En el mundo nadie se ha tomado la designación de Cuba en la categoría de Estado patrocinador del terrorismo como una evaluación seria sobre algo real. Ha sido descrita como carente de justificación genuina y los hechos apuntan en esa dirección.
El Departamento de Estado norteamericano registró otra vez en esa lista a su vecino al sur del Estrecho de La Florida durante los últimos días de la Administración Trump. Fue la última decisión de una política exterior de castigos, acoso y restricciones económicas, que acumuló 240 acciones en cuatro años. Si la nominación como país terrorista sirvió para explicar algo, es para calcular cuánto daño se quiso causar a los cubanos durante esa presidencia.
“Esta medida se toma, por un gobierno saliente, con el objetivo evidente para todo el mundo, de tratar de imponer obstáculos a cualquier recomposición futura de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos” explicó entonces Carlos Fernández de Cossío, director general de EE.UU. en la cancillería cubana.
La lista en cuestión la hace el Departamento de Estado según sus propios criterios. Para La Habana, ese compendio solo sirve como instrumento de difamación para aplicar medidas económicas coercitivas. El nombre de la isla ya estuvo incluido entre 1982 y 2015. En ese último año, la administración del presidente Barack Obama dispuso una revisión del asunto, como parte del proceso de normalización entre los dos países. El dictamen formal tomó varios meses y culminó con la conclusión (obvia) de que el gobierno cubano no patrocina el terrorismo: la designación fue oficialmente rescindida.
Las maniobras desde Washington con esa acusación omiten una realidad histórica: desde 1959, Cuba contabiliza 3478 víctimas mortales y 2099 personas con discapacidad por actos de terror cometidos por el gobierno de los Estados Unidos o perpetrados y patrocinados desde su territorio, con la tolerancia de las autoridades oficiales, como recordó la declaración emitida desde La Habana por el Ministerio de Relaciones Exteriores en respuesta a la designación hecha por el ejecutivo de Trump.
Por uno de esos hechos, se conmemora cada 6 de octubre el Día de las Víctimas del Terrorismo de Estado. En esa fecha, en 1973, estalla un vuelo de Cubana de Aviación sobre el espacio aéreo de Barbados, a causa de un artefacto explosivo colocado por órdenes de Luis Posada Carriles. Ese personaje, agente de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense, luego reforzaría su funesta notoriedad planificando intentos de magnicidio contra Fidel Castro.
En 2018, cuando el presidente cubano Miguel Díaz-Canel visitó el memorial construido en el sitio donde se encontraban las Torres Gemelas de Nueva York, comentó: “Este es el homenaje que debemos hacer los cubanos, y la reflexión que podemos hacer en este lugar… Una sola vida que se haya perdido, y sobre todo que la vida haya sido sesgada por una actitud terrorista, duele, tiene que dolerle a la humanidad.”
Unos meses después, la nueva Constitución de 2019 incluyó en su texto un capítulo dedicado a las relaciones internacionales. En uno de sus incisos ordena, como uno de los basamentos de la política exterior nacional, que la República de Cuba “repudia y condena el terrorismo en cualquiera de sus formas y manifestaciones, en particular el terrorismo de Estado.”
En el Segmento de Alto Nivel de la Conferencia de Desarme realizada en febrero de 2021, el ministro de Relaciones Exteriores Bruno Rodríguez afirmó que “la convivencia pacífica entre las naciones exige que los gobiernos se abstengan de ejercer presiones sobre otros, y de aplicar injustas medidas coercitivas unilaterales.”
En ese mismo discurso, instó a la administración del mandatario estadounidense Joe Biden a revocar lo que juzgó como la “absurda e injustificada” designación de Cuba como Estado patrocinador del terrorismo.