Maya Adereth / Javier Padilla / José María Maravall (Phenomenal World)
El 28 de enero, la revista digital estadounidense Phenomenal World publicó una larga entrevista en inglés con el expresidente del Gobierno español Felipe González que forma parte del libro Market Economies, Market Societies: Interviews and Essays on the Decline of Social Democracy, publicado aquí. CTXT ofrece ahora a sus lectores la transcripción en español del original.
Maya Adereth: Podemos empezar con su experiencia en el movimiento antifranquista…
Cuento una anécdota para superar pronto esta fase. Nosotros teníamos un presidente del partido que era una persona peculiar, Ramón Rubial, que había sido condenado a cadena perpetua y después a muerte. Estuvo 21 años en la cárcel. Cuando le preguntaban en la Transición, “oiga, ¿usted estuvo muchos años en la cárcel?”, él siempre contestaba: “A contracorriente, no tiene ningún mérito, no estuve ni un solo día voluntario”, y se quitaba de en medio diciendo eso. Allá por el 30 de abril de 1976 conocí a Fraga, que era ministro de la Gobernación de Arias Navarro. Estábamos cenando en la antigua casa de Miguel Boyer, que fue después ministro de Economía y Finanzas conmigo; con dos ayudantes suyos y Luis Gómez Llorente, que fue vicepresidente del Congreso de los Diputados. Fraga subía el tono y los ayudantes decían: “El ministro ya ha dicho lo que tenía que decir, pasemos a otro tema”. Y yo le repetí una y otra vez: “Sí, ya ha dicho lo que tenía que decir, ahora va a oír lo que tiene que oír”. En algún momento su tono era tan duro, tan amenazante, que le dije: “¿Por qué no se tranquiliza? Usted puede disponer que yo mañana vaya a la cárcel, pues todavía sigo en libertad provisional. “¿Cómo?”, preguntó él, a lo que contesté: “Sí, efectivamente, tengo pendiente un juicio con ocho años de petición de cárcel que han suspendido para cambiarla a 20 años, así que me puede llevar a la cárcel mañana. Pero no se olvide de lo que le voy a decir, no me haga favores”. Porque él decía: “Bueno, la transición la voy a conducir yo, si ustedes se portan bien tendrán una oportunidad dentro de 20 años”. Mi respuesta fue: “No se olvide de lo que le voy a decir, usted me puede meter en la cárcel mañana, pero dentro de pocos años usted va a depender mucho más de mí que yo de usted”. Eso era en el 76 y en el 82 ganamos las elecciones, él quedó en la oposición hasta que se fue de Madrid. Por tanto, yo estaba en esa fase del franquismo en la que tardaron mucho en procesarme, ya llevaba mucho tiempo enredado, pero en enero del 71, la segunda o tercera vez que me detenían, me procesan. En eso siempre fui privilegiado respecto a otros. A mí no me torturaron. Había mucha gente que estaba en el mismo sótano de la Dirección General de Seguridad en el que yo pasé unos días, pero en unas condiciones que hoy lamento. Digamos que esa, para mí, fue una fase en la que empieza a resultarme insoportable vivir en una dictadura, pero sin una adscripción política, familiar, ni personal. Yo quería que se acabara la dictadura, pero siempre tenía la reserva de que no quería cambiar una dictadura por otra. Por tanto, no encontraba espacio político en lo que podríamos llamar el espectro de la derecha, que salvo alguna excepción individual estaba más o menos conforme con el régimen; y en el espectro de la izquierda, las opciones eran o Partido Comunista o el viejo Partido Socialista, que tenía una dimensión histórica que a veces se olvidaba: más socialdemócrata, más de la defensa de las libertades, etcétera. Eso fue lo que me inclinó hacia esa opción a principios de los años sesenta, y ahí permanecí.
Javier Padilla: ¿Hubo algún mentor o alguien que estuviera ahí?
No lo creo. Nosotros éramos un grupo en Sevilla, algunas veces lo llaman “grupo de la tortilla” por una foto que había por ahí. En el grupo estaban Alfonso Guerra, Luis Yáñez, Manuel Chaves… Éramos un grupo de gente que estaba intentando hacer algo contra la dictadura. Alfonso Guerra utilizaba, curiosamente, una librería que tenía, Antonio Machado, una plataforma conspirativa. Y yo, que había hecho Derecho, lo que hice fue un despacho laboralista.
J. P.: O sea, ¿que no era equiparable a lo de Madrid, donde estaban algunos profesores que iban captando estudiantes?
No, teníamos alguna relación con ciertos profesores, pero ninguno de los catedráticos estaba directamente implicado en el movimiento. Había algunos comprometidos, pero no era el mismo formato. Recuerdo que Fraga, siendo ministro, fue a Sevilla cuando había mucho movimiento estudiantil y estábamos conectados con Madrid y otros puntos. Él fue porque el gobernador de entonces, que era Utrera Molina, le ofreció una conferencia en una universidad “tranquila”. Entonces le preparamos la trampa, pedimos que hubiera un coloquio para que le pudiéramos preguntar. Él iba a hablar de la opinión pública en España y en el mundo, era una gran osadía: el ministro de Información y Turismo hablando de la opinión pública en España. Y nosotros decíamos que éramos parte de la opinión pública y queríamos intervenir. Obviamente, no nos dejaron y, por tanto, nosotros tampoco le dejamos hablar. Ocupamos el aula magna ocho o nueve horas antes de empezar la conferencia, cuando todavía no había llegado la policía a ocuparla. Había la típica primera fila con las autoridades políticas y militares de la provincia, y nosotros estábamos ocupando lugares estratégicos en la sala. Desde que empezó comenzamos a pedir que hubiera coloquio. Terminó, como es natural, como el rosario de la aurora: no hubo conferencia, Fraga montó en cólera… No pasó nada más.
