Cuando los especialistas en ciencias sociales se refieren al período 2019-2021, destacan tres signos de crisis sistémica profunda: en primer lugar, la incapacidad de la mayoría de los Estados para responder adecuadamente a la pandemia de COVID-19, ese gran revelador de las falencias sociales y gubernamentales. En segundo lugar, la aceptación de Estados Unidos del fracaso de la guerra en Afganistán, que dejó en claro que la «guerra contra el terrorismo» no logró revertir la pérdida de poder de Estados Unidos a nivel mundial. Por último, pero no menos importante, el tsunami de protestas sociales a nivel mundial, que empezó en 2010-2011 —como consecuencia de la crisis financiera de 2008— y no dejó de crecer hasta 2019.
Si ponemos la mirada en el futuro, está claro que cualquier estrategia obrera y socialista deberá tener en cuenta el terreno en el que se despliegan las luchas, es decir, la inestabilidad hegemónica de Estados Unidos en el marco de una crisis capitalista mundial sin parangón luego de los años 1930. Como sucedió durante la primera mitad del siglo veinte, la crisis actual del capitalismo global adopta la forma de una enorme crisis de legitimidad: la consigna «socialismo o barbarie» vuelve a plantearse con urgencia.
La creación, destrucción y reconstrucción de la clase obrera mundial
¿Qué pueden hacer las movilizaciones clasistas para frenar el deslizamiento del presente hacia la «barbarie»? Hasta hace algunos años, la respuesta de los teóricos de la globalización, de izquierda y de derecha, era unánime: «No mucho». La tesis de la «carrera hacia el abismo» plantea que la globalización creó barreras insuperables para la movilización de la clase obrera. Desde los años 1980, los partidarios de esta perspectiva escribieron innumerables obituarios para la clase y el movimiento obreros, centrados en el debilitamiento y la destrucción de las clases obreras existentes, sobre todo —y esto es significativo— las ocupadas en la producción industrial de los países centrales. Pero ignoraron las formas en que el capitalismo —por medio de transformaciones recurrentes de la organización productiva mundial— crea nuevas clases obreras con nuevas fuentes de poder, padecimientos y reivindicaciones.
Este enfoque alternativo pone el eje en la creación y reconstrucción de las clases obreras, que responden a su vez a los costados creativos y destructivos del proceso de acumulación de capital. En efecto, la ola mundial de movilizaciones de los años 2010-2011 estuvo marcada por las protestas de nuevas clases en proceso de formación y clases existentes que luchaban para conservar los derechos conquistados en ciclos anteriores. El espectro abarcó huelgas de obreros industriales en China, huelgas ilegales en las minas de platino de Sudáfrica, jóvenes desempleados y subempleados que se lanzaron a ocupar las plazas en todo el mundo y protestas contra la austeridad que se extendieron desde África del Norte hasta los Estados Unidos. El proceso terminó siendo solo el preludio a un tsunami de protestas de clase que duró más de una década y estuvo compuesto tanto por huelgas obreras como por luchas callejeras.
Hay quienes piensan que la lección de los años 2010-2011 es que las luchas de clase se desplazaron desde los lugares de producción hacia las calles. Con todo, aunque no deberíamos menospreciar el significado de las «luchas callejeras», sería un grave error subestimar las huelgas en los lugares de trabajo, pues son las fuentes de poder que operan detrás de esos movimientos. Así, por ejemplo, aunque la historia estándar de los levantamientos egipcios de 2011 se centra en la ocupación de la plaza Tahrir, la verdad es que Mubarak renunció a su cargo solo cuando los obreros del canal de Suez —sitio fundamental para el comercio internacional y nacional— hicieron huelga.
Desde los años 1980, la adopción generalizada de la producción «Just in time» —la provisión de inputs se mantiene en niveles mínimos con la perspectiva de recortar costos distribuyéndolos «justo a tiempo»— incrementó la vulnerabilidad de las fábricas situadas más abajo en la cadena a las huelgas que se desarrollan en los sitios de los proveedores. Este es el caso aun si la fábrica que para está en la misma provincia, como sucedió, por ejemplo, cuando la huelga de una autopartista forzó a Honda a cerrar todas sus plantas de ensamblado en China.
La pandemia y el bloqueo del canal de Suez de marzo de 2020 dejaron en claro que las cadenas de suministro globales son vulnerables a múltiples formas de interrupción, entre ellas, las huelgas obreras. Hasta cierto punto, esto no es nada nuevo. En el siglo veinte, los trabajadores del transporte disponían de mucho poder en virtud de su localización estratégica en las cadenas de suministro globales y nacionales. De ahí el rol central que jugaron en el movimiento obrero en general. No cabe duda de que las cadenas de suministro globales serán distintas a mediados del siglo XXI —de hecho, la pandemia y las tensiones geopolíticas están forzando a reestructurarlas—, pero es muy probable que los trabajadores del transporte, los almacenes y la comunicación sigan teniendo poder (y tal vez cobren más relevancia), dada su localización estratégica en los procesos de acumulación de capital.
