"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Reino de España: Feminismo el que Tengo Aquí Colgado

Por Polly Peachum

El otro día arrancaba Pablo Motos, en El hormiguero, su concurso “a ver quién elabora un mejor discurso del odio contra más colectivos oprimidos en el menor tiempo con el chascarillo más cutre” con una frase que era algo así como “El tema de hoy sigue siendo…”. (En este caso, el “tema” era “Bildu = ETA = PSOE, ergo, Viva España”). Una clase magistral sobre Agenda setting. La capacidad de los medios para influir en la opinión pública se debe, en gran medida, a su capacidad para marcar agenda, para decidir sobre qué se habla y sobre qué se calla. Mientras hablamos sobre qué nos parecen las listas de Bildu, no hablamos sobre cómo Vox y PP están a dos pactos autonómicos de reeditar la Guía de la buena esposa como libro de texto de educación primaria. Y así todo.

Cuando se trata de feminismo, “el tema de hoy sigue siendo” la no presencia de  Irene Montero en las listas de Sumar, y qué implicaciones tiene esto para el movimiento feminista o para el lugar que el feminismo ocupará en la campaña electoral. Al respecto de la politiquería, solo una cosa: por lo general, me parecen más interesantes aquellos encuadres que piensan en Irene Montero y Yolanda Díaz como políticas con agencia propia y no como meras personificaciones de la santidad o la perfidia. “Quemar” un liderazgo como el de Montero poniendo en jaque, incluso, su integridad física y la de su familia, es, sin duda, una de las formas de acabar con su carrera política. Pero también lo es hacer de ella una mártir, o considerar que ella es la única encarnación posible de un movimiento social plural con décadas de historia.

Esta última estrategia, la de pensar en Montero como una idea, y no como un sujeto político, debería hacernos saltar las alarmas cuando no solo la emplea la derecha. Por hablar claro: frente a la profesionalidad de la propia Montero, pero también de Belarra o de Díaz que, con mayor o menor acierto, han presentado la situación sin negar la autoridad de sus otras interlocutoras (al menos en público), algunos han entendido que la defensa del legado de Montero solo podía tomar la forma de ataque personal (y en algunos casos misógino) a Díaz, haciendo de una negociación entre políticas una “pelea de chicas” donde solo había lugar para una dicotomía bien conocida: o la santa (mártir) o la puta (traidora). En este sentido, la medalla al mérito por la defensa de Montero-mártir contra Díaz-traidora es para Gabriel Rufián, candidato de Esquerra Republicana y principal competidor de Sumar en Catalunya. Una defensa con un interés electoral obvio para cualquiera (excepto, parece, para Pablo Iglesias): no solo en rascar votos a Sumar, sino también en debilitar a En Comú Podem de cara a las próximas autonómicas.

Pero más allá de la campaña permanente, me preocupa una cuestión de fondo que han señalado ya muchas feministas. La manera cómo la crítica del legado del Ministerio de Igualdad se percibe en muchos casos como una advertencia acerca de los “excesos” que habría cometido “el feminismo”. Lo interesante aquí es que esta advertencia es, para muchos compañeros, una cuestión de comunicación (de marketing, por así decirlo) y no de principios. El Ministerio, o la propia Montero, habrían promovido políticas encomiables y necesarias para el avance de los derechos de las mujeres, pero, ya sea por agentes internos (malos profesionales) o externos (reacción patriarcal en los medios) ha fallado la comunicación. Al haber fallado la comunicación, el Ministerio no ha sido capaz de explicar adecuadamente cómo iban a mejorar las vidas de las mujeres, sino solo cómo iban a empeorar (presuntamente) las de los hombres, atemorizados ante la supuesta mayor facilidad de una denuncia falsa, o frustrados al descubrir que muchas de sus conductas hasta ahora aceptadas son de repente motivo de rechazo.

Nos ponen deberes

Ante el párrafo anterior, hay quien se llevará las manos a la cabeza y dirá que el feminismo no debe ser un movimiento de confrontación porque el hecho de que las mujeres sean más libres tiene ventajas objetivas para los hombres, y que es en esto en lo que debemos centrar la comunicación si queremos garantizar su permeabilidad en el conjunto de la sociedad. Aquí hay muchas cosas mezcladas que voy a intentar separar.