J. P.: ¿Qué libros leíais en esa época?
M. A.: A nivel de teoría económica…
No tanto de teoría económica en general. Había un sustrato de lecturas de estas baratas del espectro marxista. Yo me dediqué muchos años después a regalar El Capital, de Marx, a las agrupaciones del partido que habían votado, en un congreso en el 80, la recuperación del marxismo como fondo de la ideología. Yo no me presenté, no estaba de acuerdo, pero también les regalé el intercambio de cartas de Marx y su hija a propósito de su compromiso con Lafargue. Porque Marx se negaba rotundamente. Decía: “Lafargue se ha creído mis teorías, así que mi hija no va a tener futuro, no quiero que se case con este loco”. Y las cartas son de una belleza, de preocupación de un buen burgués… Estábamos conectados, por ejemplo, con el Nouvel Observateur desde hacía mucho tiempo y leíamos lo que caía en nuestras manos. Algunas teorías económicas de autogestión, algunos trabajos yugoslavos… Eran bastante hipócritas en el sentido de la realización, pero tenían interés desde el punto de vista teórico, tomando distancia de las economías rígidas de planificación soviéticas. A mí me gustaba más leer literatura histórica.
J. P.: Yendo con esa línea, ¿cómo fue…?
Perdona, quizá les convenga saber que yo me matriculé en lo que me interesaba, que era Filosofía pura. Pero el disgusto de mis padres era de tal naturaleza, porque pensaron que habían perdido en la locura a su hijo para toda la vida, que cambié la matrícula a Derecho.
J. P.: ¿Cómo fue el proceso de entrada en el PSOE, sobre todo a nivel de ideas, como dirigente del partido? ¿Cómo veía usted a los dirigentes que estaban en Toulouse, en la cúpula…?
En Sevilla teníamos una situación peculiar, porque Fernández Torres era un viejo militante socialista de Jaén y estaba chocando con la dirección en el exilio cuando nosotros lo conocimos. No sabíamos las causas, ni siquiera que Llopis, que era grado 33 de la masonería, había expulsado a la organización andaluza por considerarla demasiado rebelde. Nosotros éramos solo un grupo de jóvenes que estábamos enredando, agitando, moviendo la universidad, y yo aprovechaba la facultad de Derecho y la propia condición de licenciado en Derecho para el asesoramiento y el contacto con CC.OO. y UGT. En un momento determinado vimos al tipo que teóricamente representaba al socialismo en Andalucía, al que no conocíamos. Un abogado de La Línea, donde los abogados hacen un poco de todo, como en todos los pueblos fronterizos, hacen mucho contrabando y tal… Era un tipo simpático y nada fiable de comportamiento. Fue a vernos a Sevilla, a estos jóvenes rebeldes que se estaban haciendo notar, y conectamos con ellos, aclaramos esa situación y fuimos al primer Congreso al que asistí… Fui a lo que llamaban el Comité Nacional en Bayona en el 69. En realidad, me casé el 17 de julio porque había vuelto el 16 por la noche de esa reunión y, como no sabía si podía volver o no, ahí teníamos en standby la boda. Andábamos en esa agitación típica, fuimos a ese primer Comité Nacional, tuvimos una primera discrepancia, yo diría más que enfrentamiento, porque inexorablemente la visión de la realidad interna que se tenía desde los partidos exiliados, fundamentalmente en el Partido Comunista y el Socialista, estaba totalmente distorsionada. Además, en el exilio yo diría que el odio, el rechazo a Santiago Carrillo por su historia personal con su propio padre, que venía de las Juventudes Socialistas, era absolutamente imposible de superar, irreconciliable. Entonces tenían una visión muy distorsionada de la realidad, como Carrillo. No tenía ni idea de lo que pasaba dentro. Querían que la realidad interior que ellos relataban se ajustara a su propio relato. Pero es inevitable, lo he vivido en multitud de exiliados de otros países: en cuanto te despegas unos años de la realidad, tienes que inventarte la tuya propia. El Partido Comunista se empeñó un montón de años en hacer esa huelga nacional revolucionaria que nunca era nacional, nunca era huelga y mucho menos revolucionaria. Esto era frustración tras frustración, detenciones tras detenciones, hasta que cambió de posición Carrillo y fue ya la teoría de la reconciliación. El Partido Socialista estaba en manos de Llopis, de un grupo potente de exiliados mexicanos, fundamentalmente, y en línea de choque con algunos de los jóvenes, ya en el exilio, como Manuel Garnacho y otros que estaban hartos de aguantar los cuentos que se contaban, que eran “yo tengo contacto con el general fulano de tal por la vía de la masonería” o “yo sé mejor que nadie lo que pasa”. Entonces, empezamos ahí una tensión que se resolvió en dos tacadas. En el primer congreso al que asistí le pasó a Llopis lo que después me pasó a mí en el 80, salvando las distancias. Nosotros tuvimos allí un debate abierto, en Toulouse era imposible ocultar esa presencia. Teníamos una hipervigilancia de policías. Yo en el congreso del 72 ya andaba sin pasaporte, me lo habían quitado en el 71. Entonces pasábamos la frontera de aquellas maneras, con pasaportes comprados, falsificados… que nos facilitaba normalmente un dirigente del PNV que vivía en la otra parte. Teníamos un vínculo raro con el PNV en el exilio. En esos dos congresos se decidió algo dramático, porque Llopis perdió políticamente el congreso del partido pero se mantuvo en la secretaría general. Cuando yo le reproché eso en julio del 69 —“¿cómo es posible que sigas de secretario general, si has perdido el congreso y la resolución?”—, él me dijo algo prodigioso que nunca olvidé y que me condicionó: “Bueno, he perdido la resolución política, pero la gente me ha vuelto a elegir como secretario general, que es tanto como nombrarme sumo sacerdote para interpretar esa resolución política”.