Del mismo modo, sería insensato descartar la importancia futura de las huelgas de los obreros industriales, pues la diseminación mundial de la producción a gran escala, puesta en marcha durante el siglo veinte, tuvo como consecuencia la formación de nuevas clases obreras y oleadas sucesivas de conflictos de clase. A comienzos del siglo veinte, cuando el epicentro de la producción industrial a gran escala se desplazó al continente asiático, también lo hizo la lucha obrera: se confirmó la tesis de que donde hay capital, hay conflicto.
Esa frase tiene un sentido geográfico, pues el capital, al ser relocalizado en busca de mano de obra dócil y barata, termina creando clases obreras y conflictos nuevos en sus lugares de destino. Pero también tiene un sentido intersectorial, pues a medida que el capital se desplaza a nuevos sectores de la economía, se crean nuevas clases obreras y emergen conflictos originales.
Una perspectiva obrera hegemónica
¿En qué sectores debemos centrarnos hoy? Sin duda, uno muy importante es la «industria de la educación» que, según la UNESCO, pasó de contar 8 millones de docentes a nivel mundial en 1950 a 62 millones en 2000, y creció otro 50% en 2019, hasta alcanzar un total de 94 millones de docentes. Más allá del crecimiento meteórico de los números, existen otros motivos para pensar que los docentes están jugando un rol fundamental en el movimiento obrero a nivel mundial, análogo al que jugaron los obreros de la industria textil en el siglo XIX y los obreros de las automotrices en el siglo XX.
La tendencia al conflicto obrero en la «industria de la educación» se convirtió en un dato incuestionable a fines del siglo XX, pero las movilizaciones de la última década marcaron un punto de inflexión. En Estados Unidos, este punto correspondió a la emergencia de la organización Caucus of Rank-and-File Educators (CORE) que, con amplio consenso social, dirigió a los docentes de Chicago a través de su exitosa huelga de 2012. El conflicto logró instalar la idea de que los docentes no solo luchaban por sus propios intereses, sino por los de los estudiantes y las familias. La huelga de Chicago fue seguida de una oleada nacional de paros y movilizaciones en todo el país, especialmente en los distritos escolares localizados en estados con una fuerte política antisindical.
En Chile, los docentes de las escuelas públicas que fueron a la huelga bajo dirección del Colegio de Profesores de Chile (CPC) —con apoyo de estudiantes, vecinos y otros trabajadores— jugaron un rol central en el ciclo de protestas nacionales que reivindicó el acceso universal a la educación y el abandono de la constitución neoliberal heredada de la época de Pinochet. Se observaron acciones similares en Costa Rica, Honduras y Colombia y, en Perú, el presidente de izquierda Pedro Castillo llegó al poder con apoyo del sindicato docente.
Esta nueva oleada de militancia docente responde a una serie de reclamos fundados en un claro proceso de proletarización, que incluye la intensificación del trabajo, el deterioro de las condiciones laborales y la pérdida de autonomía y control sobre el proceso de trabajo en las aulas. En parte, las huelgas docentes son exitosas debido a que sus reivindicaciones se complementan con un fuerte poder de negociación en sus lugares de trabajo. Es posible argumentar que la «industria de la educación» suministra los bienes de capital más importantes del siglo XXI, es decir, esos obreros educados que luego deben insertarse en una «economía de la información». A diferencia de la mayoría de las actividades manufactureras, es imposible presionar a los docentes mediante la amenaza de relocalizar la producción (más allá de los experimentos virtuales a partir de la pandemia, la enseñanza debe realizarse donde están los estudiantes). Del mismo modo, la «industria de la educación» parece resistir a la automatización (reemplazar a los docentes por robots no es algo que aparezca en el horizonte).
Además, los docentes ocupan un lugar estratégico en la división del trabajo social concebida en términos más amplios. Si los docentes hacen huelga, generan un efecto dominó que afecta toda la división social del trabajo: interrumpen la rutina de las familias y dificultan el trabajo de los padres. En ese sentido, el poder estratégico de los docentes, aunque en última instancia está fundado en su capacidad de interrumpir la economía, es bastante singular, pues depende especialmente de la centralidad que tiene su actividad en la sociedad. Sin embargo, a menos que este poder se ejerza en el marco de una perspectiva hegemónica más amplia, los docentes quedan expuestos a que el Estado y el capital los utilicen como chivos expiatorios y los sometan a la represión. En efecto, la crisis cada vez más grave del capitalismo conlleva también la ampliación y la profundización de las formas coercitivas del poder.
Como sea, las huelgas más grandes de la última década muestran que los docentes tienen el potencial de formular dicha perspectiva, es decir, de mostrar que sus luchas particulares implican la defensa de los intereses de toda la sociedad. Su propia labor hace que entren en contacto cotidiano con círculos mucho más amplios de la clase obrera, pues son testigos de todos los problemas que enfrentan los estudiantes y sus familias. Entonces, basta con que difundan la idea de que, aun si sus reivindicaciones buscan un beneficio que los afecta específicamente como docentes, también promueven los intereses de los estudiantes, sus familias, sus barrios y sus ciudades. Por supuesto, este potencial hegemónico, fundado en condiciones estructurales, debe realizarse a través de una agencia política que vincule las luchas particulares de los docentes —y de los trabajadores— con luchas más amplias por la dignidad humana y la supervivencia planetaria.
