos y el gasto social, «naturalizando» así las fuentes de la desigualdad presentes en la distribución primaria entre capital y trabajo, lo cual desemboca en un punto muerto.

La ortodoxia prevaleciente explica el estancamiento o la disminución de los ingresos de la clase trabajadora en las economías occidentales poniéndolos en relación con la productividad. Se afirma que la mayoría de los trabajadores son menos productivos, ya sea porque la competencia de los países de bajos ingresos ha reducido el valor de los bienes y servicios que producen, o bien porque las nuevas tecnologías han hecho redundante su trabajo. El nuevo libro de Askenazy, Tous rentiers!, desafía tales puntos de vista. El autor argumenta que los partidos socialdemócratas, al reproducir el argumento de la «productividad», se han rendido al fatalismo. Al aceptar la distribución primaria como «natural», se limitan a proponer únicamente medidas redistributivas –tan problemáticas en la economía global– o abandonan la búsqueda de la igualdad sustituyéndola por el espejismo de la «igualdad de oportunidades». Mientras tanto, la devaluación del trabajo realizado por la mayoría de la gente empuja al capitalismo hacia una espiral deflacionaria. Askenazy relaciona esa distribución primaria disfuncional con la capacidad de agentes poderosos para captar «rentas», ingresos derivados de ciertas ventajas socioeconómicas o políticas, más que de su contribución a la producción. Esas ventajas pueden ser cuestionadas y la distribución primaria a la que dan lugar es, por tanto, dúctil.

Un segundo tema del libro es la ideología de la propiedad privada, que se utiliza para reforzar las rentas existentes vinculándolas a los derechos de propiedad. La noción de una «democracia de la propiedad», sostenida en particular por la posesión exclusiva de las viviendas por sus propietarios, sirve para defender

las pretensiones depredadoras de los más fuertes. A grandes rasgos, esos planteamientos, mordaces y con frecuencia ingeniosos, muestran un claro giro hacia la izquierda en la perspectiva de Askenazy.

En la teoría económica dominante, «renta» se refiere a un flujo de ingresos mayor del que se necesitaría para asegurar los recursos en cuestión. Por lo tanto, sería posible comprimir o reasignar dichos ingresos sin perjudicar la producción. El concepto tiene su origen en el análisis efectuado por Ricardo de la renta de la tierra: a medida que se produce el desarrollo económico mediante la acumulación de capital, una parte del aumento de lo producido va a parar a los propietarios, aunque no hayan realizado ninguna contribución adicional a su producción. Posteriormente los economistas aplicaron el término a otros flujos de ingresos. Un ejemplo importante son las rentas de monopolio: si se redujera el poder de mercado de un monopolista, no habría que reducir la producción de la mercancía en cuestión (de hecho, se podría esperar que su producción creciera), lo cual se solapa con la noción de rentas tecnológicas: si una empresa adquiere un proceso más eficiente que el de sus rivales, podría disfrutar de precios basados en los métodos establecidos pero ahora ineficientes y obtener de ese modo «superbeneficios». Tales rentas pueden fortalecerse por la ley de patentes. Podemos afirmar que determinados ingresos salariales implican una renta, si un trabajador recibe un salario más alto del que podría obtener en otro lugar, lo cual se relaciona con la distinción entre «insiders» y «outsiders», que hace a estos últimos recibir el mismo salario que podrían obtener en otro empleo, mientras que los primeros reciben una prima sobre ese nivel. Luego nos topamos también con las rentas de la tierra, muy elevadas, extraídas por los promotores urbanos en ciertas ciudades. Los franceses, en particular, se refieren a menudo a grahl:

Askenazy  crítica «rentas situacionales», ventajas para algunos agentes que surgen de su lugar en estructuras geográficas, organizativas o de otro tipo. En el contexto británico, existe una escandalosa multiplicidad de rentas situacionales creadas por la subcontratación de servicios públicos y la venta de activos públicos. Tous Rentiers! adopta lo que Askenazy llama «una definición más amplia y más neutral: las rentas son ventajas que pueden ser apropiadas (accaparés) de forma coherente por los agentes económicos (capitalistas, terratenientes, empleados, trabajadores autónomos, empresarios, Estados, etcétera) mediante mecanismos económicos, políticos o legales sobre los que pueden influir». La obtención de rentas en el capitalismo actual está protegida por la ideología del «propietarismo» , que define ciertos puestos de trabajo como «improductivos», aunque generen aumentos de productividad que hacen crecer aún más las rentas. En la actualidad, la redefinición de la distribución primaria no es solo una cuestión de justicia o salud pública, argumenta: «Al negar la contribución de los trabajadores a la producción de riqueza y estigmatizar como improductivos a los que sostienen el desarrollo, el capitalismo se condena a sí mismo. Una revaluación del trabajo es esencial si queremos escapar de la deflación salarial que hoy está ralentizando las economías y llevándolas al estancamiento».