J. P.: ¿En qué momento empieza a sonar tu nombre?
Ya entonces teníamos la pelea de los sevillanos con un grupo de asturianos, con un apoyo discreto de Ramón Rubial y de algunos vascos, como Nicolás Redondo. Ya íbamos en una línea de choque con un eje que había… En Madrid había alguna gente, pero era más difícil de articular… Y había también alguno perdido por Valladolid. Yo tenía un despacho laboral en Asturias y otro en Valladolid. Era todo un disparate. Ah, y otro despacho en Bilbao. A través de mi padre, que tenía tratos con ellos, conectábamos con despachos muy próximos a los jesuitas, en Málaga, Madrid, Barcelona… Utilizábamos los despachos como plataforma para eso: reuniones con los sindicatos, reuniones con los trabajadores, etcétera. En el primer congreso se produce este choque, y en el segundo se divide el partido porque Llopis no acepta el congreso. Ahí se crea lo que se llamó, durante un tiempo, “Partido Socialista Obrero Español Histórico”. Así lo legalizaron Suárez y Martín Villa antes que nosotros, sin que tuvieran ninguna representación. Eran las pillerías propias de la política. El congreso de Suresnes en el 74, lo hicimos con el partido escindido y nos fuimos, en lugar de Toulouse, a las afueras de París. A mí me eligieron secretario general, yo no tenía ningún interés, algunos compañeros sí. Tenía 32 años, fui al congreso en coche, pasando primero por el norte de Portugal y el sur de Galicia a dejar a una chica perseguida por la policía, la hermana de Juan Antonio Yáñez. Era un momento muy tenso y complicado. Después de dejarla, crucé la frontera mediante la vía del contrabando de ganado. La recogí, la llevé hasta Oporto, volví y me fui para el congreso de Suresnes.
En el congreso de Suresnes, entre otros, Yáñez se agitó mucho defendiendo mi candidatura. La verdad es que, si hubiese querido ser secretario general, Nicolás Redondo, que era dirigente de la UGT, lo hubiese sido sin discusión en aquel momento. Pero él no quiso. Ahí se creó una sensación de vacío con alguna competencia. Yo en ningún momento me moví ni peleé esa candidatura, me cayó encima sin ningún propósito claro, con la oposición en Madrid de Pablo Castellano. Hubo una pequeña disputa por esa historia pero todo el mundo pensó, yo creo que con razón: “Bueno, un congreso de transición en aquel momento (año 74) con un sevillano de 32 años tendrá un recorrido corto”. Después no fueron así las cosas, parece.
M. A.: Me interesan las relaciones entre el partido socialista en España y los partidos en Europa como el SPD y otros en los Estados Unidos.
Con el SPD las relaciones eran importantes, y con el Partido Socialista francés. Fue muy decisiva la relación con los austriacos y con los suecos, porque Olof Palme era una figura extraordinariamente respetada. Willy Brandt tenía más dudas con el tema del partido socialista, el tema del Llopis histórico y demás, y con Tierno Galván. Porque Galván creó, inteligentemente, un partido socialista y lo llamó “Partido Socialista del Interior”. Se trataba de marcar distancias con el partido socialista que estaba en el exilio. Eso duró algún tiempo. Willy Brandt y el SPD fueron, a partir de cierto momento, completamente solidarios con nuestro movimiento.
J. P.: ¿Desde cuándo?
Desde antes del congreso de Suresnes. Pero ese congreso fue decisivo, porque participó en él, con gran asombro personal, Mitterrand. Él era más amigo de Carrillo por aquella cosa de que el comunista del vecino es siempre mejor que el comunista propio. Mitterrand andaba en la unidad de la izquierda y allí tenía comunismo radical, pero le pasaba también a Mário Soares en Portugal. Estos se inclinaban por Mitterrand, por el comunismo italiano, el eurocomunismo y por Santiago Carrillo. Entonces, al congreso del partido socialista fue distraído, pensando que iba a ser una reunión de cuatro viejos en el exilio, pero la presencia del exilio en el desarrollo del congreso era relativamente poco importante. No por número, sino porque había grupos de gente muy joven y potente que veníamos del interior, y cuando él llegó y vio a personas de 30 años enloqueció, no sabía dónde estaba. Eso hizo virar mucho el comportamiento de Mitterrand. Aunque siguió insistiendo en que teníamos que ir hacia la unidad con el Partido Comunista, como él había hecho en Francia, que era también como trabajaba con Màrio Soares. Él pensaba que ganaría la derecha, los alemanes pensaban que ganaría la derecha, pero no tenían esa visión que tenía la derecha española de que iba a ganar. Mitterrand pensaba que el primer partido político en la oposición sería el Partido Comunista, igual que en el caso francés, lo mimetizaba: “Estos van a tener el 25% de los votos, y los socialistas el 12%”. Yo discutía con él, decía que por cada voto que sacase el Partido Comunista nosotros sacaríamos tres. Willy Brandt tenía más clara y más estudiada la situación española. Francia nos veía más en la distancia.
M. A.: ¿Y con EE.UU. y la teoría económica?
Desde la segunda parte de la Revolución de los Claveles, con el intento de Golpe de Estado del 78 para asentar un régimen comunista, la victoria de Mitterrand y la de Papandreu en Grecia, en EE.UU. ven la evolución del sur de Europa y el triunfo del Partido Socialista en España y se preocupan. La segunda parte de la revolución portuguesa incluso la dieron por perdida. El secretario de Estado, Alexander Haig, fue el que declaró, cuando se produjo ese asalto al poder de los militares portugueses, que era un asunto interno de Portugal. Se distanció, realmente.
J. P.: ¿Había algún contacto con la órbita estadounidense?
Yo no tenía contacto. Aquí había un grupo de estudiantes con una beca March para EE.UU. y creo que ninguno de los que viajaron se fueron a la derecha.
J. P.: ¿Y con personas de Nicaragua? Porque conoces a la hija de Bayardo Arce…
Yo conocí a Bayardo Arce, a los hermanos Ortega…
J. P.: ¿En esa época había contacto?
Sí, sí. Antes de la caída de Somoza ya los conocía, al grupo de los que fueron después los nueve comandantes, con Sergio Ramírez. Hasta el punto de que yo fui la primera persona que llegó de fuera de Nicaragua para tumbar a Somoza. Yo veía salir una avionetilla de Panamá que tiraba, a mano, bombas sobre el palacio de Somoza y se volvía para Panamá. En una operación en la que participaba Carlos Andrés Pérez, intrigando para intentar derrotar a Somoza, con Omar Torrijos. Yo estuve en algunas de esas conversaciones. Algunas eran absolutamente increíbles, hablaban entre ellos para que, en la zona del canal, con los americanos controlando todas las comunicaciones, llegará a los servicios de inteligencia americanos lo que ellos querían que llegara. Las conversaciones eran disparatadas: “Bueno, la operación ya está a punto de terminar, vamos a hacer no sé qué”. Una vez lo hicieron con tanta habilidad que Carter llamó a Torrijos y a Carlos Andrés Pérez para decirles que lo de Somoza se iba a acabar, que no se precipitaran, porque creían que tenían un operativo preparado para no sé cuándo. Efectivamente, Somoza cayó pronto.
