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La búsqueda de la Independencia por un pueblo es también la de una imagen propia. A raíz de la liberación, un cambio trascendente ocurre en la plástica venezolana. Casi desaparece el tema religioso que preponderó en la pintura, la estatuaria y la orfebrería colonial. Después de trescientos años de levitación celeste, los pinceles tocan de nuevo la tierra.
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El nuevo sujeto de la pintura son los acontecimientos patrióticos, sus protagonistas y, muy incidentalmente, las clases populares. Los próceres ocupan el centro de una retratística más copiosa que la dedicada en el período anterior a nobles y capitanes generales. Es por fin una representación del hombre venezolano, pues durante la Colonia gran parte de los retratos mostraban encumbrados funcionarios o altos eclesiásticos cuyos cargos estaban reservados para peninsulares nacidos en España, y la plástica religiosa plasmaba dioses o santos extranjeros, algunos versionados como personajes populares. Pero el hombre de poder sigue siendo el centro temático de las representaciones.
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La nueva plástica raramente explora la vida cotidiana del pueblo, salvo en los trabajos de naturalistas como Fritz Melbye, Karl Ferdinand Appun o Bellermann, de visitantes como Camille Pissarro, o de ilustradores de obras de Geografía e Historia, como Ramón Páez o Carmelo Fernández. En la gran pintura académica de muro o caballete tampoco hay casi representación de faenas de la vida cotidiana. Los testimonios sobre tales temas casi siempre constan en dibujos, acuarelas o grabados, mientras que para el poder se reservan los medios más prestigiosos del óleo, el lienzo o el muro.
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No son sólo los temas los que varían: también el tratamiento. La plástica republicana se quiere clásica o más bien neoclásica, como la literatura, que trata de parecerse a la de la Ilustración. Pero a este neoclasicismo le falta la exacta medida griega de las proporciones del cuerpo humano y el minucioso empleo renacentista de la perspectiva. Las figuras están a menudo torpemente trazadas y la perspectiva es aproximativa. Con estas herramientas se forja la nueva imagen de los venezolanos.
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Como todas las artes a partir de la invasión europea, la plástica republicana se escinde en dos manifestaciones: una pintura popular, casi siempre anónima, seguramente autodidacta, que estiliza los rasgos fundamentales del sujeto para acentuarlo de la forma más expresiva posible, y otra pintura académica, con autores conocidos y reconocidos, que se esfuerza en reproducir la tendencia neoclásica en boga en Europa. Juan Calzadilla y Esmeralda Niño incluyen seis retratos de autor desconocido entre las 150 Pinturas antológicas de la Galería Nacional. Sobre una de ellas apuntan que “el rostro es la parte más expresiva del cuadro y está tratado escuetamente pero con gran precisión realista en sus aspectos fisonómicos”, observación que bien podría aplicarse al total de las obras señaladas (Calzadilla y Niño, 2012, 43-49,56). Todos los personajes representados ostentan o fingen alta posición social: son quienes pueden pagar las únicas imágenes que les interesan, sus propias efigies. Los murales del autodidacta Pedro Castillo en la mansión de José Antonio Páez en Valencia reconstruyen ingenuamente las batallas patriotas.
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Por su parte, la plástica que pudiéramos llamar “culta” presenta dos vertientes: una, dedicada a la retratística de próceres y notables y de los hechos de éstos, y otra especializada en la representación de la espléndida naturaleza americana como marco de las faenas de la gente del común.
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Juan Lovera (1776-1841) es justamente el pintor emblemático de la nueva plástica, como artista comprometido con la lucha republicana. Sus pinturas más conocidas llevan el nombre de efemérides patrias: el 19 de abril de 1810 y La firma del Acta de la Independencia el 5 de julio de 1811. En la primera el pueblo sólo aparece marginalmente, en las pequeñas figuras de tres hombres o niños que se suben a una ventana, en un moreno de sombrero de cogollo que se empina para ver mejor, y en un muchacho que mira de reojo. La Firma del Acta de la Independencia parece y de hecho es un vasto retrato de grupo, con protagonistas en actitudes hieráticas. La obra de Lewis Brian Adams es asimismo vasta galería de retratos de próceres y notables.