Como señala Askenazy, la distribución primaria es también un índice de reconocimiento social del valor del trabajo: recibir un ingreso mensual de 600€ más un subsidio salarial de 400€ no es lo mismo que ganar 1200€ y pagar 200€ de impuesto sobre la renta. Más allá de esas consideraciones, la preocupación excesiva por el 1 por 100 (o el 0,1 por 100, o el 0,001 por 100) simplifica en exceso el patrón de desigualdad. Askenazy ofrece una clara demostración de los límites de la presentación de Thomas Piketty basada en la ecuación α = r × ß, en la que α, la participación del capital en la renta nacional, es igual a r, la tasa de beneficio, multiplicada por ß, la relación capital/ingresos. Detrás de esa formulación hay una tendencia a ver tanto la tasa de ganancia como la intensidad en capital de la producción como «naturales» o determinadas por factores técnicos y el resultado de la competencia. Askenazy cambia la formulación de Piketty (r = α / ß) para darle una interpretación marxista completamente diferente. La tasa de beneficio r depende de la tasa de explotación, α, dividida por ß, la composición orgánica del capital: ambos determinantes, el primero más inmediatamente, resultan del conflicto social entre el trabajo y el capital.

En lugar de aceptar la interpretación «naturalista» de la desigualdad, sostiene Askenazy, es necesario comprender las convulsiones que han dado lugar a nuevas rentas y han permitido su captura. Señala el papel desempeñado por tres factores «especialmente poderosos» en las últimas décadas: el colapso del comunismo y la incorporación de China a los circuitos del mercado global; el debilitamiento de los sindicatos y la desestructuración de la clase obrera; y las nuevas fuentes de renta ligadas al cambio tecnológico y a la aglomeración urbana. En principio, la creciente importancia de los factores intangibles y de la aglomeración en el desarrollo económico debería devaluar las exigencias del capital, ya que las empresas gigantes de la era digital ya casi no necesitan capital físico. En cambio, el capital se beneficia de regímenes que extienden y fortalecen los derechos de propiedad, siendo los dos más importantes los bienes inmuebles y la propiedad «intelectual». El desarrollo de economías altamente productivas en las principales ciudades da lugar a rentas de aglomeración, frecuentemente captadas por los propietarios de bienes inmuebles: Londres, donde Askenazy cree que aún persisten formas feudales de propiedad de la tierra, es un ejemplo clave. El sector financiero, al proporcionar crédito hipotecario, también puede captar parte de esas rentas. (Por supuesto, se podría limitar esa tendencia a través de la acción política mediante el control de rentas y la provisión de transporte público). Un objetivo clave de la política oficial ha sido ampliar la gama de formas de propiedad privada. Askenazy dedica una atención especial a la propiedad intelectual –ejemplificada por la explotación de patentes farmacéuticas, que aumentan los costes de la atención médica– y la privatización de los datos extraídos de Internet.

Sin embargo, señala Askenazy, los capitalistas no son los únicos que pueden capturar rentas. También ofrece ejemplos de cómo se puede hacer en el «mundo del trabajo». Un factor clave es la indispensabilidad o «criticidad», una idea tomada de la ingeniería, utilizada en este sentido para medir la pérdida que un grupo particular puede imponer, multiplicada por la probabilidad de esa pérdida. Las empresas pueden considerar a determinados tipos de empleados como capital en forma humana (L’humain-capital, en particular los deportes y las estrellas del cine, que no debe confundirse con el capital humano en su sentido habitual de habilidades y conocimientos adquiridos). Algunos grupos pueden ser funcionalmente indispensables, como los programadores que defienden la infraestructura electrónica contra los piratas informáticos o los operadores de las empresas financieras.  En este contexto, Askenazy señala dos contrastes entre Gran Bretaña y Francia. Los abogados británicos ganan más que sus homólogos franceses debido a la opacidad y complejidad del common law; por otra parte, los farmacéuticos franceses gozan de una posición más fuerte debido a una estructura reguladora que restringe la competencia (por ejemplo, al limitar el número de farmacias en un área determinada).