  1. El Ministerio de Igualdad no es equivalente al movimiento feminista, ni este último a la teoría feminista académica. Y cualquier mujer que se considere feminista no debería sentirse obligada a ser la portavoz obligada de ninguno de estos tres espacios.
  2. Que el movimiento feminista confronte los privilegios de los que los hombres gozan en nuestra sociedad no implica que su finalidad última sea confrontar. Su objetivo es hacer más libres a las mujeres, pero esto implica poner límites. Si queremos que las mujeres gocen de libertad sexual, tendremos que evitar que los hombres puedan violarla. Si queremos que ellas no asuman todas las tareas de cuidados, más hombres deberán asumir más tareas. Si queremos que ellas también hablen en clase, otros deberán aprender a esperar (y a sintetizar en sus intervenciones). Resulta difícil negar que hay muchos hombres que, de vivir en una sociedad feminista, verían recortados privilegios que ahora tienen. O que, de entrada, construir espacios más seguros para las mujeres implica aplicar ciertas dosis de coerción: en el sentido más fundamental de hacer respetar normas comunes, también contra la voluntad de quienes no quieren aceptar ese marco de convivencia. Un ejemplo análogo será ilustrativo de este punto. A nadie se le ocurriría sostener que el movimiento socialista, aunque aspire a hacer extensible la vida buena para todos los seres humanos sin excepción, no requiere a corto y medio plazo grandes dosis de coerción sobre quienes se benefician actualmente del sistema capitalista y que se opondrán activamente a la universalización de la vida buena. ¿Nos imaginamos ríos de tinta insistiendo en la necesidad de construir un movimiento anticapitalista que no confronte los privilegios de los capitalistas? Cuando hacemos un discurso de clase, empleamos exageraciones, identificamos adversarios con nombres y apellidos y presentamos antagonismos, por mucho que en nuestro foro interno sepamos que los multimillonarios también sufren. Incluso aunque sepamos que parte de esos sufrimientos se aliviarían en una futura sociedad socialista. Ante un conflicto de clase, nuestra intuición es, antes de hablar de futuro, ponernos de inmediato del lado de los oprimidos.
  3. En este sentido, me temo que la principal tarea de un movimiento que persigue la libertad de las mujeres no es explicar a los hombres qué beneficios tendrá eso para ellos. Podemos hacerlo, por supuesto. Cada cual es libre de dedicar sus esfuerzos de pensamiento y militancia a la actividad que más le apetezca. Pero ello no puede ser una condición de posibilidad de la legitimación del movimiento o una exigencia a todo el feminismo. A corto y medio plazo, compañeros, esto es una cuestión ética: ¿estáis de acuerdo con que merecemos ser tan libres como vosotros? ¿queréis contribuir a ello? ¿o al menos no molestar? Seguramente nos parecería ridículo pedirle a un activista antirracista que nos explique primero, antes de apoyar su causa, qué beneficios tiene su movimiento para nosotros, los blancos. La apoyamos porque creemos que es una causa justa, y punto.

 

  1. Por supuesto, si lo que queremos es hacer del feminismo un movimiento de masas, o conseguir que ciertos avances se conviertan en consensos, el adversario político no puede ser el 50% de la población (los hombres). Así como en el caso del socialismo podemos permitirnos luchar contra el 1% porque los del 99% somos más, aquí los números no salen. Además, esto implicaría asumir que nuestros compañeros de lucha son, a la vez, enemigos de nuestra libertad en algún sentido. (Una situación compleja y desagradable con la que, de facto, ya han lidiado muchos camaradas LGTBIQ+, ecologistas, animalistas o racializados en algún momento de su militancia y, por qué no decirlo, muchísimas mujeres). Ante esta realidad, según la cual el feminismo no consigue ser hegemónico ni siquiera en ciertos entornos de izquierdas, muchos compañeros comentan que debemos “echarle imaginación”, que es urgente atender a la reacción patriarcal desde la comprensión y la voluntad de ofrecer un horizonte de futuro a las nuevas generaciones, huérfanas de referentes masculinos que no reproduzcan un modelo de masculinidad hegemónica. Es decir, que aunque la estrategia de confrontación sea útil para politizar el miedo y la rabia de las mujeres agraviadas por la violencia machista, no podemos quedarnos en esa fase si queremos hacer del feminismo un movimiento masivo, “integrador”.

Ocurre que nos matan

A estos compañeros les contesto: ¡efectivamente, aquí faltan muchas manos! Ocurre que llevamos 22 mujeres asesinadas por violencia machista solo este año. Ocurre que en esta campaña electoral pensábamos que el feminismo no iba a ser un tema, pero que no tardó Feijóo en hablar de un “divorcio duro” para referirse a la condena por maltrato de un candidato de Vox, o en salir Pedro Sánchez a contar lo preocupados que están sus amigos de entre 40 y 50 años que se sienten intimidados por el feminismo. Me pregunto si Pedro Sánchez, a parte de “describir” el hecho para leernos la cartilla, se ha parado a pensar qué puede hacer él al respecto. Si ha hablado con sus amigos y les ha contado cómo la masculinidad heteronormativa les impone unas expectativas que les hacen ser más infelices, o si cree que eso es también tarea de las de siempre, de las mujeres. Desde la certeza de esta falta de manos para hacer de la deseabilidad de la libertad de las mujeres un consenso social, a estos compañeros que me piden imaginación yo les pido ayuda en forma de dos peticiones muy explícitas.

