En el particular juego de tronos desatado a nivel global con el objetivo de convertirse en la plataforma hegemónica de contenido audiovisual en línea, Netflix lleva probablemente la delantera, pero el marchamo de calidad y el prestigio aportado por crítica y premios siguen todavía del lado de HBO, principal responsable de la que ha sido llamada “la edad de oro de la televisión”.
A este respecto, hace ya un tiempo que Netflix parece querer desprenderse de la etiqueta que la señala como un mero repositorio de entretenimiento, y está apostando por nuevos productos que, sin abandonar el favor del gran público, le permitan posicionarse como una plataforma en la que contenidos de carácter más académico y sofisticado puedan también encontrar su lugar. Para ello ha optado tanto por la incorporación a su catálogo de documentales y series externas como por la diversificación de sus producciones propias.
Entre estas últimas se encuentra la reciente How to Become a Tyrant (2021), producida y narrada, con toda la intención del mundo, por Peter Dinklage, el inolvidable Tyrion Lannister de la aclamada serie emblema de la competencia, cuya voz nos conduce por los entresijos del poder con la misma solvencia con la que actuaba como “mano del rey”, ese cargo inventado en Juego de Tronos para recrear la histórica figura del consejero de confianza o valido que susurra a los oídos de todo gobernante. Esta perspectiva resulta además especialmente pertinente, puesto que la nueva serie documental está basada en el trabajo de dos politólogos norteamericanos, Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, autores de obras como El Manual del dictador y The Logic of Political Survival, con las que han tratado de perfilarse como una suerte de Maquiavelos para los príncipes de la política contemporánea. No en vano, Bruno de Mesquita, de la conservadora Hoover Institution, ha llegado a patentar un modelo algorítmico que, según asegura el interesado, es capaz de predecir la toma de decisiones y el consiguiente curso de los acontecimientos. Sea cierto o no, cometeríamos un error si subestimáramos la potencialidad ideológica que implica la conversión de sus teorías en un producto audiovisual de consumo masivo. Dada la ilimitada capacidad de distribución procurada por Netflix, esta clase de series pueden consolidar en el imaginario colectivo una determinada visión de las dictaduras, y en este caso una que en absoluto resulta políticamente inocua.
How to Become a Tyrant se articula en torno a un listado de recomendaciones que, a la manera de un manual de instrucciones, han servido y pueden servir todavía de guía para la conquista y el mantenimiento del poder. Aunque varios dictadores son citados a lo largo de la serie, en cada capítulo se elige un caso concreto para ilustrar las sucesivas recomendaciones. Así, Adolf Hitler nos enseña cómo acceder al poder absoluto, Saddam Hussein cómo aplastar a nuestros rivales, Idi Amin cómo gobernar mediante el terror, Joseph Stalin cómo controlar la verdad, Muamar el Gadafi cómo crear una nueva sociedad y, por último, la dinastía Kim de Corea del Norte cómo perpetuarnos como tiranos.
Reflexiones brillantes y colaboraciones destacadas –como la de Ruth Ben-Ghiat y de Alicia Decker– se alternan con el trazo grueso y las omisiones más o menos flagrantes. La selección de casos y de contenidos la habrían firmado con gusto varias agencias y departamentos ministeriales de los Estados Unidos. Así, no sólo resulta llamativa la ausencia de cualquier dictador de los muchos que ofrecía para elegir el área de América Latina, sino que el factor exterior y las injerencias políticas, económicas y diplomáticas se encuentran prácticamente ausentes de la ecuación que explica la aparición y el éxito de un dictador, todos ellos movidos por ambiciones personales y materiales, nunca por ideologías o en tanto que representantes de movimientos y partidos políticos. Estas ausencias ignoran deliberadamente las enseñanzas de otras escuelas norteamericanas de estudios sobre el autoritarismo –como la formada por Philippe Schmitter y Guillermo O’Donnell en torno al más progresista Woodrow Wilson Center– y son, de hecho, contradictorias con su propio modelo de análisis. Por poner únicamente un ejemplo, difícilmente puede entenderse el mantenimiento de los Kim en el poder si no se relaciona con su adscripción al Partido Comunista, ya que las dictaduras sostenidas por esta ideología han sido y son capaces, a través de la historia, de asegurar la sucesión de sus fundadores, mientras que prácticamente nunca lo consiguieron aquellas instauradas bajo el signo del fascismo y el autoritarismo de derechas.
Se trata, en definitiva, de una visión muy desideologizada e individualista de las dictaduras, equivalente hasta cierto punto a la idea del terrorismo como un fenómeno homogéneo y uniforme, y no como una estrategia de lucha para la consecución de determinados objetivos políticos. Y dicho esto sin que, por supuesto, ello signifique que la violencia terrorista o la represión dictatorial no deban ser firmemente condenadas y combatidas desde los principios democráticos. No es eso lo que está en discusión, sino la consagración de una forma de interpretar las dictaduras que tiene mucho de batalla cultural.