Incluso cuando hay una competencia intensa, la movilización política puede utilizarse para capturar rentas para un grupo, como, por ejemplo, los camioneros europeos que impugnan los aumentos de precios del diésel o las altas tasas en las carreteras. Los equipos de alta dirección de las grandes compañías ilustran otra forma de corporativismo y captación «autorreferencial» o «endógama» de rentas.

Durante las últimas décadas se ha constatado una tendencia general a que los empleos sean más exigentes. Sin embargo, los directivos de nivel superior y los especialistas clave han logrado preservar su autonomía, limitando la tensión de su puesto aun cuando se intensifique la tasa de trabajo. Los trabajadores promedio, por otro lado, tienen que hacer frente a una mayor tasa de trabajo mientras poseen poca o ninguna autonomía. Este es el punto de partida del argumento central de Askenazy de que los trabajadores «menos cualificados» son productivos. Presenta una crítica bien documentada y multifacética de la explicación estándar para ampliar las desigualdades (en pocas palabras, se dice que los ordenadores y China son los responsables).

Se han intensificado las ocupaciones rutinarias, con requisitos de trabajo más onerosos y una autonomía reducida para actuar sobre ellas, lo cual ha tenido graves consecuencias para la salud de los trabajadores: Askenazy se refiere al estancamiento de la esperanza de vida activa en Europa. Mientras tanto, el nivel educativo de las personas ocupadas en empleos de baja remuneración sigue aumentando. ¿Pueden ser realmente esos trabajadores menos productivos que en el pasado?

Supongamos que la productividad se está estancando realmente. Eso significaría que la intensificación no ha provocado ningún aumento de la productividad, o que tales avances se han borrado por los fenómenos del agotamiento laboral y la descualificación del trabajo manual. Un sistema socioeconómico que degrada la vida de millones de personas por nada es simplemente absurdo. Y en ese caso, las desigualdades en las condiciones de trabajo tendrían que ser la prioridad política. Por otra parte, si el argumento es falso, ello significa, para usar un término marxista, que el trabajo excedente de los perdedores, o su precariedad, genera rentas que han sido captadas por los grupos sociales victoriosos. Askenazy concluye la discusión de este asunto abordando los problemas estadísticos de la medición de la productividad. Las medidas de «productividad aparente», basadas en el valor de mercado de los bienes y servicios, son inútiles debido a su carácter circular: las mercancías producidas por los trabajadores con salarios bajos son baratas, y por ello se afirma que esos trabajadores son «menos productivos». Es necesario, por consiguiente, medir la producción en términos reales, pero surgen muchos problemas para hacerlo. En primer lugar, es difícil controlar las mejoras de calidad: si un supermercado permanece abierto más tiempo, puede que esto no aumente la cantidad de productos vendidos, pero aun así constituye una ventaja para los consumidores, que tienen mayor facilidad en cuanto al momento de su compra. En segundo lugar, los procesos productivos incluyen la participación de muchos trabajadores con distintas cualificaciones y habilidades (considérese el caso de un hospital). Es difícil, si no imposible, atribuir su producto conjunto a grados separados de trabajadores o a individuos: «Los “improductivos” se enfrentan a una triple falta de reconocimiento: de la degradación de sus condiciones de trabajo; de su mayor productividad; y de la insuficiencia de su remuneración».

Los capítulos finales de Askenazy son más programáticos, proponiendo determinadas estrategias para fortalecer la posición de los trabajadores y desinflar las pretensiones de la propiedad privada. Los bajos salarios no son solo una señal de falta de reconocimiento, insiste: han atrapado al capitalismo en una espiral deflacionaria. Estados Unidos, el Reino Unido y la eurozona han intentado sin éxito detener la deflación, pero su búsqueda interminable de «reformas» del mercado laboral de hecho acentúa las presiones deflacionarias.

La promoción de salarios mínimos por parte de los partidos de derechas –la cdu alemana, los conservadores británicos– surge de esta contradicción: quieren limitar la deflación sin fortalecer a la clase trabajadora en su conjunto, pero tales medidas han resultado ineficaces contra la amenaza deflacionaria.

En el caso británico, según Askenazy, ni el gobierno de Cameron ni el Banco de Inglaterra anticiparon que toda la «pirámide salarial» colapsaría entre el 10 y el 15 por 100 entre 2008 y 2012: «No habían sospechado que el mundo del trabajo se vería desarmado hasta el punto en que aceptaría tal empobrecimiento». Por lejos que haya llegado ese desarme, ello no significa que los asalariados hayan sido destruidos como clase, sostiene, si bien los partidos socialdemócratas han aceptado ese retroceso, abandonando el objetivo mismo de la igualdad en favor de la «igualdad de oportunidades» (menciona a ese respecto el período de Macron como ministro de Finanzas de Hollande).

