"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Las dos orillas (una nota chovinista)

La culpa la tienen los gallegos, los conquistadores. El solar en el que está emplazada la Casa Rosada fue, durante toda la historia de Buenos Aires, la sede de las distintas y sucesivas autoridades políticas que gobernaron el país desde que en 1580 Juan de Garay se le dio por fundarla. O sea, la diferencia viene de la época de la colonia. Santa María del Buen Ayre comenzó viviendo del contrabando y del tráfico de esclavos. O sea, los esclavistas y los contrabandistas eran, en aquellas épocas del miriñaque, las personas más distinguidas de la aldea, apellidos “ilustres”, algunos de los cuales llegan hasta estos pandémicos días, tras beneficiarse de todos los gobiernos oligárquicos, civiles o militares. Los del puerto impusieron su supremacía, su superioridad, gracias al puerto, claro. Pero, dicen los historiadores, que el puerto ni siquiera tenía muelle. Cuenta Santiago Varela (no por haberlo presenciado) que era un puerto al que había que llegar en carro tirado por mulas o caballos. “Incluso Güemes en 1806 se dio el lujo de abordar una goleta inglesa, no desde otro barco, ¡sino con una carga de caballería!. Fue la primera vez que un caballo escuchó gritar ¡Al abordaje´”. Fue Güemes, o mejor dicho el salteño Martín Miguel Juan de Mata Güemes Montero de Goyechea y la Corte, héroe de la independencia, que con muy escasos recursos libró una constante guerra de guerrilla, la Guerra Gaucha, deteniendo seis invasiones del ejército español. Decía, era Güemes, no Sandokán.

Los descendientes de los contrabandistas y esclavistas viajaban a Francia y se traían arquitectos capaces de reproducir en Buenos Aires las mansiones, con materiales, platería y mantelería europeas (además de alguna cocotte, claro). Quería ser la Paris del Sur, tanto que algunos años después a las alienadas autoridades de la ciudad se les dio por tirar abajo las alas del Cabildo para poder abrir avenidas y diagonales. Palacios y petit hoteles son parte de la tradicional Buenos Aires aún hoy. La culpa de que se haya desarrollado así la tienen los orientales, los de la Banda Oriental, que se les dio por reconquistar en 1806 la ciudad del Buen Ayre, que había caído en manos de los soldados ingleses (los comerciantes y las empresas no se fueran nunca del puerto).

Y Buenos Aires comenzó a crecer de espaldas al río de la Plata, mientras Montevideo se expandía de cara al estuario: su vida siempre fue -y es- de cara a las ramblas. Ni el puerto respetó la seudo piqueta del progreso en Buenos Aires, los barcos fueron desapareciendo del puerto y aparecieron edificios de 30, 40 pisos, cuya tarea principal es tapar el río para el resto de la ciudad. Para poder mirar la costa uruguaya en una mañana despejada, hay que tener mucha plata, habitaran en uno de esos monstruos que imitan a grandes edificios de ciudades que nada tienen que ver con nuestra idiosincracia. ¿O sí?. El porteño promedio jamás ve el río, el montevideano convive con él, con sus playas, con sus ramblas. Es más, en 1973 llegué a conocer una playa en la Costanera Norte llamada Saint Tropez (siempre queriendo imitar a los franceses), una verdadera olla de agua sucia frente al monumento de Lola Mora, allí donde ahora aparece el Parque Ecológico. Hoy, el gobierno neoliberal de la ciudad quiere construir edificios en los terrenos públicos al lado del río, para que sus inmobiliarias hagan sus negocios, a cinco mil dólares el metro cuadrado. Por ahora, la gente se lo ha impedido. Algunos, en defensa de los espacios públicos, otros porque temen que algún avión no le emboque al Aeroparque Metropolitano. Pero seguramente habrá quien proponga desde los medios hegemónicos trasladar el aeropuerto a alguna localidad lejana, para que no moleste a los nuevos ricos porteños. Pero la piqueta del progreso, que nos dejó sin el Conventillo del Medio en Montevideo, en manos del gobierno neoliberal de la ciudad de Buenos Aires acaba de asesinar al último potrero porteño, en el Parque Centenario, de cara al Hospital naval, donde a cualquier hora del día había gente jugando al fútbol y ahora amenazan con torres de apartamentos con amenities.