Yo viajé de Panamá a Nicaragua, a la capital, cinco días después de la caída de Somoza. En la embajada española habían estado acogidos dirigentes sandinistas. Cuando cambiaron las tornas, acogieron a dirigentes somocistas, separados por una puerta corrediza. A mi llegada cené con los nueve dirigentes, con los comandantes, los hermanos Ortega, Bayardo Arce… De los tres grupos que movieron la revolución nicaragüense, él era del GPP (“Guerra Popular Permanente”), más trosko. Después estaban los comunistas como Borges, que era el núcleo duro. Y Daniel Ortega pertenecía más al grupo que llamaban socialdemócrata. Después hablamos con ellos para ver qué necesitaban. Pasó algo parecido a cuando llegaron los soviéticos a ayudar a los cubanos: dijeron, “necesitamos papel, bolígrafos y pilas de radio”. Eso era lo más urgente, la gente se desespera porque no oye la radio. No podían ni hacer un decreto porque no tenían papel. Aparecí por allí, estuve dos o tres días antes de que se cumpliera la primera semana de ganar los sandinistas en el 79. Después tuve mucha relación con ellos, frustrada por toda aquella historia de la piñata. Con Bayardo seguí teniendo alguna relación, pero él no estaba en el aparato del Gobierno, era el gran interlocutor del mundo empresarial. A mí me dolió, porque decía: “No, nosotros tenemos claro el principio por el que actuamos con los empresarios, vive y deja vivir”. Me daba escalofríos.
Después tuve mucha relación con EE.UU.
M. A.: Me interesa saber cuáles eran sus objetivos en las elecciones del 82, en un contexto en el que Thatcher y Reagan ya estaban en el poder…Lo primero, anticipándose a eso, en febrero del 82 vino por aquí Henry Kissinger y me pidió que nos viéramos, porque habían analizado cómo iban ganando los partidos socialistas en el sur de Europa. Daban por hecho que podíamos ganar en esa ocasión. Yo solo le había visto una vez en una reunión, sin hablar con él. Estuvimos dos o tres horas charlando. Hay una versión de esa conversación, la única que queda, en las memorias de Kissinger, que no se separa mucho de la realidad. Él insistía una y otra vez, obviamente no dijo que venía por encargo, pero digamos que se coordinaba con el Departamento de Inteligencia de Estado. Quería saber cuáles eran mis propósitos, conocerme. En un momento dado la conversación parecía un interrogatorio de chiste, porque él decía: “¿Usted no piensa nacionalizar la banca? Miterrand ha nacionalizado la banca”; y yo le contestaba: “Tampoco es exacto, la nacionalizó De Gaulle, que, aunque fuera antinorteamericano, no era un rojo precisamente”. Entonces, él empezó a reírse. Me interrogó con lo que, a su juicio, tenía que hacer un socialista al llegar al gobierno. Miterrand había nacionalizado algunas de las tecnológicas, con la teoría de “maîtrise le progrès”, que es lo único que no se puede “maîtriser”, porque si burocratizas las tecnológicas, no funcionan. En un momento determinado, [Kissinger] me tenía harto y le dije: “Vamos a ver, usted considera que ser socialista inevitablemente es ser tonto y yo le aseguro que no siempre coinciden”. Entonces se mataba de la risa. Nos hemos visto un millón de veces y hemos participado en mil cosas juntos, como en un grupo internacional de la fundación bipartidista del que ya no se ha vuelto a hablar. El grupo era supuestamente para analizar la amenaza del terrorismo internacional, que empezó a funcionar en el octubre previo a la intervención en Irak. Quiero decir que nos comunicamos mucho desde aquel momento.
[Volviendo a la conversación con Kissinger] Yo comprendo que no me crea, cada uno tiene su criterio. El mío es que nacionalizar la banca es una estupidez. Es más, yo tengo el propósito de desnacionalizar o privatizar todas las empresas que han ido entrando en el hospital terminal que era el Instituto Nacional de Industria, cuyo fracaso en el sector privado, aparte de la pulsión inicial del gobierno franquista de la autarquía, traspasaba al sector público. Desde la minería hasta SEAT. Yo ya hice la campaña en el 82 diciendo que tal vez fuese más razonable que el Estado hiciera carreteras y las empresas privadas hicieran coches que fueran por las carreteras, no al revés. Esta broma yo la repetía en campaña, muy intensa y corta.
J. P.: ¿Con Kissinger hablaste de la OTAN?
Sí, claro. Y no solo con Kissinger, que obviamente tenía el sentido común de pensar que hacer un referéndum sobre la OTAN era un disparate. También lo creíamos Fraga, yo y todo el mundo. EE.UU. estaba aterrado de imaginar que, después de proponer Calvo Sotelo el ingreso, con una mayoría parlamentaria simple, y dejarlo ahí en standby —porque enseguida vinieron las elecciones—, un referéndum sobre la OTAN podría desestabilizar más el sur de Europa. Ellos tenían el doble de miedo porque Papandreu también se había comprometido a hacer un referéndum sobre la OTAN y otro sobre la pertenencia de Grecia a las comunidades europeas. Lógicamente, no cumplió ninguno de los dos, no tenía ninguna intención. Eso condicionó mucho la relación con EE.UU., sobre todo en los acuerdos bilaterales que yo, desde que llegué al Gobierno, quería revisar. Quería que se fueran de la base de Torrejón para que tuviéramos el dominio pleno sobre la base de Rota… Es decir, para recuperar soberanía. Ellos lo ven siempre igual: “Te hacen un favor estando aquí”. Hablando en una ocasión con Lord Carrington y el secretario Schultz, de un tema muy delicado, “la cacería de Noriega”, en una reunión en Madrid de la OTAN, preguntaba (estábamos los tres): “¿Usted conoce a Noriega?”. Yo respondí que sí, que lo conocía bien desde hacía tiempo. Esto, antes de que hicieran la intervención en Panamá para cazarlo. Y me dijo: “¿Tiene usted alguna opinión sobre él?”. “Sí, pero creo que no va a coincidir con la suya, por lo menos históricamente”, contesté.