En este sentido, recientemente, a propósito de la Convención realizada por el Partido Popular los pasados meses de septiembre y octubre, se planteó la posibilidad de invitar como ponente a la periodista e historiadora Anne Applebaum, premio Pulitzer y especialista en las dictaduras del Este europeo, y que se sitúa en una línea investigadora no exactamente igual a la defendida por Bueno de Mesquita, pero sí bastante cercana a sus parámetros. Su presencia habría sido muy conveniente para el partido conservador, necesitado de músculo académico ante la amenaza de una extrema derecha crecida y rearmada intelectualmente. Y habría sido positiva también porque, de la misma manera que se hace en How to Become a Tyrant, en las interpretaciones de la derecha conservadora y liberal europea y norteamericana no cabe ni la más mínima sombra de duda sobre la naturaleza dictatorial del régimen de Franco.
A este respecto, desde hace aproximadamente un año, la propia Netflix ha incluido en su catálogo una producción de la cadena pública alemana ZDF sobre la dictadura franquista, o más bien sobre el propio Franco. Titulada La dura verdad sobre la dictadura de Franco (Die Wahrheit über Franco. Spaniens Vergessene Diktatur, 2017), la serie documental está disfrutando de una creciente popularidad desde que en las redes sociales se llamara la atención sobre su presencia en la plataforma. Incluso algunas voces han reclamado su utilización como material docente para poder transmitir a las nuevas generaciones el innegable carácter criminal del régimen franquista.
Destinada a un público no especializado, también con reflexiones interesantes y colaboraciones novedosas –Carlos Collado, Stefanie Schüler-Springorum–, resulta esencial el papel decisivo que se atribuye a la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler en la victoria de Franco en la guerra civil, así como a la represión ejercida a lo largo de toda la dictadura sobre el conjunto del espectro ideológico de izquierda, primero del bando republicano y más adelante del antifranquismo. Sin embargo, junto a estas fortalezas, la serie adolece de numerosos errores –por ejemplo, Belchite no fue destruida como resultado de una ofensiva franquista, sino republicana, por eso Franco decidió no reconstruir el pueblo viejo tras el final de la guerra– y presentismos –la declaración en 1931 de Catalunya como una república independiente dentro del Estado español, recordada por Queralt Solé, no se correspondía con el Estatuto de autonomía finalmente aprobado en 1932–. De la misma manera, presenta algunas inconsistencias interpretativas que hacen que sea difícil, al menos a nuestro juicio, que pueda convertirse en una referencia duradera.
En primer lugar, al preguntarse por las razones que explican la dilatada duración de la dictadura, la serie omite toda referencia a la represión ejercida durante la guerra por el bando republicano. De nuevo, no se trata de realizar consideraciones morales ni jugar al juego de las equidistancias. La responsabilidad política última de la violencia durante la guerra civil recae en los que la provocaron mediante un fallido golpe de Estado. Dicho esto, evitar las alusiones al apoyo recibido por los nacionalistas dentro y fuera de nuestras fronteras debido a la represión revolucionaria, máxime cuando se trata de una cuestión perfectamente analizada por la historiografía profesional –desde distintas perspectivas, Julián Casanova, José Luis Ledesma, Cathie Carmichael, Fernando del Rey–, supone hacerse trampas al solitario. La memoria de esas víctimas jugó siempre un papel fundamental en el discurso del régimen.
En segundo lugar, resulta excesivo y totalmente irrelevante desde el punto de vista político el énfasis puesto en las dudas sobre la paternidad de Franco y sobre sus propias capacidades y gustos sexuales. No se trata de ninguna novedad, pues en Alemania también estuvo muy de moda cuantificar los genitales de su dictador e insistir en la importancia de sus experiencias homosexuales durante la Gran Guerra –Lothar Machtan, El Secreto de Hitler–, dando a entender que dichos aspectos de su vida personal influyeron en su toma de decisiones como personaje público. Esta clase de argumentos parecen buscar únicamente el gusto morboso del público, y resultan falsamente tranquilizadores, pues centran la atención en las contradicciones de una sola persona, difuminando así las responsabilidades colectivas y de las élites económicas y sociales que mantuvieron a estos dictadores en el poder.
En tercer lugar, y en estrecha relación con este último punto, la principal debilidad de la serie es que transmite, una vez más, una visión de la historia y de las dictaduras excesivamente personalista. Al menos hasta la llegada de los tecnócratas, parece que Franco decidiera en España desde los más altos asuntos de Estado hasta el menú de los domingos, algo que en absoluto se corresponde con la dinámica política de ningún Estado moderno. Incluso desde una interpretación tan individualista y liberal como la de Bueno de Mesquita y Alastair Smith se reconoce que “nadie gobierna solo”. En palabras del resistente Andrzej J. Kaminski, citado por el historiador Javier Rodrigo: “Toda dictadura no es sino una pirámide de dictadores”.