Cuenta la leyenda que en la noche del 18 de abril de 1825, Juan Antonio Lavalleja, y sus 32 hombres (conocidos luego como los 33 Orientales) embarcaron y avanzaron cuidadosamente por las islas del delta del rio Paraná, evitando la vigilancia de la flota brasileña, cruzaron el río Uruguay en dos lanchas y desembarcaron en la Playa de la Agraciada, donde desplegaron la bandera de tres franjas horizontales roja, azul y blanca, colores tradicionalmente usados desde los tiempos del Pepe Artigas, con la inscripción Libertad o Muerte. Hacía meses que los orientales preparaban el cruce para comenzar la liberación de la Banda Oriental del dominio brasileño, pero –cuenta la leyenda negra- a Lavalleja y sus hombres les gustaban las pulperías, las payadas –Juan Antonio era uno de los guitarreros que no dejaban dormir a los españoles en el Sitio de Montevideo- , las vidalas, el vino, y la invasión no fue tan planificada sino que fue apurada por el ultimátum que le dieron los hacendados argentinos que financiaban la expedición y la compra de caballos, del otro lado del río, a los hermanos Ruiz. La broma de los uruguayos es que los 33 orientales eran 34, con el que sacó la foto (el óleo de Juan Manuel Blanes que no falta en ninguna escuela).

Pucha. Uno va a Wikipedia y se entera que Montevideo está catalogado como una ciudad global de categoría «beta». Se posiciona como la séptima urbe de Latinoamérica y la 73 del mundo. Fue la octava ciudad más visitada de América Latina por extranjeros en 2013. Ha sido calificada como la ciudad con mejor calidad de vida de dicha región en 2018, puesto que ha mantenido cada año desde 2006 (hasta la llegada de Cuquito Lacalle y su banda neoliberal al gobierno). Y uno sabe que el Uruguay no es un río, sino un cielo azul que viaja, pintor de nubes, caminos, con sabor a mieles ruanas… como diría Aníbal Zampayo.

Montevideo pasó de mano continuamente. Cuenta la historia que el 22 de noviembre de 1723, el portugués Manuel de Freytas Fonseca fundó el fuerte de Montevideo. El 22 de enero de 1724 los españoles de Buenos Aires, organizada por el gobernador español en esa ciudad, Bruno Mauricio de Zabala, desplazaron a los portugueses y comenzaron a poblar la zona con seis familias provenientes del otro lado del charco. Obviamente, su importancia como principal puerto del virreinato le granjeó en varias oportunidades enfrentamientos con la capital, Buenos Aires. Una rivalidad que comenzó hace apenas 245 años. Pero siempre los españoles fueron los que metieron la pata. El 3 de febrero de 1807 las tropas inglesas al mando del general Sanuel Aychamuty ocuparon la ciudad, que fue reconquistada por las tropas enviadas por Montevido, que pasó a ser “la muy fiel y reconquistadora”. Lo que no me quedó en claro es si los señoritos porteños realmente querían librarse de los ingleses.

A Montevideo lo descubrieron los portugueses, dicen: Monte vide eu, gritó el marino, dicen unos, Monte VI de este a oeste, alegan otros. Montevideo qué lindo te veo, con tu Cerro y la fortaleza, cantaban en los carnavales de los años 50. El Cerro tiene 132 metros de altitud y es un granito que se destaca en la lisa orografía de un país cuya altura mayor es la del Cerro de las Ánimas, oficialmente de 501 metros de altura (así puede figurar en los mapas), pero que en realidad no llega a esa altitud. Puerto de inmigrantes que venían a América y caían en Montevideo, del que nunca habían oído hablar, a trabajar en sus frigoríficos cargando medias reses. Pero, de todas formas, una ciudad hecha de cara al mar (bueno, al río), aprovechando las playas que bordean la amplia bahía y siguen hasta que el río se convierten en Océano Atlántico, 125 kilómetros al este, justo ahí donde los porteños con plata van a veranear, Punta del Este. Montevideo del delantal o túnica y moño para que todos los niños fueran iguales en la escuela, la de silencio-hospital, diría Mario Benedetti. No es nada raro que uno vea a un señor salir de su oficina con un portafolios o bolso, caminar unas cuadras, quitarse la ropa, quedarse en traje de baño. Ni que del bolso o portafolios aparezca un termo y un mate. O que en cualquier estación los muchachos, los viejos, los niños, aprovechen las anchas veredas de la rambla para sentarse a tomar unos mates, alguna cerveza, comer algunos bizcochos o sándwiches de salame y queso, reunirse con amigos, con la familia, con los compañeros; mirar las gaviotas y el atardecer, mientras hablan de fútbol, de política, de los hijos, de la novia o el novio, de lo de todos los días. Alguna vez también hablaron de librarse de la dictadura.