[A Carrington] Yo lo conocí cuando era el jefe de inteligencia de Omar Torrijos, y probablemente fue el que le preparó el estallido del avión. ¿Por qué le digo que yo le he conocido antes y ahora? Porque yo estaba hablando con Torrijos una noche en Calle 50, que luego la borró la intervención americana después del viejo Bush, y entró a verlo su jefe de inteligencia, Noriega. Entra este y le dice a Torrijos (estábamos los dos solos): “General, tengo una información sensible que darle de Nicaragua”. Su respuesta fue: “Está bien, diga lo que tenga que decir, Felipe es de confianza”. El otro le da la información sobre la situación en Nicaragua sin sentarse a la mesa, se va y, cuando va cerrando la puerta, Torrijos se queda mirando y dice: “Nunca te fíes de este hombre” (de su propio jefe de inteligencia). Torrijos murió un año y medio después en el famoso, y no resuelto, accidente de avión. Yo había estado con él haciendo exactamente el mismo viaje un mes antes.
Le cuento eso a Schultz y le digo: “Yo entiendo que estén ustedes preocupados teniendo a este hombre, que ha sido completamente vuestro, en el bando del tráfico; y no porque le interese trabajar, sino por el dinero”. Se irritó mucho. Y Lord Carrington, cuando nos levantábamos de la mesa, dice (en tono sarcástico): “Claro, estos parientes americanos nuestros son un imperio que no aceptan ser un imperio. Aunque le pongan a uno la bota en el cuello, esperan que les demos las gracias, porque ellos no son un imperio malvado. Ellos no saben que al imperio se le respeta porque se le teme, ellos pretenden que los quieran, porque son bondadosos y están haciéndole el favor al mundo de llevarles la libertad. Se lo digo a usted porque España fue un imperio y Gran Bretaña también. Sabemos que los imperios no funcionan como ellos creen”. Ese fue el resultado de la conversación sobre Noriega y aquella aventura. Pero yo he tenido mucha relación con EE.UU. Se atravesó todo el tema del referéndum de la OTAN y ellos insistieron mucho, de buena manera, porque esto no tenía nada que ver con el otro gran paquete de negociaciones que teníamos, que era el ingreso en la UE. Nosotros teníamos pendiente ingresar en la UE y había dos temas en el aire de distinto grado de importancia: el referéndum sobre la OTAN y el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel. No puse en marcha ninguno de los dos hasta que España entró de pleno derecho en las comunidades europeas. Porque a cualquiera que le preguntes en España, incluso a gente relativamente ilustrada, piensa que yo acepté que, si nos íbamos de la OTAN o no establecíamos relaciones con Israel, no podríamos entrar en las comunidades europeas. Así que en junio del 85 firmamos el tratado y el 1 de enero del 86 entramos de pleno derecho; a finales del mes de enero, que me convenía, también, porque en Israel era primer ministro del turno de dos años y dos años Shimon Peres, firmé con él el establecimiento de relaciones en La Haya, y me parece que fue en marzo cuando hicimos el referéndum sobre la OTAN. No pesaba sobre nosotros el condicionamiento de “si no te quedas en la OTAN, no entras en Europa”.
J. P.: ¿Cuál fue el motivo principal que llevó a cambiar de posición sobre la OTAN? ¿Hubo algo que cambiase la visión del mundo?
Tuvo mucho que ver con una opinión pública cambiante. Si leéis el programa, está bien matizado. Porque nuestra campaña contra la OTAN fue clara, para intentar evitar que Calvo Sotelo tomara una decisión de mayorías en un gobierno de tránsito. Esa era la campaña, que conectó mucho con la gente, para impedir la entrada. Una vez que se produce el ingreso, en el propio programa del partido ponía que someteríamos a referéndum la permanencia, no entrar o salir, sino la permanencia. Y después se produjo un cambio en cuanto a la “ética de la responsabilidad”, sobre la actitud que tendríamos que tener. Si yo pedía la salida de la OTAN… estaba ganado de calle. Pedí la permanencia y se nos rajó Fraga, fue muy divertido lo que ocurrió. Fraga se descolgó y eso le costaría caro en las relaciones internacionales.
José María Maravall: Dijiste una frase muy ilustrativa, “no es lo mismo no casarse que divorciarse”…
No entrar no es lo mismo que salirse, las consecuencias son diferentes. La gente me reprochó mucho que yo dijera que asumiría las consecuencias. Ya sé que es consultivo, si pierdo el referéndum, alguien se hace cargo de gestionar el “no” de los ciudadanos. Y también eso me lo reprocharon los que estaban por salirse de la OTAN, porque decían que era un chantaje. Claro, a mí me cuesta trabajo pensar cuál es la actitud de Corbyn en Gran Bretaña cuando dice “propongo un nuevo referéndum y prometo ser neutral”. Perdone, ¿me lo explica para que yo lo entienda?