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Paradójicamente, los interesados en la representación del país propiamente dicho, vale decir, de sus paisajes y de sus clases explotadas, son naturalistas o paisajistas extranjeros, como Fritz Melbye, Bellermann, Camille Pissarro y Karl Ferdinand Appun. Todos reproducen pormenorizadamente los paisajes venezolanos, representándolos a veces con los colores fríos que prefieren los paisajistas europeos, utilizando las grandes masas vegetales para perfeccionar la composición de su trabajo. Pero son ámbitos poblados por arrieros, campesinos, hombres y mujeres del pueblo entregados a sus faenas o sus diversiones. Los viajeros también realizan rápidos apuntes de estos mismos temas, entre los cuales resalta por su frescura y agilidad el grupo de lanceros de la “Guardia Presidencial del Presidente José Tadeo Monagas”, de Fritz Melbye. La tendencia romántica que empieza a inspirar la plástica europea explica los exuberantes paisajes y las animadas escenas de faenas y diversiones populares que registran. Los románticos celebran la pureza de la naturaleza intocada, los pueblos en formación o las culturas que Europa considera exóticas. Encuentran en el paisaje la emoción de lo sublime: el sentimiento de insignificancia ante el infinito; en el pueblo, la inocencia primordial del buen salvaje. Nada de extraño tiene entonces que naturalistas o pintores viajeros europeos incursionen más que los propios artistas venezolanos en los trópicos y dediquen más atención a la fauna, la flora y la población de éstos. Es lo que su público desea, y lo que ellos consideran correcto e importante. Para nada interesan a los europeos las empiringotadas efigies de las eminencias locales.
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Por su parte, artistas como Ramón Páez o Carmelo Fernández plasman escenas de la vida del pueblo en ilustraciones complementarias de libros sobre temas nacionales. Carmelo Fernández se incorpora al ejército y entre 1833 y 1839 colabora con Agustín Codazzi en el levantamiento del «Atlas físico y político de Venezuela», para cuya impresión viajan juntos a París en 1840. Designado en 1842 miembro de la Comisión para repatriar los restos del Libertador, representa el ceremonial en dos decenas de dibujos. e Ilustra asimismo el Resumen de la historia de Venezuela de Rafael María Baralt y Ramón Díaz. Miembro desde 1850 de la Comisión Corográfica, traza imágenes ilustrativas de los trabajos de ésta. Deja notables paisajes de los Andes, de la quinta de San Pedro Alejandrino, de las extensiones zulianas con indígenas de la región. Su iconografía está sólidamente asociada con las obras consolidatorias del espacio y el tiempo republicanos, la Geografía de Codazzi y la Historia de Baralt y Díaz. Ramón Páez escribe e ilustra Wild Scenes in South America; or Life in the Llanos of Venezuela (Charles Schribner, Nueva York, 1862), animado libro sobre la vida y las faenas de los llaneros, que incorpora ilustraciones suyas y de Fritz Melbye litografiadas por especialistas estadounidenses. Destacan en su obra al creyón y acuarela “captura de las flecheras españolas por el general Páez”, escena de combate fluvial llena de colorido y animación, y el “Retrato de un llanero”, perfil pleno de carácter y sobriedad. Aparte de la Autobiografía del propio Páez, el libro de su hijo es una de las primeras fuentes de la constitución de una suerte de mitología llanera que tendrá decisiva influencia en la cultura y la política venezolanas. Pero en su época, ambos son considerados más como documentalistas gráficos que como artistas.
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Así, la imagen de la Venezuela republicana escindida en clases sociales es asimismo una imagen dividida. Exalta sólo a la nueva oligarquía; el pueblo es mostrado apenas como documentación anónima o hallazgo exótico para públicos extranjeros. Desde el principio nos miramos en un espejo fragmentado.