Pensar la visión de los cambios que sobrevengan en el proceso social de trabajo, una vez superada la pandemia implica algunas precisiones: la primera es definir al social de trabajo como la interrelación generada a partir del uso de la técnica, la ciencia y tecnología entre la clase trabajadora con la naturaleza, para la extracción y producción de materia prima y su transformación en bienes y servicios que satisfacen las necesidades de la sociedad. Como seres humanos, todos hemos participado de este proceso en forma cotidiana, a lo largo del desarrollo de la sociedad. Desde el campesino que cultiva el cafeto, el procesamiento industrial, el transportista de la carga y el comerciante que vende el producto al consumidor de esa taza de buen café mañanero que satisface una necesidad social, en un país como el nuestro con cultura cafetera. Todo conforma un tupido tejido de relaciones sociales que constituye el proceso social del trabajo.
Otra apreciación necesaria, es su carácter en la República Bolivariana de Venezuela. Una vez aprobado el programa contenido en el texto constitucional en el año 1.999, quedó establecido constitucionalmente el trabajo como un proceso social, responsable de alcanzar los fines esenciales del Estado; es decir que el texto constitucional establece el papel protagónico de la clase trabajadora en la construcción del encadenamiento que se hace sistema productivo nacional y reconoce que el trabajo, ese acto que nos dignifica como personas, trasciende el acto individual, de cada uno como independiente de los demás y hasta compitiendo con otros, para fundirse en el tejido del esfuerzo colectivo de una sociedad que ha de satisfacer las necesidades de todos, que abarcan la vivienda, educación, salud, trabajo, alimentación o recreación, y hacerlo con justicia social. De allí el significado del trabajo y la educación como propósitos fundamentales del Estado.
Estos elementos contrastan con lo develado por la coyuntura generada por el Covid 19, como arista de la crisis global del sistema capitalista, en la que se encuentra el modelo neoliberal. Este, además de mostrar su incapacidad de poner en marcha el aparato productivo, acudiendo al auxilio del Estado, para sostener la producción; desnuda la contradicción entre capital y trabajo cuando los dueños del capital, abogan para que la clase trabajadora, el sujeto protagónico del proceso social de trabajo permanezca en el espacio donde se genera la riqueza, de la que aquellos se apropian, aún a costa del riesgo de la vida del trabajador.
Hoy nos encontramos en un punto de inflexión en la lucha entre dos clases sociales, la burguesía financiera mundial y la clase obrera venezolana. La primera junto con sus operadores nacionales, se plantean derrocar la Revolución Bolivariana y volver a convertir a nuestra Patria en colonia, surtidora de materia prima, conocimiento y mano de obra, con dependencia de las empresas transnacionales, en lo científico y tecnológico. Ese modelo tecnológico difícil de suplantar por otro en un par de décadas se evidencia en la dificultades operacionales del sistema eléctrico o la industria petrolera nacional, en las cuales la reposición de piezas o la obsolescencia de equipos revelan como las medidas coercitivas unilaterales aplicadas por Estados Unidos o la Unión Europea habiendo tejido los lazos de dependencia por más de un siglo, tienen un brazo largo y una mano con muchos dedos para causar sufrimiento a la población venezolana que soporta con coraje espartano las carencias de combustible o las caídas y racionamientos de luz.
No obstante, estas condiciones son propicias para el avance de formas organizativas de la clase trabajadora, los Consejos Productivos de los Trabajadores (CPT), la Milicia Nacional Bolivariana, la Central Bolivariana Socialista de Trabajadores (CBST) y la Universidad Bolivariana de Trabajadores “Jesús Rivero” (UBTJR) amén de otras, actúan como parte de un sistema que desarrolla las bases del mandato constitucional: asumir la gestión directa y democrática de la dirección del proceso social de trabajo, lo cual se expresa en la construcción y gestión de un Sistema Nacional de Producción de Bienes, Prestación de Servicios, Justa Distribución, Comercialización e Intercambio, adecuado a nuestras necesidades y generador de técnica, ciencia y tecnología, soberana, libre e independiente. Una marca país dirán algunos.
Hoy, en tiempos de pandemia por COVID 19, cuando se potencia la crisis del capital, la modalidad del teletrabajo o trabajo a distancia cobra fuerza, pero plantea acuciantes interrogantes en América Latina y el Caribe, una región, donde el 60% de los trabajadores lo hacen en el sector de actividad informal. Desde la actividad docente en aulas de clase virtuales, el trabajo desde la casa, la videoconferencia de una directiva. Todas son formas que llevan a cabo el proceso social del trabajo en sociedades inmersas mayormente por la globalización de signo capitalista. La experiencia es reciente, tanto que la legislación es aún incipiente y las estadísticas laborales empiezan a elaborar metodologías para reflejarlo. Algunas fuentes apuntan que en Argentina el teletrabajo ocupa el entre el 2% y el 4% de la población económicamente activa, en México el 5% y en Colombia el 2%. En cualquier caso son referencias.
Pero es cierto que, cambia diametralmente el carácter y naturaleza de esa modalidad de proceso social del trabajo, si ello ocurre como parte de la producción capitalista, en el marco de una economía social y la construcción de una sociedad socialista. En el primero, termina siendo un mecanismo que sirve a la apropiación de plusvalía, las más de las veces en condiciones que reproducen la sobreexplotación que parecía ya superada de siglos pasados, pues se llevan a cabo jornadas extenuantes por aquello que se trabaja desde la casa, sin supervisión directa, por resultados, con lagunas en la legislación para calificar accidentes laborales o enfermedades ocupacionales en este ambiente. En fin, que bien podemos estar en presencia de una nueva forma y mecanismo de explotación que hace del trabajador, aún más una pieza aislada en el engranaje de producción, con escasa vinculación a las organizaciones sindicales, renunciando a la conquista de derechos sociales y laborales alcanzados en largas jornadas de lucha obreras y campesinas a lo largo del último siglo y medio de historia. Es quizás la visión del trabajador del siglo XXI como máximo competidor individualista, él consigo mismo, dócil políticamente, alienado por los medios tecnológicos y con una perspectiva fragmentada del trabajo como proceso social. La experiencia en las sociedades de las tecnologías de información y comunicación (TIC) es dispareja, mientras en los Países Bajos representa 14% de la Población Económicamente Activa, en España solo alcanzaba 3,2% en 2018.
En la otra orilla del río, esta modalidad también está irrumpiendo en sociedades como la venezolana, cuyo proyecto de socialismo humanista, si bien está amenazado desde varios flancos por una guerra de características multidimensionales y en tiempos de pandemia, el teletrabajo se está transformando en una herramienta al servicio de la liberación de la clase trabajadora, de la construcción de ese momento dialéctico que junta en el sujeto histórico que es el trabajador la condición de clase en sí y para sí. Es reciente la experiencia en Venezuela, tanto que es tarea pendiente desarrollar estadísticas, programas formativos en centros como la Universidad de los Trabajadores Jesús Rivero y una legislación robusta que reconozca derechos y condiciones en que se realiza esta particular modalidad, de forma que siendo incluyente de la clase trabajadora fortalezca la construcción de una sociedad justa y amante de la paz