M. A.: Me interesa cómo cambian las relaciones entre UGT y el partido antes de la Huelga General del 88 y después.
Cambian cuando entramos en el gobierno. La parte más clara para explicar ese cambio, sin los componentes de intriga, es que UGT creía que ellos tenían un hilo para decidir quién se iba a ocupar de trabajo y asuntos sociales. Estaba un poco en la tradición del labour y otros. De la misma manera que, durante mucho tiempo, la banca, o lo que llamaban las eléctricas, creían que tenían algo que decir sobre el ministro que se iba a ocupar de industrias, de las eléctricas o del sistema financiero. Yo partía de la base, desde el principio, de que el Gobierno tenía que actuar en función de los intereses generales, con autonomía, que podía fomentar el diálogo o acuerdo entre las partes, pero que no podía depender de intereses de grupos, por mucha apertura de diálogo que se tuviera. Incluso yo pensaba, y así lo dejé claro, al mes de llegar al Gobierno, en la sede del partido, que se gobernaba “en Moncloa y no en Ferraz”, que era la sede del partido. Allí se pueden elaborar las estrategias del partido, se puede discutir, yo seguía siendo el secretario general, etcétera. Pero el gobierno toma sus decisiones en Moncloa. UGT desde el principio no lo entendió. A todo el mundo le llama la atención la huelga general del 88, pero ya UGT había convocado, y no se sumó CC.OO., otra huelga general en el 85, cuando propusimos modificar el sistema de pensiones. La presión de nuestra gente era muy fuerte. Yo quería darle sostenibilidad al sistema de pensiones, además, introdujimos pensiones no contributivas para la gente que no tenía derecho a cobrar pensión. Lo hicimos como un derecho, no como un regalo, y como había tanta tensión se convocó una huelga general. Incluso fue la primera vez que hubo un voto en contra, me parece que el de Nicolás Redondo, en el Congreso de los Diputados a la ley que habíamos presentado. La ley tenía una disposición transitoria interesante, que le daba la opción a los trabajadores que estaban por jubilarse en los siguientes X años de optar por el sistema que había provocado la huelga o por el sistema reformado. Obviamente, nadie se quedó en el viejo sistema, ni siquiera el que convocó la huelga.
La otra fue la única huelga general que ha habido en España en serio. Cuando decíamos si era o no política… bueno, era tan política, tan interesada, que se pusieron de acuerdo las centrales sindicales y la patronal, ya que el coste para la patronal fue cero porque los sindicatos pactaron la recuperación de las horas perdidas. Así que se paralizó entero el país. La patronal tenía otras razones para estar harta del Gobierno después de seis años, y tenían que ver con la presión fiscal. No con que lo hiciéramos mejor o peor, sino con la enorme autonomía del Gobierno para tomar decisiones, esto fue lo que irritó también a la UGT. Entonces tenían muy buenas razones para debilitar al gobierno. Y la huelga general fue un éxito por eso.
J. P.: ¿En ese sentido, por las huelgas o lo que fuera, hubo alguna medida económica que les hubiera gustado tomar y no pudieron?
La más significativa, para que lo comprendan de una vez, que fue la excusa de la huelga… Ten en cuenta que ahora que estamos viviendo grandes movilizaciones, como por ejemplo en Chile. O las que vivió Dilma Rousseff. El elemento desencadenante, en los dos casos, fue una subida del transporte público. Ese elemento desencadenante, en relación con las reivindicaciones que desencadena y la magnitud del movimiento no tenía… Podría decir lo mismo de esta huelga, que se cargó un proyecto que no pudimos reponer, el proyecto de modificar nuestro sistema de Formación Profesional, que sigue siendo bastante deficiente. Yo quería incorporar el modelo alemán, que entonces funcionaba y todavía hoy funciona muy bien, aunque ahora por otras razones rechina. Una formación vinculada a las empresas, etcétera. Ese fue el modelo que yo proponía y el que rechazaron el movimiento sindical y, paradójicamente, la patronal, aunque estaba más que de acuerdo con eso. Y los sindicatos, después de pasar la huelga, estaban y están hoy de acuerdo con que ese sistema de formación profesional es una de las graves carencias que tenemos en España, pero se lo cargaron en esa ocasión.
J. P.: Me gustaría preguntar por la educación pública y concertada y todo lo que ocurrió ahí.
En política hay dos niveles de relaciones de poder. La política democrática, por muy democrática que sea, funciona siempre como un iceberg, y algunos poderes no democráticos funcionan siempre por debajo de la línea de flotación, incluido el Vaticano. Es decir, las relaciones de poder no se ven, pero en política hay una parte de relaciones que se ven y otras que no. Entonces, ¿qué pasa en España? Es relativamente fácil de analizar, ahora que tenemos en crisis la democracia representativa en todo el mundo y nos irrita mucho, nos cuesta trabajo llegar al fondo de la cuestión. No hay un solo país democrático que no haya conocido episodios o épocas oscuras. El macartismo, por ejemplo, es una época oscura americana. Episodios poco democráticos los estamos viviendo ahora con Donald Trump, que es autoritario. Y en la democracia más sólida desde el punto de vista institucional, que es Gran Bretaña, ocurre lo mismo. Por tanto, en educación todo estaba a la vista: de dónde veníamos, qué éramos. Pero, para comprender lo que pasó, os voy a dar más el concepto que el fondo: en 1814 empieza en Francia el liceo francés, el acceso obligatorio gratuito hasta los 14 años; en España, la universalización del derecho a la educación se produce en 1984. Nosotros teníamos un sistema público frágil y un sistema privado, fundamentalmente en manos de la Iglesia católica, difícilmente financiable más que para un segmento de la población. Nosotros, con la universalización, establecimos escuela pública y escuela privada concertada y, fuera de eso, estaba la privada privada, la que quería tener total autonomía. En la privada concertada se establecieron unas reglas. En el momento en el que acepta una financiación pública, acepta que la escuela no puede elegir al alumno. La escuela tiene que someterse a reglas, incluso territoriales. Y, además, tenían limitaciones para hacer algunas de las cosas que después sí se han ido haciendo, se ha ido deshilachando, igual que se fue deshilachando la reforma fiscal y otras cosas. Se mantuvo más, pero también con algunos elementos de crisis, el Sistema Nacional de Salud. Incluso hoy está extraordinariamente valorado, aunque se haya deteriorado y hayan metido factores de privatización que no siempre han resultado positivos. Con la concertada, a mi juicio se ha ido produciendo una degradación de las reglas del juego que está produciendo una discriminación por selección de alumnos negativa.