En ese mismo puerto de Montevideo, el 25 de febrero de 1833 fueron embarcados María Micaela Guyunusa, embarazada de dos meses, Laureano Tacuabé Martínez, el cacique Vaimaca Pirú y el chamán Senacua Senaqué, indígenas charrúas, para ser exhibidos y estudiados en un zoológico humano de París, y evaluados por los miembros de la Academia de Ciencias de Francia, por orden del primer presidente uruguayo, Fructuoso Rivera, quien ya había encabezado la matanza de indios en la batalla de Salsipuedes, vendiendo como esclavos a los sobrevivientes. El grupo es conocido en Uruguay como “los últimos charrúas”. En el envío se incluían también un par de ñandúes, considerados tan exóticos como los indígenas y todos fueron introducidos en Francia sin siquiera cumplir con los requisitos legales de la época. La historia de su desgracia, convertida en leyenda, marcó toda la historia del nuevo país-tapón, que un lustro antes habían “inventado” los ingleses. Hoy sólo se los recuerda en un monumento, en las riberas del arroyo Miguelete, de espaldas al Rosedal. La revancha llegó en los primeros Juego Olímpicos de la modernidad, precisamente en París, en 1924. La primera práctica de los “salvajes” uruguayos (según la prensa parisina), fue una humorada: los jugadores, con el inolvidable José Nazazzi a la cabeza, salieron a la cancha con plumas en la cabeza, y reventaban la pelota lo más lejos que podían. Moraleja: vencieron 7-0 a Yugoslavia, 3-0 a Estados Unidos, 5-1 a Francia, 2-1 a Holanda y 3-0 a Suiza en la final: los descendientes de Guyunusa, Tacuabé, Vaimaca y Senacua, fueron los primeros campeones olímpicos de fútbol…

Después de casi tres siglos, uno aprende que uruguayo que triunfe en Buenos Aires pasa a ser rioplatense. Perdemos todo aquello de anarquistas-conservadores, que no nos guste que nadie nos mande…y tampoco nos gusta cambiar. En realidad los uruguayos vivimos en una continua contradicción con lo que fue el país o lo que fuimos como pueblo. Porque no fuimos uruguayos sino orientales, de la República Oriental del Uruguay (Rodelú, para los amigos). Pero cambia, todo cambia: estamos orgullosos del puerto de Montevideo, pero héte aquí que está en manos de una trasnacional belga hasta las carnestolendas griegas, al igual que toda la ribera de los ríos entregada a las forestales-papeleras nórdicas, para que nos dejen sin agua ni vegetación. Decía Galeano que tenemos cierta tendencia a creer que nuestro país existe, pero que el mundo no se entera. Yo les contestaba que el Uruguay es sólo un estado de ánimo. Pero, en Buenos Aires, para ver un poco de río hay que pasar por perímetros portuarios de dudosa seguridad, atravesar zonas industriales y evitar que un tren de carga o un camión de doble tracción te pise. Pero es cierto que van sacando los barcos del puerto, pero no por higiene, sino para poder construir edificios de 30 pisos que cumplan su cometido de taparle el río al resto de los ciudadanos. Me consta que hay muchos, muchos porteños que nunca vieron el río. ¡Pobres!

 

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