Se ha exagerado la descomposición de la clase obrera. Los datos estadounidenses, por ejemplo, muestran una disminución del porcentaje de los «trabajadores por cuenta propia» y de los que tienen más de un empleo: «Los modelos de negocio de Uber o de la entrega instantánea de Amazon, actualmente basados en el trabajo por cuenta propia, han sido cuestionados por los tribunales en su propia cuna californiana». El sindicalismo histórico, aunque todavía cuenta con reductos en algunos sectores como el transporte urbano, «lucha por conquistar nuevos territorios, porque está demasiado ligado a las características específicas de los lugares de trabajo donde está atrincherado». Sin embargo, Askenazy detecta algunos desarrollos prometedores: la alianza entre enfermeras y pacientes contra las corporaciones de atención médica en algunas regiones de Estados Unidos, por ejemplo. Movimientos contra los bajos salarios de los empleados de la limpieza o de los establecimientos de comidas rápidas también forman parte de ese «sindicalismo de la opinión», que trata de construir alianzas con grupos de usuarios y con el público en general: cuando los trabajadores con bajos salarios dependen de los subsidios, a los contribuyentes les interesa que aumenten los salarios. Se refiere a otras dos luchas exitosas. En la primera, las limpiadoras de las habitaciones de hotel en el centro de París se valieron de su criticité durante la temporada alta de los desfiles de moda para aumentar sus salarios, mejorar sus condiciones de trabajo y cuestionar su estatus precario. Las rentas que generan las casas de moda podrían así ser captadas en parte por las trabajadoras que rechazan su estatus de «outsider» y piden ser tratadas como «insiders». En la segunda, los camioneros obtuvieron grandes concesiones para los conductores de autobuses, que transportan a los empleados de las grandes empresas tecnológicas a sus puestos de trabajo en Silicon Valley.

No será fácil cuestionar el «propietarismo». Históricamente, muchos de los derechos de propiedad actuales no existían (hasta la segunda mitad del siglo xx, por ejemplo, no se podían patentar medicamentos en Francia). Pero la propagación de la exclusividad del propietario ha creado una barrera electoral, que protege las principales concentraciones de riqueza privada. En realidad, los méritos tan aclamados de la exclusividad del propietario –sus supuestas contribuciones a la ciudadanía, la satisfacción individual y la seguridad financiera– son muy cuestionables. Las pruebas contra tales pretensiones se pueden encontrar en el declive de la conciencia cívica en Suecia justo cuando se estaba produciendo un gran cambio del usufructo a la propiedad excluyente de la vivienda. La clave para una reducción de la prima asociada a la exclusividad del propietario radica en un importante programa de vivienda pública en alquiler, implementado de manera que garantice la mezcla social y bloquee la creación de nuevas rentas susceptibles de ser captadas por el sector privado. Si bien existe una creciente conciencia de que algunas formas de propiedad «intelectual» son disfuncionales, eso no es suficiente para promover un cambio real. Sin embargo, la acción de algunos gobiernos para reducir los precios de los productos farmacéuticos representa un cambio en el equilibrio de fuerzas. A su juicio, también sería posible legislar contra la apropiación privada de datos personales en la economía digital.

La trayectoria de Askenazy muestra los cambios experimentados en el centroizquierda, que pueden extenderse de modo creciente a medida que los procesos cada vez más amplios de reestructuración del capital desencadenados desde la década de 1980 provocan un caos social cada vez mayor. Con sus doctorados en matemáticas y economía, Askenazy estaba perfectamente cualificado para realizar estudios académicos sobresalientes en el campo que había elegido: relaciones laborales y mercados de trabajo. Su breve libro Les désordres du travail (2004) describía la degradación de las condiciones de trabajo a raíz de la transición al «posfordismo» en una amplia gama de sectores industriales. Pero su pusilánime conclusión de que debería ser posible «mejorar» la condición de los trabajadores «sin poner en tela de juicio la dinámica productivista», contrastaba flagrantemente con la fuerza de su crítica anterior. Ese contraste había sido aún más obvio en su galardonado estudio de 2002 La croissance moderne, basado en su tesis doctoral. En él caracterizaba los procesos laborales posfordistas desarrollados mediante la «reducción de personal», el «trabajo en equipo» o la «reingeniería» como una nueva forma de estajanovismo. Se trataba de algo más que una vaga metáfora histórica: en aspectos significativos, la estrategia de intensificación del trabajo adoptada por las empresas capitalistas a finales del siglo xx se asemejaba al impulso productivista soviético de la década de 1930. Incluso argumentaba, sobre la base de las estadísticas estadounidenses, que el aumento en la tasa de accidentes industriales era un indicador fiable de la reorganización posfordista experimentada en un sector determinado. Pero Askenazy extraía de ese análisis únicamente las lecciones programáticas más débiles, sugiriendo que la legislación del salario mínimo podría compensar en la esfera del consumo lo que se había perdido en la de la producción, al menos en cierta medida.