J. P.: En ese sentido, la idea podría ser que inicialmente era una medida que no tendría por qué haber dado lugar a ese tipo de…
Si se hubiera cumplido estrictamente la letra y el sentido del sistema público educativo, no tendría por qué haber resultado en ningún caso discriminatorio, pero lo cierto es que con todas estas campañas… Todos los que defienden la libertad a gritos, defienden su libertad y que los otros no la tengan. Esto es lo que estamos viendo todos los días. La libertad para todos es más complicada. Ahora, yo veo en la composición de la escuela unos fenómenos que aceleran estas contradicciones, en el perímetro de las grandes ciudades con buen nivel de renta tú no encuentras el “incordio educativo” de tener gente culturalmente diversa, de entorno inmigrante, etc. Para simplificarlo mucho, los inmigrantes trabajan para quien les puede pagar, que son las gentes de buen nivel de renta, pero viven donde ellos pueden pagar. En sitios donde llevan a sus hijos a la escuela, donde llevan a sus familias a los centros de salud. Entonces, la escuela es completamente distinta en esos lugares. Además de eso, la discriminación ha ido creciendo de manera no controlada, porque empiezan a cobrar, más allá de la subvención que reciben, una serie de servicios adicionales que discriminan más, que seleccionan más a uno respecto de otros. Esto no necesariamente tendría que ser así. Junto a la Iglesia católica, que era dominante en el sector, había otras entidades educativas que no tenían ese sesgo que algunos identifican con el todo. Pero casi todo el mundo se ha deslizado a hacer de la concertada una escuela con privilegio. En una comunidad como la de Madrid dedican mucho más dinero a la concertada que a la pública, abandonan la pública y privilegian la concertada y lo ven con naturalidad. Últimamente ha habido un escándalo inconcebible de transferencia de fondos no gastados en la pública para hacer rollos en la concertada. La idea inicial era esa: si queríamos “cubrir”, sin sectarismo previo, toda la demanda educativa que se correspondía con la oferta de universalización, teníamos que contar con la “planta instalada e instalable”.
J. P.: Respecto a todo ese periodo también de centralización en España (1982-90), ¿en algún momento desde el gobierno socialista se previeron los problemas que podían surgir en el País Vasco y Cataluña, sobre todo con el tema del debate interno, legítimo seguramente, desde una perspectiva de izquierda del cupo vasco? ¿Cuáles eran las posiciones?
No solo legítimo, es ilegítimo que se esté a favor de la autodeterminación o del separatismo y se mantenga a la vez que se es de izquierda, y por tanto solidario. Eso sí que es contradictorio e ilegítimo. Pero antes de eso, como pequeña idea: yo estoy a favor de la descentralización política y en contra de la centrifugación del poder. Descentralizar políticamente sin garantizar lealtad institucional es convertir el país en un reino de taifas. Y además de la lealtad institucional, que me parece más exigible políticamente que penalmente, por eso me perturban tanto las vías judiciales y penales, lo que sí quiero que sepáis es que había en el pacto constitucional “nacionalidades y regiones”, pero había, sobre todo, un intento de garantizar el pluralismo de las ideas. Esto se confunde siempre, porque, cuando los políticos dicen que España es un “país plural”, se están refiriendo a la España diversa, no a la plural. El pluralismo se da sobre las ideas y es el fundamento de la democracia, y la diversidad tiene que ver con sentimientos de pertenencia. Nosotros configuramos eso así, y hemos hecho, en el pacto constitucional, un reconocimiento y una buena parte del país y de la propia dirigencia política nunca se ha preocupado de conocer los “hechos diversos”. Había más reconocimiento que conocimiento, lo cual produce incomprensiones y choques, más allá de los intencionados. Pero solo quería hacer una referencia a esto para ver si consigo que alguien investigue en serio, en qué momento la descentralización pasó a ser centrifugación o en qué momento esta idea un poco estúpida del “café para todos”, en vez de ser igualitaria, era igualitarista e insatisfactoria.
J. P.: ¿Alguna hipótesis?
Yo sé que las transferencias en educación, justicia o sanidad, salvo para cuatro comunidades autónomas (las del sur), compensaban la tendencia a la centrifugación en dos de las del norte, y no se produjeron hasta que yo salí del gobierno. Antes no. Por tanto, nosotros teníamos un Ministerio de Educación que sabía llevar las escuelas, para entendernos. En el momento en que eso pasa absolutamente a las comunidades autónomas, incluso cuando se aplica el 155 en Barcelona, ¿qué pasa?, que el gobierno de Rajoy era incapaz… Yo le comenté: “¿Por qué te has decidido a aplicar el 155 a la totalidad del gobierno para disolver el parlamento después? Con que hubieras suspendido a tres, presidente, vicepresidente y consejero de interior, ya es bastante”. Rajoy me contestó: “Pero los demás hubieran dimitido”, a lo que respondí con un “¿y?”. Quiero decir, no hubiera habido ningún problema, Rajoy, los sustituyes y ya está. Solo doy la señal, vean la trayectoria histórica o por qué Arzalluz dice, con los de Convèrgencia y los del PNV, una máxima que corrió como la pólvora: “En 14 días hemos obtenido más de Aznar que en 14 años de Felipe González”. Esa es una especie de declaración de principios, no solo en eso, la autonomía normativa, sino en los impuestos básicos, como la renta social, yo nunca la hubiera cedido. No es solo que no lo hice, es que no lo hubiera hecho de ninguna manera. Por tanto, si Arzalluz decía eso, como diría mi profesor de derecho romano, “cognita causa”. Él sabía que yo no lo hubiera hecho nunca. Y lo mismo pasó en la negociación con Pujol, exactamente lo mismo. Yo llevaba 10 años en el Consejo Europeo intentando que no hubiera competencia desleal entre los países de la Unión en los impuestos básicos, sociedades, etc., dedicamos un enorme esfuerzo a rescatar a Irlanda, pero mantuvo su impuesto de sociedad en el 12%. Yo decía: “No es posible que haya fuga de empresas, domiciliándose…”. Eso lo hicimos a nivel interno, lo otro lo hizo Rato con Macià Alavedra en un día. A pesar de que Macià Alavedra era muy golfo, pero muy listo, cuando llevaban tres horas le dijo: “No, Rodrigo, esto te lo pido para que tú me digas que no y yo te pueda pedir otra cosa”. Él sabía que no iba a funcionar, pero lo consolidaron. De tal manera que aquí tenemos autonomía normativa para todos los impuestos básicos. Esto, nos guste o no, y no se trata solo del impuesto de donaciones de Madrid, tiende a crear una competencia fiscal desleal y a crear dentro de nuestro propio país medio paraísos fiscales. Yo nunca lo hubiera consentido en el siguiente sentido: el problema no es cuánto se descentraliza el poder, lo que me preocupa es qué garantías tenemos no solo de que se mantenga la lealtad, sino de que el poder central tenga capacidad para mantener un paquete de ciudadanía que sea igual para todos en todo el territorio. Y cuando oigo a gente, que dice que es mucho más de izquierda que yo, defender que eso se pueda romper, digo: “No, no, esto es un circo, es una contradicción en sus términos”. Es imposible hacer una política, que es la que debería definir para cada época y en cada circunstancia la pulsión socialdemócrata, de defensa de la democracia como condición necesaria, y de lucha por la igualdad, teniendo esas ideas de cómo se mantiene o se rompe la cohesión entre los ciudadanos. Nunca lo he entendido. Ahora, que voy a cumplir 78 años lo entiendo menos. ¿Será que no me funciona la cabeza? No, no le funciona a esta gente.