 

La primera, que su implicación en el movimiento feminista no se limite a señalar sus excesos. Y que, en caso de hacerlo, este señalamiento tome la forma de una crítica constructiva, en espacios que así lo permitan. Es fácil hacer carrera siendo la voz que señala los excesos del feminismo en espacios que son hostiles al movimiento (los medios generalistas de centro centrado, las tertulias televisivas y radiofónicas, las birras con los amigotes…). Pero es más valioso —aunque más trabajoso y a veces mucho menos agradecido— hacerlo allí donde es posible la reflexión (aquellos espacios del movimiento feminista en los que se puede discutir de estrategias “comunicativas” adaptadas a la coyuntura porque la aceptación de la agenda política fundamental es unánime). Y tanto como ejercer la crítica, resulta productivo poner en valor los avances en aquellos lugares donde se miran con suspicacia, “tranquilizar” a esos amigos preocupados con hechos y dar un respiro a las amigas.

La segunda petición es que cuando piensen el feminismo no lo hagan como un “problema”, que no frunzan el ceño de inmediato y se den unos minutos. La persecución de la libertad de las mujeres, como la de la clase trabajadora, es un camino difícil, con contradicciones, pero nunca un problema ni un mero deporte intelectual.

Estoy segura de que despejar ambos enfoques de nuestro imaginario, al menos durante un tiempo, nos permitirá pensar nuevas estrategias en común que consigan interpelar a quienes hoy son escépticos. Por el momento, el tema de hoy no puede seguir siendo que el feminismo es un problema. Está en nuestras manos combatir la agenda de los poderosos.

Epílogo sentimental: y tú, ¿de parte de quién estarás?

De entre los recuerdos que tengo de mi infancia (mitad memoria, mitad reescritura, como todos los recuerdos) asoma un apelativo que algunos de mis familiares empleaban al referirse a la manera que tenía mi madre de entender la crianza, la mía. Mi madre era, decían ellos, una “hippie”. Nunca lo entendí muy bien: mi madre, amante, en sus propias palabras, de “la buena vida” y de “ponerse guapa”, tenía poco que ver con los disfraces de “hippies” de los catálogos de las tiendas de disfraces. Pero sé qué cargos se le imputaban.

Primer exceso: ella siempre insistía en que “si la niña no quiere dar dos besos, que no los de”. Esto despertaba el asombro general y me convertía en maleducada, en rancia, sobre todo (pero no solo) ante los hombres. Al llegar a cualquier lugar, “la niña” debía besar a todos los presentes, aunque no los conociera de nada, aunque algunos incluso le dieran asco. Mi madre cortó con eso, y por eso era una “hippie”. Si cabía discusión, y a ella se le ocurría esgrimir algún argumento con sentido, alguien pontificaba: bueno, “la Mari es que es una ‘hippie’”. Todos reían. “Hippie” era, entonces, sinónimo de infantil, de exagerada.

Segundo exceso: mi madre autorizaba mi opinión si era informada. Para bien o para mal, crecí sabiendo que los adultos podían equivocarse, y que las opiniones no eran válidas en función de quién las emitiera, sino por el peso de sus argumentos. Incluso debía poder criticarla a ella (algo que no siempre le fue grato) y ella a mí (rabia infinita). Esto despertó la indignación general, sobre todo de los hombres, y me convirtió en una “resabiada”,  en una niña “irrespetuosa”. Cuando la cosa se caldeaba (“esta niña es un poco ‘resabiá’, ¿no?”), alguien bajaba la intensidad con un: “como su madre, pero como son así de ‘hippies’…”. “Hippie” era también aquella que no acata porque sí, y que osa tomar la palabra en público y defender de manera firme sus ideas.

Tercer y último exceso: mi madre consideraba que era preferible follar en casa y hablar las cosas, que hacerlo a hurtadillas en el coche de otro. Y de ahí no la sacabas. Esto despertó la preocupación general, sobre todo de los hombres cercanos, que veían el permiso de mi madre para traer chicos a casa como una invitación al libertinaje, a las ETS y a los embarazos no deseados. Y me convirtió, pues ya se sabe en qué, en lo mismo que había sido mi madre. Pero claro, imposible no serlo habiendo recibido semejante educación “hippie”. “Hippie” también era sinónimo de persona que se negaba a vivir su sexualidad desde la pasividad y el miedo.

¿Cuál era el motivo de la reacción? Si todas aquellas personas tenían tan claro que yo, en el fondo, los apreciaba y deseaba el contacto físico; si sabían que sus opiniones eran aplaudidas por el interés genuino que despertaban en las oyentes, y no porque fueran emitidas por hombres adultos; si tanto ellos como sus amigos siempre mantenían relaciones sexuales consentidas y deseadas, ¿por qué aquella furibunda necesidad de desautorizarnos, de infantilizar nuestras demandas? Cuando, con el paso del tiempo, todos aquellos que llamaron “hippie” a mi madre me empezaron a llamar a mí “feminista” (y, tras las elecciones europeas de marras, “podemita”), comprendí que todo aquello nunca fue una cuestión de autoridad, sino de poder. No sé qué llamarían a mi hija en un futuro, pero ojalá todas las personas que hoy se identifican como “feministas” estén ahí para algo más que para señalar sus excesos

Fuente Sin Permiso

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