Les désordres formaba parte de la colección «La République des Idées», supervisada por el historiador político Pierre Rosanvallon y descrita mordazmente por Frédéric Lordon como «un think tank y un editor de ideas “correctas”», cuya función era la de proporcionar al Partido Socialista Francés alimento intelectual, evitando plantear cuestiones «indecorosas». Lordon proseguía acusando a Daniel Cohen, director de la tesis de Askenazy y quizá su mentor, con el que ha trabajado a menudo, de haberse «dado cuenta repentinamente» de que la estructura de la unión monetaria europea era «defectuosa desde un principio»: «Esos expertos deben de estar funcionando con diésel: evidentemente necesitan tiempo para calentarse». Ese juicio podría ser demasiado severo para el propio Askenazy, incluso en su anterior encarnación, porque ahora ve claramente la necesidad de combinar la experiencia analítica y política con una impugnación más profunda de las relaciones sociales, que sustentan la degradación de la vida laboral y otros desarrollos malignos. Una señal de ello es su actividad dentro del colectivo Les Économistes Atterrés, la red más enérgica de economistas críticos en Francia. Tous rentiers! concluye recordando agosto de 1914, cuando los partidos socialdemócratas europeos se alinearon junto a sus gobiernos nacionales para apoyar la guerra y extrae un paralelismo con la crisis actual de la socialdemocracia, arraigada en una capitulación similar frente al «pragmatismo».

Romper con la idea de que todo es propiedad privada será una lucha larga, enfatiza Askenazy: Los Estados y los ciudadanos pueden, sin embargo, cambiar ya el equilibrio de fuerzas con los propietarios de capital intangible para recuperar una parte de sus rentas. Por encima de todo, la fragmentación del trabajo es un mito. El trabajo está concentrado, más que nunca, en torno a un pequeño número de organizaciones y dentro de espacios limitados. Esta configuración hace posible un despertar del trabajo, un renacimiento, ya visible en algunos lugares, de movimientos colectivos que revelan la indispensabilidad de lo «improductivo». Ofrece la posibilidad de nuevos equilibrios de poder, que permitan un reconocimiento justo de la productividad de todos. Y la nueva asignación de rentas que resulta de tales equilibrios pondría al capitalismo en la vía hacia el progreso y la emancipación.

Ahí vemos, llegando al clímax de una discusión incisiva, una perspectiva emocionante, pero que deja margen para la duda crítica. Dicho simplemente, la distinción central entre distribución primaria y secundaria parece excesivamente polarizada: algunas rentas, en particular la de la tierra, son fácilmente imponibles y un programa mixto que incluya medidas redistributivas parece posible sin pérdida de filo político. Más allá de esta cuestión de equilibrio, algunas preguntas básicas siguen sin respuesta. Eso no significa confundir el empuje combativo de Tous rentiers! o su defensa contundente de la clase obrera y otras luchas populares. Pero si bien Askenazy parece decidido en cuanto a la identidad social de las fuerzas capaces de desafiar con éxito el orden de distribución prevaleciente, tiene poco que decir sobre el carácter de la agencia política capaz de trabajar hacia una nueva síntesis programática. Menciona «el Estado» como un posible agente positivo en las arenas donde ahora contienden los monopolios opresivos –la captación masiva de datos y la rapacidad de las grandes compañías farmacéuticas son casos destacados en la actualidad–, ¿pero bajo qué tipo de gobierno? La socialdemocracia, según su propio razonamiento, parece incapaz de apoyar y, mucho menos, de dirigir, el tipo de lucha que juzga indispensable, pero sigue siendo el destinatario ocasional de sus exhortaciones. ¿Un residuo, quizá, o una premisa obstinada pero anticuada del pensamiento programático? ¿O tal vez un marcador de posición para una nueva formación política de la izquierda?

Tomado de New Left Review 113, noviembre – diciembre 2018

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