Alexander Hamilton en el n°78 “El Federalista[1]” desarrolló una tesis según la cual el Poder Judicial era el departamento menos peligroso para los derechos de los ciudadanos en la incipiente organización política de los Estados Unidos de Norteamérica. Sostenía que el ejecutivo podía distribuir honores y contaba además con la fuerza militar de la comunidad; el legislativo podía crear las reglas y sancionar los presupuestos. El judicial, en cambio, necesitaba del ejecutivo para que la policía haga cumplir sus decisiones y del parlamento para tener dinero suficiente para funcionar. A partir de esa concepción de la justicia nacieron muchas justificaciones teóricas y descripciones del sistema judicial que permanecen vivas hasta hoy. No voy a ingresar en ese terreno, sino que simplemente voy a plantear la necesidad de revisar la tesis de Hamilton, porque evidentemente el rol de la justicia se modificó en muchos países.
En América Latina, por ejemplo, durante los últimos meses adquirieron mayor visibilidad crisis sociales que se venían incubando desde hace mucho tiempo. Perú en el mes de octubre inició una zaga vertiginosa que se derramó hacia Bolivia, Chile y Colombia. La República Argentina sufrió una hiperinflación de prisiones preventivas que, en los hechos, fue una pena anticipada para exfuncionarios públicos que en su gran mayoría aun no fueron juzgados. Incluso en Europa hay algunos gérmenes de la misma transformación. El próces catalán exhibe rasgos similares: procesos judiciales sospechados que afectan a dirigentes políticos y también la presencia judicial a la hora de aplicar la prisión preventiva frente a quienes protestan en las calles, contra aquellos procesos.
Las situaciones tienen características propias que exceden al texto. Pero en todos esos casos el aparato judicial fue un actor decisivo. A veces para reprimir los reclamos populares en las calles, a veces para disciplinar a dirigentes sociales percibidos como enemigos por el régimen político y a veces directamente para trazar los contornos de una competencia electoral. Aunque cada caso tiene su historia y sus especificidades, la presencia de los jueces y fiscales estuvo siempre y, además, aplicando la ley de acuerdo con los discursos de las coaliciones que ocupaban los roles de gobierno. De allí la pregunta ¿No es la justicia actualmente un lugar peligroso para los derechos? En tal caso ¿Por qué?
Mi impresión general es que la sedimentación de la fase financiera del capitalismo enfrentó el desafío de resolver la contradicción estructural entre los propietarios y los no propietarios de los medios de producción renunciando a la autonomía relativa del poder judicial porque asistimos, (de la mano de la distinción teórica entre estado y sociedad civil), a una cooptación general de la arquitectura institucional. De hecho, en la práctica latinoamericana la justicia suele funcionar sin prejuicios como un brazo del poder instituido. No puedo desarrollar más la idea. Pero la historia enseña que la reproducción de la relación social capitalista conoció otros modos de organización. Emilia Castorina[2] las separa en tres tipos generales de arreglos institucionales: a) Durante el siglo XIX se excluyó a las masas de la arena política, b) En el XX se las incorporó a través del estado de bienestar derivado del pacto entre capitalistas y trabajadores articulados por el estado y c) En la fase neoliberal la apuesta es singular, ya que a través de la democracia como procedimiento de elección de autoridades se dota a los ciudadanos de más y más derechos formales y paralelamente se los excluye en la misma proporción en la participación en las decisiones económicas.
No soy un experto en la dinámica de la economía, pero es obvio que la valorización financiera necesita derribar los obstáculos derivados del estado de bienestar, pero lo hace de una manera peculiar: reconociendo una mayor cantidad de derechos nominales. Así, las personas tienen cada vez más derechos, pero viven cada vez peor. Ello es fuente de desafíos y reclamos.
La discordia es múltiple y diversa. América Latina es una muestra viva del descontento popular de base que inorgánicamente toma las calles para reclamar justicia sustantiva frente a la violencia y la desigualdad, pero también es una muestra viva de intentos variados y con formas puntuales de articular esos reclamos para disputar en la arena electoral posibles formatos diferentes del poder político. En ambos casos, jueces y fiscales integran la respuesta del poder instituido. La judicatura se convirtió en una instancia mediadora necesaria para imponer el castigo a la discordia social, porque “aplica la ley a la que todos estamos sujetos”. Es decir, la justicia abandonó aquel rol pasivo en el que las personas llevaban sus conflictos para que se resuelvan de acuerdo con las normas y se desplazó hacia un rol mucho más activo, a caballo de figuras penales ambiguas como el “terrorismo” o la “corrupción”, que en determinadas condiciones políticas se transforman en autopistas por las que cualquier hecho social puede circular.
Es evidente que dicha condensación de relaciones no es obra del acaso. Las elites dirigentes tanto políticas como económicas coordinan sus actividades y se mueven dentro de un orden global en el que las instituciones multilaterales de crédito y esa figura emblemática de los “mercados” establecen los límites de hecho para las políticas de los gobiernos. El orden global se impone a través de líneas políticas que se aplican a rajatabla en los espacios nacionales y las autoridades electas en elecciones razonablemente limpias adaptan dichas líneas a los contextos locales. La adaptación exige un grado de violencia que solo pueden aplicar jueces y fiscales.
Es natural, entonces, que la justicia se haya transformado en una herramienta primordial para resolver esa contradicción entre un régimen que reconoce derechos, pero no permite ejercerlos en plenitud. Así, ley positiva funciona a menudo como un límite exterior al ciudadano, como un producto que crea el estado y se aplica a la sociedad civil que, repito, aparecen como compartimentos separados. Tan exterior aparece, que es capaz de afectar el derecho a la propia existencia y el derecho a organizarse para cambiar a los mandatarios que no cumplieron el programa plasmado en las constituciones. Irónicamente, el ejercicio de los derechos humanos trae aparejado el peligro real del encierro en la cárcel, bajo la acusación de no respetar la democracia.
En los términos de Hamilton, el sistema judicial fue pensado para aplicar la ley, vigilar que la constitución no sea violada por leyes inferiores y para autogobernarse. A la hora presente la justicia desarrolló de facto una nueva actividad: intervenir en la arena política alterando la competencia política, ya sea excluyendo a un disidente, permitiendo que quien no debería participar porque violó de verdad la ley lo pueda hacer, o encerrando a quienes reclaman el derecho a una existencia digna. Esta forma novedosa de intervención judicial, esta acompañada de fuertes dispositivos comunicacionales que trabajan sobre la legitimidad de un poder judicial que suele violar derechos en nombre de los derechos, pero esta dimensión excede a este trabajo.
[1] El Federalista, Hamilton, Madison & Jay. Akal 2015
[2] Castorina, E. (2017). Neoliberalismo democrático: una nueva forma de poder. Question, 1(53), 20-36. Recuperado a partir de https://perio.unlp.edu.ar/ojs/index.php/question/article/view/3791