J. P.: Sobre la identidad política, la mejor definición que podría hacerse dentro de todas las etiquetas posibles, ¿cuál elegiría para definirse políticamente?
Si le hiciera caso a Indalecio Prieto en el debate de hace ahora un siglo, cuando empezó a fracturarse lo que llamaban el movimiento obrero, después de una visita a la Unión Soviética, en la que participó Fernando de los Ríos, cuando se rompió diciendo: “Nosotros estamos con la revolución marxista-leninista”. Este Prieto, como buen autodidacta y mala uva decía: “Yo es que soy socialista a fuer de liberal. Cuando el liberalismo no da más de sí, yo quiero que se avance en la igualdad real de los ciudadanos, sin perder los fundamentos de la democracia”. Lo que quiero decir es que yo no he sido nunca una persona radical sino moderada. En lo único en lo que me he vuelto radical es en la defensa de la democracia y de sus valores, porque creo que se la están llevando por delante, que hay una crisis de la democracia representativa, y creo que, cuando ese espacio se achica, las primeras víctimas son las personas que piensan como yo. Que piensan en los valores de la democracia, los valores liberales, y piensan en la lucha por la igualdad. De tal manera, que si gana un autoritarismo de derecha, somos “compañeros de viaje del comunismo” o “social-comunistas”. Ya lo está diciendo la derecha española, ahora. Pero es que si gana un autoritarismo de izquierda, nosotros somos “social-traidores”. Así que el otro día yo le agradecía al compañero que se ha ido de Podemos, me parece que está en el Parlamento Europeo, Miguel Urbán, dentro del grupo anticapitalista, que dijera que “ellos se van de Podemos porque han pactado con los social-liberales”. Bueno, hasta ahí lo podemos soportar, “social-traidores” nos hubiera costado más. En eso creo: en la economía de mercado y no en la sociedad de mercado, porque los seres humanos no son una puñetera mercancía y, por lo tanto, tiene que haber marco regulatorio y de previsibilidad para la economía de mercado. Creo en la redistribución directa e indirecta de los ingresos para luchar contra la desigualdad, y creo que cada época tiene su afán y que la socialdemocracia ha perdido la perspectiva desde el momento de su máximo triunfo ideológico; y es que la redistribución, además de la mejora salarial, era una redistribución de libro, una redistribución entre clases medias, medias-bajas, medias-altas, donde se escapaban algunos por arriba y muy pocos por abajo. Era un sistema muy completo, con educación, sanidad, pensión, etc., con los pilares de verdad de la redistribución. Te digo que cuando la sociedad cambia porque la están haciendo cambiar, hasta la revolución tecnológica, se producen nuevas estructuras sociales, la estratificación es completamente diferente; y ahora lo que yo observo del socialdemócrata es que se le van las nuevas desigualdades, que cree que solo son desigualdades de género, pero implícitas en las desigualdades de género hay, por ejemplo, un 70% de familias monoparentales, que serían monomarentales, en las que la mujer con dos hijos a cargo tiene mil dificultades más que cualquiera para encontrar un empleo que haga compatible cuidar de los hijos sola. Es uno de los elementos de desarticulación. Yo creo que no hay una aproximación fina de la socialdemocracia actual a las nuevas realidades sociales, a las que habría que atender seriamente. Entonces, ¿en qué nos refugiamos?, pues en lo que Fernando Enrique llama con tanta precisión “utopía regresiva”, que es la propuesta de Corbyn. “¿Cuál fue la Gran Bretaña más feliz, la de los años 60 del siglo pasado?, yo les propongo que volvamos a los años 60 del siglo pasado”. ¿Y dónde está este regreso al futuro, por dónde se va? Este creo que es el fallo fundamental. Por lo tanto, yo soy socialdemócrata en la teoría clásica, pero para mí fue más fácil, por eso no soy tan duro en el análisis, porque el libreto por el que yo caminé ya estaba representado, aunque estaba en crisis con Reagan y Thatcher. ¿Qué era lo que había que vencer? Resistencia, lógicas de intereses e incomprensiones internas. Siempre los líderes comunistas, como Anguita, que creen que han inventado algo nuevo, me llamaban thatcherista. Y mientras Thatcher quitaba la leche de las escuelas, yo estaba haciendo el Sistema Nacional de Salud y estábamos haciendo la universalización de la escuela.
Lo que me preocupa es que la socialdemocracia, a nosotros nos pasó en parte también, se murió de éxito. Se murió por no comprender que la sociedad que había ayudado a cambiar ya no era la sociedad que existía antes de cambiarla. Por tanto, no solo mantuvo un discurso anticuado, sino que ahora hace propuestas para retornar a esa especie de arcadia feliz que ya no existe.