Solidaridad forever
La automatización que promueve la Inteligencia Artificial llevó a muchos intelectuales a sugerir que estaríamos llegando al «fin del trabajo» y que, en consecuencia, se terminarán los conflictos laborales. Con todo, la prescindencia completa del trabajo humano en los procesos de producción continúa siendo una fantasía esquiva, y no deberíamos subestimar la importancia que siguen teniendo las luchas obreras en los sitios de producción.
Sería un error también subestimar las movilizaciones callejeras. En efecto, es posible derivar el entrelazamiento esencial de estos dos sitios de lucha —el lugar de trabajo y la calle— a partir del Tomo I de El capital. Por un lado, llegando a la mitad —donde describe el conflicto ininterrumpido entre el capital y el trabajo por la duración, la intensidad y el ritmo de la actividad—, Marx se refiere a lo que sucede en la «oculta sede de la producción». Por otro lado, en el capítulo 25, Marx aclara que la lógica del desarrollo capitalista, no solo lleva a constantes luchas en los lugares de trabajo, sino también a conflictos más amplios a nivel social, pues la acumulación de capital avanza de la mano de la «acumulación de miseria», especialmente bajo la forma de la expansión de un ejército industrial de reserva de trabajadores desempleados, subempleados y precarios.
En este sentido, la historia del capitalismo se caracteriza, no solo por el proceso cíclico de destrucción creativa en el punto de la producción, sino también por la tendencia de largo plazo a destruir los modos de vida existentes a un ritmo más veloz del que define la creación de otros nuevos. Esto conlleva la necesidad de conceptualizar tres tipos de conflictos obreros: 1) las protestas de las clases obreras en proceso de formación; 2) las protestas de las clases obreras existentes que están siendo destruidas y 3) las protestas de esos trabajadores que el capital ignora y excluye, es decir, los miembros de la clase obrera que, aunque dependen exclusivamente de ello para sobrevivir, es probable que nunca logren vender su fuerza de trabajo.
Los tres tipos de conflictos obreros son manifestaciones distintas de un proceso de desarrollo capitalista único. Los tres son visibles en las luchas actuales. El destino de cada uno está íntimamente entrelazado con el de los otros. Una estrategia socialista debe abarcarlos a todos. En efecto, la perspectiva estratégica de Marx y Engels —articulada en el Manifiesto del Partido Comunista y en otras obras—, convocaba a los sindicatos a organizar a estos tres segmentos de la clase obrera mundial en un proyecto común.
No hace falta decir que se trata de una tarea inmensa. Pero además, sin dejar del todo de pecar de cierto optimismo, Marx asumía que estos tres tipos de trabajadores —los que son incorporados como asalariados durante las últimas fases de expansión material, los que son expulsados durante la última ronda de reestructuraciones y los que son excedentes desde el punto de vista del capital— habitaban los mismos hogares y barrios obreros. Vivían juntos y luchaban juntos.
En otros términos, las distinciones al interior de la clase obrera —entre trabajadores empleados y desempleados, activos y en reserva, capaces de imponer pérdidas costosas al capital y capaces solo de manifestarse en las calles— no se solapaban con diferencias de ciudadanía, raza, etnicidad o género. Entonces, los trabajadores que encarnaban cualquiera de esos tres tipos conformaban una sola clase obrera con mismo poder y las mismas demandas, y con la capacidad de generar una perspectiva poscapitalista sobre la emancipación de la clase en su conjunto.
Sin embargo, en términos históricos, el capitalismo se desarrolló junto al colonialismo, al racismo y al patriarcado, es decir, dividió a la clase obrera en función de su condición y limó sus capacidades para generar una visión común de la emancipación. En períodos de grandes crisis capitalistas, como la que estamos viviendo, estas divisiones tienden a endurecerse. El capitalismo en crisis empodera directa e indirectamente a los «monstruos» del «interregnum» gramsciano (movimientos neofascistas, racistas, patriarcales, antinmigrantes y xenófobos). Entonces se despliegan formas coercitivas de control social y militarismo contra un movimiento socialista que es a la vez «demasiado fuerte» como para ser ignorado (por el capital) y «demasiado débil» (hasta ahora) como para salvar a la humanidad de una larga época de caos sistémico.
Con todo, también asistimos a un recrudecimiento de las luchas obreras sin precedente a nivel histórico en cuanto a su escala y a su alcance. Si bien la magnitud del desafío que plantea la crisis del capitalismo global para la humanidad tampoco tiene antecedentes, estos nuevos movimientos están construyendo puentes y, en algunos casos, son capaces de solidarizar a los protagonistas de los tres segmentos de la clase obrera a los que nos referimos. Es en estas luchas —y a través de ellas— que surgirá un proyecto emancipatorio capaz de guiarnos fuera de este capitalismo destructivo, hacia un mundo donde la dignidad humana valga más que las ganancias.