El arranque de los procesos de industrialización en Latinoamérica respondió más a coyunturas externas que a dinámicas propias. La Primera Guerra y la debacle financiera del veintinueve impulsaron a las naciones con control sobre sus exportaciones, cierta acumulación de capital, grupos económicos robustos y mercados internos relativamente importantes –Argentina, México, Brasil, Chile y Uruguay- a tratar de alcanzar un desarrollo autónomo a través del crecimiento hacia adentro. Mientras que otros países esperaron décadas para arrancar.
Así la interrupción de las relaciones comerciales durante la Segunda Guerra “forzó” a Venezuela, enclave minero típico, a iniciar -con apoyo financiero del sector público, materias primas nacionales y un grado bajo de mecanización- la producción de bienes que ya no se podían importar. Iniciativa nacional desplazada, al reanudarse las relaciones, por un modelo “moderno” de industrialización, caricatura del de los países desarrollados. Modelo soportado por el incremento del ingreso fiscal, las “facilidades” para importar desde los países centro y la generación de una cierta demanda a través del gasto público, oficializado luego por la Política de Sustitución de Importaciones, “inspirada” por EEUU y promovida por la CEPAL.
Resultados en nuestro país: mantenimiento de la subordinación de la industria al sector externo, fomento a empresas monopólicas y oligopólicas orientadas la satisfacción de una demanda elitesca heredada de la época primario exportadora, adopción de conocimientos, insumos, bienes intermedios y de capital acordes a condiciones muy distintas a las nuestras, desestimulo a la investigación y al desarrollo tecnológico nacional, mayor concentración de la riqueza y exclusión de gran parte de la población de la sociedad formal. En síntesis, consolidación de nuestra dependencia científica-tecnológica-financiera y cultural.
Hoy, el cerco de EEUU nos ha vuelto a “forzar” a activar la producción de bienes basada en conocimiento, experiencias y recursos propios, lo cual se está logrando con bastante éxito y a distintas escalas en la producción de alimentos. No así en otros sectores donde seguimos apegados a concepciones y prácticas del pasado, aliñadas por el inconstitucional otorgamiento de trato preferencial a las inversiones extranjeras, quizás transitoriamente justificable en el caso de las naciones aliados, pero inexcusable en el caso de las enemigas.
Ahora más que nunca debemos entender que nuestro progreso no tiene nada que ver con industrializarse por industrializarse sino con el apoyo a empresas y a nuevas inversiones que contribuyan a satisfacer los derechos y las necesidades reales de la mayoría de la población, a reducir nuestra dependencia y a recuperar nuestra soberanía. En síntesis a acelerar el proceso revolucionario bolivariano.