Hasta el 10 de diciembre de 2019, las aerolíneas estadounidenses mantuvieron vuelos regulares hacia nueve ciudades cubanas. A partir del día siguiente, el gobierno de Donald Trump solo permitió los trayectos programados hacia La Habana, cerrando el resto de las rutas aéreas que no fuesen vuelos chárter, bajo el pretexto de cortar los ingresos derivados de servicios aeroportuarios. ¿Consecuencias? Dejaron de transportarse decenas de miles de cubanos que viven en Estados Unidos, así como estadounidenses que encontraban un pretexto para subir a un avión bajo el sistema de categorías de viaje del Departamento del Tesoro (ir a la isla explícitamente por turismo está prohibido por una ley de Estados Unidos). El resto de las aerolíneas de otros países con conexiones con Cuba mantuvieron sus operaciones.
Lo que en cualquier otro lugar hubiese sido una arbitrariedad sin sentido en el transporte binacional, es la normalidad con que la administración Trump maneja sus asuntos con su vecino al sur del estrecho de La Florida, siguiendo un método concebido en 1960. Ese modus operandi persiste incluso treinta años después del fin de la Guerra Fría, entre dos países que mantienen relaciones diplomáticas desde agosto de 2015.
La decisión gubernamental de cancelar una parte de las actividades de las aerolíneas estadounidenses en Cuba revela el hábito de buscar dónde hacer daño, ya sin prestar atención a la relación costo-beneficio. La decisión golpeó a un tipo específico de empresa norteamericana con negocios dirigidos a la isla, que iniciaron sus actividades gracias al intento de normalización durante la presidencia de Barack Obama.
Desde 2019, la política de Estados Unidos contra Venezuela ha servido de pretexto para endurecer las prohibiciones y restricciones a la economía cubana. Trump y su equipo de política exterior hacia América Latina habían reactivado ese método en junio de 2017, cuando desmantelaron una parte de los avances ocurridos durante el restablecimiento de los vínculos entre Washington y La Habana.
Las mentes siniestras de ese retroceso, como el senador Marco Rubio o el asesor de seguridad nacional Mauricio Claver-Carone, disfrutan la novedad de protagonizar en primera línea la ejecución de las sanciones contra Cuba. Pero sus iniciativas, eso que llaman la política de máxima presión de Trump, no es algo nuevo: se apoya en legislación aprobada en los años noventa y recicla la vieja estrategia de castigos económicos que inició en julio de 1960 el presidente Dwight Eisenhower, cuando redujo al mínimo la cuota azucarera que entonces se exportaba a Estados Unidos.
Desde esos años hasta el presente, ciclos de prohibiciones y restricciones se aplican según el humor de la presidencia de turno, con los resultados conocidos por todos. Ni siquiera la actual persecución contra la adquisición y traslado de petróleo hacia Cuba es una completa novedad: también en 1960, la Administración Eisenhower maquinó con las petroleras estadounidenses una disminución de las ventas de crudo a la isla. El gobierno revolucionario lo compró de la Unión Soviética y nacionalizó las refinerías en suelo cubano cuando estas se negaron a procesarlo, pues su negativa incumplía una ley existente desde 1938. Con ese historial de castigos y las alternativas que siempre encuentra el país para salir adelante, nadie puede dar una explicación creíble de cómo las nuevas sanciones van a conseguir un giro en alguna dirección que no sea el empeoramiento del nivel de vida de los cubanos.
Los detalles de ese agravamiento son explicados anualmente en los informes entregados a la Organización de Naciones Unidas como parte de las resoluciones contra el bloqueo, aprobadas por la inmensa mayoría de los países miembros en la Asamblea General.
Con un costo económico inmenso para los cubanos, las demandas contenidas en la política exterior de Trump no influyen en el desarrollo de la política interna de la isla. Entre 2018 y 2019, el país cambió de presidente, de Constitución, de ley electoral y realizó una reforma de su sistema gubernamental que transformó sus instituciones y creó nuevas posiciones, como el cargo de Primer Ministro y los gobernadores provinciales. Todo coincidió con el despliegue casi mensual de nuevos castigos desde el Departamento de Estado o la Casa Blanca. El gobierno de Estados Unidos, con sus exigencias o recomendaciones, tuvo cero influencia en el transcurso de las decisiones en La Habana, mientras las sanciones se acumulaban mes tras mes, con el daño proyectado por sus autores, a cambio de absolutamente nada. Pero algo sí ocurrió en ese período de tiempo: las aerolíneas estadounidenses perdieron sus conexiones con las ciudades del interior de Cuba.
Durante la presidencia de Barack Obama, el intento de las normalización entre ambos gobiernos tuvo resultados palpables, como el restablecimiento de los vuelos regulares entre dos países vecinos separados solo por 166 kilómetros de mar (las famosas 90 millas) y los intercambios entre funcionarios de ambos gobiernos en temas como la lucha contra el narcotráfico o la cooperación ante posibles derrames de petróleo en el Golfo México.
También se iniciaron negociaciones en asuntos de larga data, como las compensaciones mutuas por las nacionalizaciones hechas al principio de la Revolución, y los daños humanos y materiales causados por el bloqueo al pueblo cubano, así como la cuestión migratoria, que puso fin la política de pies secos/pies mojados. Por eso, Barack Obama pudo mencionar en su discurso de despedida el acercamiento a Cuba como un logro concreto y con beneficios para su país.
Difícilmente Donald Trump haga lo mismo cuando termine su mandato. Y parece que no es su objetivo a largo plazo. Cuando le preguntaron en 2019 por qué pensaba que los latinos votarían por él en las siguientes elecciones, inmediatamente respondió: “Porque he sido muy duro con Cuba. Me encantan los cubanos de Miami…y de otros lugares.” En su mente, el voto hispano equivale a los cubanoamericanos conservadores que aplauden y apoyan la política de restricciones contra la Isla. La Florida es un estado decisivo en los comicios presidenciales, que a veces se gana por márgenes muy pequeños, por lo que los candidatos intentan cortejar a todos los sectores, incluyendo los cubanos de línea dura. Desde 1996, ningún presidente ha entrado o permanecido en la Casa Blanca sin ganar allí.
Desde La Habana, el director general para Estados Unidos de la Cancillería, Carlos Fernández de Cossío, señaló esa intención de darle un valor en las urnas. En conferencia de prensa, explicó que «es muy difícil tratar de pronosticar qué peso tendrá el tema de Cuba en las elecciones, incluso en el sur de La Florida.” Su apreciación no fue tanto política, como estadística: “Demográficamente, los cubanos en los Estados Unidos no tienen un peso significativo en el proceso electoral. Ya no representan proporcionalmente el segmento de la población latina que pudieron haber representado hace 15 o 20 años.»
Trump tiene experiencia cortejando al extremismo anticomunista radicado en esa parte de su país. Lo hizo en 1999 cuando exploró apoyos para su primer intento presidencial y lo volvió hacer en 2016. Es ahí donde la máxima presión rinde frutos políticos; la factura de daños es pagada por la economía cubana y todos sus participantes, locales y foráneos, grandes y pequeños, incluyendo (¿quién lo hubiese imaginado) a las aerolíneas estadounidenses.
Un comentario
Brillante reflexión sobre la restricción absurda e inacabada contra Cuba.